Steve Berry - Los caballeros de Salomón

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Los caballeros de Salomón: краткое содержание, описание и аннотация

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La poderosa orden medieval de los templarios poseía un conocimiento secreto que amenazaba los cimientos de la Iglesia y cuya revelación podría haber cambiado el rumbo de la Historia. Condenador por herejía, fueron aniquilados en el siglo XIV, y los rastros de su colosal saber se perdieron en el abismo de la Historia. Hasta hoy. Cotton Malone, un ex agente secreto del gobierno americano, se ve envuelto en una persecución a contrarreloj por descifrar ese enigma que los templarios codificaron. Su búsqueda pone al descubierto una peligrosa conspiración religiosa capaz de cambiar el destino de la humanidad y poner en entredicho la veracidad de los Santos Evangelios.

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Ese hombre, Jes ús, me ense ñó a orar. Él hablaba de Dios, del juicio final y del f in de los tiempos. Llegu é a pensar que pod ía incluso dominar el viento y las olas, ya que se alzaba tanto por encima de nosotros. Los ancianos del Sanedr ín ense ñaban que el dolor, la enfermedad y la tragedia eran el juicio de Dios, y deber íamos aceptar esa ira con el pesar de un penitente. El hombre Jes ús dec ía que eso era falso y ofrec ía a los enfermos el coraje para sanar, a los d ébiles la capacidad de crecer en un esp íritu fuerte, y a los no creyentes la oportunidad de creer. El mundo parec ía participar de su visi ón. El hombre Jes ús ten ía un prop ósito, viv ía su vida para cumplir este prop ósito, y ese prop ósito era claro para aquellos de nosotros que lo segu íamos.

Pero, en sus viajes, el hombre Jes ús hizo enemigos. Los ancianos lo consideraban una amenaza, en el sentido que ofrec ía unos valores diferentes, unas reglas nuevas, y amenazaba su autoridad. Les preocupaba que si a Jes ús se le permit ía vagar libremente y predicar el cambio, Roma podr ía estrechar su control, y todos sufrir ían, especialmente el sumo sacerdote que serv ía a la voluntad de Roma. De modo que Jes ús fue arrestado por blasfemia y Pilatos decret ó que deb ía subir a la cruz. Yo estaba all í aquel d ía, y Pilatos no obtuvo ning ún placer con esta decisi ón, pero los ancianos exig ían justicia y Pilatos no pod ía neg ársela.

En Jerusal én, el hombre Jes ús y otros seis fueron llevados a un lugar sobre la colina y atados a la cruz con tiras de cuero. Avanzado el d ía, las piernas de los hombres fueron rotas, y éstos sucumbieron al anochecer. Otros dos murieron al d ía siguiente. Al hombre Jes ús se le permiti ó conservar la vida hasta la hora nona, cuando finalmente fueron rotas sus piernas. Yo no estuve a su lado mientras sufr ía. Los dem ás que le segu íamos huimos, temerosos de que pudi éramos ser los siguientes. Despu és de morir, el hombre Jes ús fue dejado en la cruz durante seis d ías m ás mientras los p ájaros picoteaban su carne. Finalmente fue bajado de la cruz y depositado en un agujero excavado en la tierra. Yo observ é este hecho, y luego abandon é Jerusal én por el desierto, deteni éndome en Betania, en la casa de Mar ía llamada Magdalena y su hermana Marta. Éstas hab ían conocido al hombre Jes ús y estaban entristecidas por su muerte. Se enfurecieron conmigo por no haberle defendido, por no reconocerle, por huir cuando estaba sufriendo. Les pregunt é qu é hubieran querido ellas que hiciera y su respuesta fue clara: «Unirte a él. » Pero ese pensamiento jam ás se me ocurri ó. En vez de ello, a todos los que preguntaron, yo negu é al hombre Jes ús y todo lo que él representaba. Me march é de su hogar, regresando d ías m ás tarde a Galilea y al consuelo de lo que me era conocido.

Dos que hab ían viajado con el hombre Jes ús, Santiago y Juan, tambi én regresaron a Galilea. Juntos, compartimos nuestra pena por la p érdida de Jes ús y reanudamos nuestra vida como pescadores. La oscuridad que todos sent íamos nos consum ía, y el tiempo no alivi ó nuestro dolor. Mientras pesc ábamos en el mar de Galilea, habl ábamos del hombre Jes ús y de todo lo que hizo y todo lo que hab íamos contemplado. Fue en aquel mar, a ños atr ás, cuando le conocimos. Su recuerdo aparec ía por todas partes sobre las aguas, lo que hac ía m ás dif ícil eludir nuestra pena. Una noche, mientras una tempestad azotaba el lago y nosotros est ábamos sentados en la orilla comiendo pan y pescado, me pareci ó ver al hombre Jes ús en la niebla. Pero cuando me met í en el agua, supe que aquella visi ón estaba s ólo en mi mente. Cada ma ñana part íamos pan y com íamos pescado. Recordando lo que el hombre Jes ús hizo en una ocasi ón, uno de nosotros bendec ía el pan y lo ofrec ía como alabanza a Dios. Esta acci ón nos hac ía sentirnos a todos mejor. Un d ía Juan coment ó que el pan partido era como si fuera el cuerpo roto del hombre Jes ús. Despu és de eso, todos empezamos a asociar el pan con el cuerpo.

Pasaron cuatro meses, y un d ía Santiago nos record ó que la Torah proclamaba que el que es colgado de un árbol es maldito, le dije que eso no pod ía ser cierto de ese hombre Jes ús. ¿ Cómo sabr ía un escriba tan antiguo que todos los que eran colgados de un árbol eran malditos? No pod ía. En una batalla entre el hombre Jes ús y las antiguas palabras, el hombre Jes ús era el vencedor.

Nuestra pena continuaba atorment ándonos. El hombre Jes ús se hab ía ido. Su voz ya no se o ía. Los ancianos sobreviv ían y su mensaje perviv ía. No porque tuvieran raz ón, sino simplemente porque estaban vivos y hablaban. Los ancianos hab ían triunfado sobre el hombre Jes ús. Pero ¿ Cómo pod ía ser malo algo tan bueno?¿Por qu é permitir ía Dios que tanta bondad desapareciera?

El verano termin ó y lleg ó la fiesta del Tabern áculo, que era una época para celebrar la alegr ía de la cosecha. Pensamos que era seguro viajar a Jerusal én y participar en ella. Una vez all í, durante la procesi ón al altar, se ley ó en los Salmos que el Mes ías no morir á, sino que vivir á y volver á para contar las haza ñas del Se ñor. Uno de los ancianos proclam ó que el Se ñor ha castigado al Mes ías severamente. Pero Él no le ha entregado a la muerte. Sino, m ás bien, la piedra que los constructores rechazaron se ha convertido en la piedra angular. En el Templo escuchamos las lecturas de Zacar ías, que dec ían que alg ún d ía el Se ñor se convertir ía en rey de toda la tierra. Entonces una tarde me tropec é con otra lectura de Zacar ías. Hablaba de una efusi ón de la casa de David y de un esp íritu de compasi ón y de s úplica. Se dec ía que cuando contemplemos a aquel al que han atravesado lloraremos de pena por él como se llora de gozo ante un reci én nacido.

Escuchando, me acord é del hombre Jes ús y de lo que le hab ía pasado. El lector parec ía hablarme directamente a m í cuando hablaba del plan divino para golpear al pastor de manera que las ovejas puedan dispersarse. En ese momento se apoder ó de m í un amor del que no pod ía desprenderme. Aquella noche me march é de Jerusal én al lugar donde los romanos hab ían enterrado al hombre Jes ús. Me arrodill é ante sus restos mortales y me pregunt é c ómo un sencillo pescador pod ía ser la fuente de toda verdad. El sumo sacerdote y los escribas hab ían considerado al hombre Jes ús un fraude. Pero yo sab ía que se equivocaban. Dios no exige obediencia a las antiguas leyes a fin de conseguir la salvaci ón. El amor de Dios es ilimitado. Jes ús el hombre hab ía dicho eso muchas veces, y al aceptar su muerte con gran valor y dignidad, Jes ús nos hab ía dado una última lecci ón a todos nosotros. Al final de la vida encontramos vida. Amar es ser amado.

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