Jerónimo Tristante - El tesoro de los Nazareos

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Rodrigo Arriaga es un caballero huido de la corte que se esconde en los Pirineos aragoneses y nada quiere saber de la corte ni de su antigua, y secreta, profesión. El que fue el mejor espía de su tiempo se oculta en un recóndito pueblo y ha renegado de su pasado como favorito del Rey. Sin embargo, las cosas cambian cuando Silvio de Agrigento, al servicio del Papa, llega buscando a Arriaga a su escondite. La Santa Sede tiene una propuesta que hacerle y Rodrigo, llevado por la necesidad de dar paz a los restos de su amada -quien murió en desgracia y a quien se le concedería una bula para ser enterrada en Campo Santo-, no podrá por más que aceptar.
Su misión consistirá en infiltrarse entre las filas de la orden del Temple, convertirse en uno de ellos, ganarse la confianza de cada uno de esos soldados de Dios y descubrir qué ocultan bajo su fachada de bondad y caridad. Roma tiene fundadas sospechas sobre las actividades y objetivos de estos caballeros y Rodrigo será el encargado, en un viaje que le hará recorrer Europa, de destapar la verdad.

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Encadenado a una argolla de la pared, en la semioscuridad de la bodega y compartiendo el olor de las bestias, su nerviosismo y su miedo, Arriaga sintió que todo le daba igual. Aquello había sido una locura. No sabía a dónde iba ni si podría escapar en aquel mundo nuevo. Todos sus amigos estaban muertos y él con ellos…

El tiempo comenzó a empeorar lentamente. Primero fue un viento atroz que aullaba como mil lobos, luego oyó la lluvia, que al principio golpeaba la nave de manera suave y continua para terminar sacudiendo la madera violenta y despiadadamente. Se oían carreras en la cubierta y órdenes para que los marineros hicieran esto y aquello. Le pareció que arriaban las velas. Los truenos eran ensordecedores y las bestias se mostraban asustadas.

– ¡Tierra a la vista! -gritó alguien en el exterior.

El barco se bamboleaba de manera preocupante, el oleaje afuera debía de ser espantoso. Estaban en mitad de una tormenta. Oyó gritos de los hombres. Los siete caballos se agitaban nerviosos. «¡Hombre al agua!», le pareció oír. Un candil de los que alumbraba tenuemente la bodega para que las bestias no se sintieran intranquilas en la oscuridad cayó al suelo y prendió la paja. El fuego comenzó a avanzar y las bestias relincharon por el pánico. Un caballo tordo, al fondo, comenzó a agitarse frenético al quemarse las patas por el efecto de las llamas. Los demás golpearon las paredes y dieron coces a su alrededor presas del miedo. El humo lo llenó todo anulando la visibilidad y Rodrigo se arrojó al suelo para poder respirar.

– ¡Hombre al agua! -volvieron a gritar arriba.

Una yegua que había junto a él comenzó a cocear y casi le patea la cabeza, y una de las patadas del animal arrancó la argolla de la recia pared de madera. Pese a estar esposado, Rodrigo corrió entre las bestias hacia la escalera. El agua comenzaba a inundar la bodega y el fuego comenzaba a extinguirse. Los relinchos de los caballos hacían ensordecedor aquel ambiente y le ponían nervioso.

Pateó la puerta como pudo y se encontró frente a frente con el carcelero. Se abalanzó sobre él y le rodeó el cuello con la cadena. El agua caía como una cascada por las escaleras de madera que accedían a la cubierta. Apretó la cadena todo lo que pudo y esperó a que aquel hombre quedara inmóvil. Entonces le quitó las llaves y se liberó de los grilletes. Pasó al pequeño camarote del capitán para buscar la bolsa con sus cosas. No le fue difícil hallarla bajo la única litera del cuarto. Subió las escaleras y salió al exterior, agachado para no ser visto y con la daga en la mano. El barco se inclinó y él rodó chocando con la borda. Sintió un dolor horrible en la pantorrilla y cayó al suelo. Apenas si podía levantarse.

Debía de haberse roto la pierna. Agarró un cabo y se levantó a pulso. No había nadie en la cubierta y el viento atronador, la lluvia y los truenos, no dejaban percibir ningún otro sonido. Vio a hombres que saltaban por la borda, aquí y allá. Vio que los mástiles se habían partido. El barco estaba a la deriva y se movía como una cáscara de nuez. Iba a hundirse.

Se asomó como pudo. Las olas eran inmensas. Había un barril flotando en el agua, maderas… se dejó caer.

Un caballo que le lamía la cara lo despertó en la playa. Miró a la derecha y, al fondo, contempló los restos del naufragio de la enorme Bethania. Parecía un gigante embarrancado con la tripa abierta. El frío y el olor pútrido del cieno lo hicieron caer en la cuenta de que se hallaba en la orilla de algún estuario, quizás un río. La pierna le dolía de manera horrible. Se giró. Tenía que arrastrarse fuera del agua o moriría de frío. El rostro de un marino que yacía junto a él, destrozado por los cangrejos, le hizo gritar de miedo. Intentó bracear hacia delante, arrastrándose, aullando de dolor a cada impulso. Se situó boca arriba cuando dejó de sentir el contacto con el agua. Había salido el sol. Eso le secaría. Volvió a desmayarse.

Abrió los ojos y vio a dos hombres de aspecto salvaje frente a él. Otro, al fondo, acariciaba a uno de los caballos. Los dos vestían cómodos jubones de piel de ciervo, calzas con flecos y mocasines de gamuza con tiras de vivos colores. Lo levantaron y lo llevaron a una especie de parihuelas. Él señaló la bolsa de terciopelo un poco más allá. Ellos entendieron y fueron a recogerla. Vio cadáveres de sargentos y armigueros flotando en el ancho río, aquí y allá.

Despertó junto a un fuego. Estaba cubierto por pieles suaves y cálidas. Sintió que la pierna estaba inmovilizada, se la habían entablillado. Cantaban una extraña letanía al son de unos tambores. Vio que llevaban el pelo suelto, largo, hasta el final de la espalda, y adornaban sus lisas y negras melenas con plumas de aves. Una joven de ojos enormes y tez rojiza, como tostada por el sol, se le acercó y señalándose a sí misma dijo:

Chu'ma ni. Entonces lo señaló a él. Contestó: -Rodrigo.

Ella le dio algo de beber y al instante se sintió invadido por una maravillosa sensación de paz. Durmió de nuevo.

Augusto de Enzo, el nuevo hombre fuerte de Roma, el nuevo jefe de los espías de la Iglesia, jugueteaba con los senos de Donatella a la vez que introducía dulces granos de uva en la sensual boca de la mejor cortesana de la ciudad. Alguien golpeó la puerta.

– ¿Sí? -dijo con fastidio.

Su secretario, Bartolomé de Chartres, asomó su afilado rostro tras la puerta y dijo:

– Lo siento, Ilustrísima, pero es algo urgente.

– Pasad.

El hombre de confianza del cardenal De Enzo entró con un volumen de tapas de cuero bajo el brazo.

– Ha llegado esto para vos. Me temo que debéis echarle un vistazo. Lo envía un tal Tomás, un criado de Silvio de Agrigento que acompañó al desaparecido Rodrigo Arriaga en su misión.

– Sin duda los mataron a todos -repuso el prohombre de la Iglesia.

– Sin duda, sin duda… pero echad un vistazo al libro, merece la pena.

Rodrigo despertó sintiéndose mejor. Logró levantarse apoyándose en un largo bastón que le habían dejado junto a las parihuelas. Habían acampado en una colina. Oyó voces. Caminó con dificultad pese a que ya no sentía dolor. La droga que le habían estado dando aquellos salvajes era efectiva, sin duda.

Entonces los vio, despreocupados, practicando con palos un extraño y vigoroso juego de pelota, con los torsos descubiertos y sus largas melenas al viento.

Al fondo, sobre inmensas tierras de verdes pastos, corrían manadas de enormes animales que parecían toros cubiertos de denso pelaje.

El sol se perdía por poniente. Estaba vivo y lejos de cualquier lugar conocido. Quizá debía dar gracias por ello. No pudo evitar que los recuerdos lo invadieran. Pensó en Aurora, en su padre, en su madre… Pensó en el joven Tomás, en su horrible muerte; pensó en Toribio, que de existir el cielo andaría persiguiendo mozas aquí y allá; recordó a Giovanno de Trieste; pensó en Beatrice, la dulce Beatrice. Se sintió bien al saber que los había vengado a todos.

Y culpable.

Culpable por estar vivo.

La joven que lo había cuidado se le acercó sonriendo. Era bella y llevaba un bonito collar ceñido a su esbelto cuello.

Se señaló a sí misma y dijo:

Chu 'ma ni.

Entonces lo señaló a él y antes de que pudiera contestar «Rodrigo», ella dijo:

So a e Wa'ah.

Comprendió que le habían dado un nombre. Un nombre nuevo.

Aquellas tierras eran hermosas, vastas, repletas de luz. Aquellas eran gentes sencillas. Un buen lugar donde esperar el día en que volviera a reunirse con todos aquellos que dejó en el camino.

Sonrió a la chica y se señaló a sí mismo a la vez que asentía y decía:

– De acuerdo, So a e Wa'ah.

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