Steve Berry - Los caballeros de Salomón

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La poderosa orden medieval de los templarios poseía un conocimiento secreto que amenazaba los cimientos de la Iglesia y cuya revelación podría haber cambiado el rumbo de la Historia. Condenador por herejía, fueron aniquilados en el siglo XIV, y los rastros de su colosal saber se perdieron en el abismo de la Historia. Hasta hoy. Cotton Malone, un ex agente secreto del gobierno americano, se ve envuelto en una persecución a contrarreloj por descifrar ese enigma que los templarios codificaron. Su búsqueda pone al descubierto una peligrosa conspiración religiosa capaz de cambiar el destino de la humanidad y poner en entredicho la veracidad de los Santos Evangelios.

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– Estoy de acuerdo -dijo Malone-. Y eso explica cómo pudo manejar esa pesada losa de piedra. Simplemente la apartaba a medias, quitaba las piedras sobre la puerta, bajaba y luego lo volvía a poner todo en su sitio cuando había terminado. Por todo lo que sé sobre él, estaba en buena forma. Y era condenadamente listo.

Metió la pala en el hueco del borde y haciendo palanca subió la puerta. Mark alargó la mano y la sujetó. Malone arrojó a un lado la pala y juntos liberaron la escotilla de su marco, dejando al descubierto un gran orificio.

Thorvaldsen miró en su interior.

– Asombroso. Éste podría ser realmente el lugar.

Stephanie alumbró la abertura con la linterna. Una escalera aparecía apoyada contra una de las paredes de piedra.

– ¿Qué piensa usted?¿Resistirá?

– Hay una manera de averiguarlo.

Malone extendió una pierna y suavemente aplicó su peso sobre el primer travesaño. La escalera estaba fabricada con madera gruesa, que él esperaba que siguiera unida con clavos. Vio algunas cabezas oxidadas. Apretó un poco más, agarrándose por si cedía. Pero el escalón aguantó. Colocó el otro pie en la escalera y probó un poco más.

– Creo que resistirá.

– Yo soy más liviana -dijo Casiopea-. Me encantaría bajar la primera.

Él sonrió.

– Si no le importa, yo tendré el honor.

– Lo ve, yo tenía razón -dijo ella-. Usted lo deseaba.

Sí, lo deseaba. Lo que pudiera haber abajo le estaba llamando, como la búsqueda de libros raros a través de oscuras estanterías. Nunca sabías lo que podías encontrar.

Agarrándose todavía, descendió hasta el segundo peldaño. Habría una separación entre ellos de cuarenta y cinco centímetros. Tranquilamente trasladó sus manos a la parte superior de la escalera y descendió otro.

– La impresión es buena -dijo.

Siguió bajando, probando cuidadosamente cada escalón. Por encima de él, Stephanie y Casiopea trataban de penetrar la oscuridad con sus linternas. En el halo de sus dos luces combinadas, Malone vio que había llegado al pie de la escalera. El siguiente paso ya lo daría en el suelo. Todo estaba cubierto de una fina gravilla y piedras del tamaño de puños y cráneos.

– Échenme una linterna -dijo.

Thorvaldsen dejó caer hacia él una de las luces. Malone la cogió y paseó el rayo de luz alrededor. La escalera tendría unos cuatro metros y medio desde el suelo hasta el techo. Vio que la salida se encontraba en el centro de un corredor natural, algo que millones de años de lluvia y deshielos habían forjado a través de la arenisca. Sabía que los Pirineos estaban acribillados de cuevas y túneles.

– ¿Por qué no baja de un salto? -preguntó Casiopea.

– Es demasiado fácil. -Estaba alerta a un escalofrío que había sentido en la base de su espalda, algo que no se debía solamente al aire frío-. Dejen caer una de esas piedras por el agujero.

Se situó fuera de la trayectoria.

– ¿Listo? -preguntó Stephanie.

– Dispare.

La roca pasó por la abertura. Él siguió su caída y observó cómo golpeaba en el suelo, y luego seguía su camino.

Las luces iluminaron el lugar del impacto.

– Tenía usted razón -reconoció Casiopea-. Ese agujero estaba justo debajo de la superficie para alguien que saltara de la escalera.

– Dejen caer algunas rocas más a su alrededor y busquemos terreno firme.

Llovieron cuatro piedras más que golpearon el suelo con un ruido sordo. Supo entonces adonde saltar, de manera que se soltó de la escalera y utilizó la linterna para examinar la trampa. La cavidad era un cuadrado de casi un metro de lado y tendría al menos noventa centímetros de profundidad. Buscó dentro y recogió algunos trozos de la madera que había cubierto la parte superior del agujero. Los bordes eran machihembrados, y las tablas lo bastante finas para romperse bajo el peso de un hombre, pero suficientemente gruesas para sostener una capa de limo y grava. En el fondo del agujero se veían largas púas de metal, bien afiladas, ensanchadas por la base, esperando cazar a algún intruso confiado. El tiempo había empañado su pátina, pero no su eficacia.

– Saunière era muy serio -dijo.

– Podría ser una trampa templaria -señaló Mark-.¿Es latón?

– Bronce.

La orden dominaba el arte de la metalurgia. Latón, bronce, cobre… se usaba todo. La Iglesia prohibía la experimentación científica, pero aprendieron cosas de los árabes.

– La madera de la parte superior no puede tener setecientos años de antigüedad -dijo Casiopea-. Saunière debía de haber reparado las defensas templarias.

No era lo que deseaba oír.

– Eso significa que ésta es probablemente sólo la primera de una serie de múltiples trampas.

LX

Malone observó cómo Stephanie, Mark y Casiopea bajaban por la escalera. Thorvaldsen se quedó en la superficie, esperando el regreso de Geoffrey, preparado para facilitar herramientas, si haría falta.

Mark quiso dejar las cosas claras.

– Hablo en serio cuando digo que los templarios fueron los primeros en preparar estas trampas. He leído relatos en las Crónicas sobre las técnicas que empleaban.

– Sólo hay que mantener los ojos bien abiertos -dijo Malone-. Si queremos encontrar lo que hay que encontrar, tenemos que mirar.

– Son más de las tres -advirtió Casiopea-. El sol se habrá puesto dentro de un par de horas. Ya hace bastante frío ahora. Después del crepúsculo el frío será intenso.

Su chaqueta mantenía cálido el pecho, pero les vendrían bien guantes y calcetines térmicos, que eran algunas de las cosas que Geoffrey había ido a buscar. Sólo la luz procedente del techo iluminaba el corredor que se extendía en ambas direcciones. Sin la linterna, Malone dudaba de que fuera capaz de ver un dedo cerca de su nariz.

– La luz del día no va a tener importancia. Todo es luz artificial aquí. Necesitamos que Geoffrey vuelva con la comida y la ropa de abrigo. Henrik -gritó-. Háganos saber cuándo regresa el buen hermano.

– Caza segura, Cotton.

Su mente barajaba cada vez más posibilidades.

– ¿Qué piensan ustedes de esto? -preguntó a los demás.

– Esto podría formar parte de un horreum -dijo Casiopea-. Cuando los romanos gobernaron esta región, establecieron almacenes subterráneos para conservar mercancías perecederas. Una versión temprana del almacén refrigerado. Algunos han sobrevivido. Éste podría ser uno de ellos.

– ¿Y los templarios supieron de su existencia? -quiso saber Stephanie.

– Ellos también los tenían -explicó Mark-. Lo aprendieron de los romanos. Lo que dice tiene sentido. Cuando De Molay le dijo a De Blanchefort que «se llevara el tesoro del Temple por anticipado», fácilmente pudo haber elegido un lugar así. Debajo de una anodina iglesia, en una abadía menor, sin ninguna relación con la orden.

Malone apuntó adelante con su linterna, luego dio la vuelta y dirigió el rayo en la otra dirección.

– ¿Por dónde?

– Buena pregunta -dijo Stephanie.

– Usted y Mark vayan en esa dirección. Casiopea y yo iremos en la otra. -Pudo ver que ni a Mark ni a Stephanie les gustaba esa decisión-. No tenemos tiempo para que ustedes se peleen. Déjenlo estar de momento. Hagan su trabajo. Eso es lo que me dijo usted, Stephanie.

Ella no quería discutir con él.

– Tiene razón. Andando -le dijo a Mark.

Malone observó mientras ellos desaparecían en la negrura.

– Inteligente, Malone -susurró Casiopea-. Pero ¿Le parece prudente mandar juntos a esos dos? Hay montones de cuestiones pendientes entre ellos.

– Nada como una pequeña tensión para hacer que se aprecien mutuamente.

– ¿Eso es válido para nosotros también?

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