Dejaron a uno de los sargentos de guardia mientras que los demás se acurrucaban a dormir. Rodrigo decidió esperar.
Una sombra surgió de entre la maleza y pasó junto al vigía, que cabeceaba al calor de la hoguera. Éste se desplomó degollado. Uno de los sargentos abrió los ojos y se vio frente a un rostro demoníaco que desapareció de pronto.
– ¡El muerto, el muerto!- gritó despertando a los demás.
El fuego lanzó entonces una suerte de explosión, una llamarada inesperada que lo llevó hasta el cielo.
Los tres sargentos dieron un paso atrás horrorizados.
– ¡Brujería! ¡El fantasma!
– ¿Qué decís?- gritó Jean malhumorado.
– ¡Ese Arriaga! ¡Lo he visto! Junto a mí, ahí… me ha susurrado «¡Vais a morir!».
Jean miró a su alrededor conmocionado. El vigía se desangraba luchando por respirar. Los sargentos comenzaron a recular. Uno de ellos alzó el índice y dijo:
– ¡Mirad!
Unas extrañas luces comenzaron a encenderse frente a ellos en el bosque.
– Es Arriaga -dijo el sargento más joven-. Yo lo escuché, en el calabozo, juró que se vengaría. Ha vuelto desde la muerte a por vos.
– ¡No seáis ignorantes! -gritó Jean tomando su cinto del suelo y desenvainando la espada. Entonces se oyó el zumbido de una saeta que surgió de la oscuridad para clavarse en la frente de uno de los sargentos. Antes de que pudiera darse cuenta Jean, los dos soldados restantes huyeron monte a través gritando:
– ¡Es su fantasma! ¡Es su fantasma!
Al momento, una figura andrajosa se perfiló delante de la hoguera. Portaba la espada delante de sí, sujeta con las dos manos, y tenía las piernas abiertas, en posición de combate.
– ¡Lo veo y no lo creo! -dijo Jean-. ¡Maldito y taimado hijo de puta!
La aparición se acercó lentamente. De Rossal volvió a hablar:
– Claro, el cuerpo que se estrelló contra las rocas era el del otro preso, el timador. Esa perra os ayudó… Debí suponerlo… Es igual, os alcanzarán. La orden es poderosa y poseemos encomiendas en todas partes.
– Vais a morir -dijo Rodrigo-. Como Lorena Saint Claire, vuestro padre o André de Montbard. Y disfrutaré haciéndolo.
Jean quedó perplejo ante aquellas noticias, como el que encaja un golpe.
– Vamos, vamos -contestó el comendador de Chevreuse bajando su espada y apoyándola en el suelo-. Los dos sabemos que éste es un combate desigual. No peso ni la mitad que vos, sois soldado y mi cargo, puramente administrativo, me ha impedido entrenarme en los últimos cinco años…
– ¿Y?
– Que no mataréis a un hombre que no va a luchar con vos.
– Creéis conocerme muy bien.
– Por eso os amaba, amigo.
– Hijo de puta.
Estaban situados frente a frente. Rodrigo quedó mirando a su viejo camarada. Parecía cansado, muy cansado. No era la clase de hombre que mata a un tipo indefenso. Entonces se giró y justo cuando parecía que iba a alejarse dio la vuelta lanzando un mandoble de revés que seccionó de golpe la cabeza de Jean de Rossal. La testa del templario rodó por el suelo golpeando la tierra con un ruido sordo que lo transportó al pasado. La detuvo pisándola con el pie y entonces se fijó en el cuerpo de Jean boca abajo. Una mano a la espalda escondía la daga traicionera que iba a utilizar contra él.
– Consumatum est -dijo satisfecho.
Entonces pensó. ¿A dónde iría? No podía ir hacia Roma, tenía que recorrer el camino hacia atrás y era evidente que de aquella dirección vendrían partidas en su busca. ¿A París? Imposible. Allí el Temple le encontraría enseguida. A sus tierras de Benasque no podía ni acercarse. El Temple estaba en todas partes. Ni luchando contra el moro en Aragón y Castilla lograría deshacerse de ellos, lo perseguirían sin descanso toda la vida, como sabuesos que hallan el rastro de una presa y no se rinden hasta verla muerta.
«El Temple está en todas partes», pensó otra vez.
¿En todas?
Las palabras de Jean de Rossal junto al fuego vinieron a su memoria: «El barco parte al mediodía y no quiero llegar tarde. Nadie me conoce allí y no querría comenzar el viaje dando una mala impresión».
Se encaminó hacia el equipaje del muerto.
Llegó a La Rochelle poco antes del mediodía y encaminó su caballo directamente hacia el puerto. Una vez allí, no le resultó difícil encontrar la enorme embarcación.
Bethania se llamaba aquel barco inmenso, de recia madera negra, como un fantasma oscuro, fuerte, con cuatro palos e inmenso velamen. Era aún más grande que las otras dos naves que surcaban el Atlántico hacia las tierras ignotas del oeste. Aquel barco no tenía remos a babor y estribor, sólo navegaba a vela. Su casco era colosal y se hundía en gran medida bajo el agua. No era una embarcación tan marinera como una galera, pero estaba diseñada para atravesar las frías y revueltas aguas del océano cubriendo amplias distancias. A su lado permanecían ancladas La Madeleine y La Petite Marie, ambas embarcaciones templarías que, aun siendo más pequeñas, eran el mismo tipo de nave que la Bethania, una nueva clase que llamaban galeón.
Rodrigo, que se había cortado el pelo a la manera militar con su cuchillo, se presentó ante el capitán vestido de templario y mostrando la credencial de Jean de Rossal.
Bernard, el hombre al mando de la nave, al igual que los capitanes de las otras dos naves, era un templario. La orden se había encargado de bragarlos, a ellos y a sus tripulaciones, pues no podían confiar en gente ajena al Temple y por ello las tripulaciones de aquellos tres grandes barcos estaban integradas por armigueros, sargentos y caballeros de la orden. Rodrigo supo por su capitán que en cada barco viajaban siete caballeros y que él, Jean de Rossal, estaba al frente de la expedición. Entonces se presentó a bordo el capitán de La Madeleine disculpando a su colega de La Petite Marie, Antoine Vallat, que se hallaba indispuesto. Según supo Rodrigo era un viejo conocido de Jean de Rossal que deseaba verlo lo antes posible y le pedía excusas por no haberse podido presentar al tener suelto el estómago. Rodrigo ordenó que las naves partieran de inmediato pese a que su capitán aconsejaba esperar a que mejorara el tiempo. No podía permitirse un encuentro con Antoine Vallat. Le descubrirían.
Durante los días siguientes pensó en su situación. Nadie conocía a Jean a bordo, así que hasta que llegaran a su destino podía estar tranquilo. Maduró su plan. Al llegar, ordenaría que la Bethania desembarcara primero. Así se aseguraría poder escapar antes de que ese tal Vallat pusiera el pie en tierra firme. ¿Cómo serían aquellas tierras? ¿Podría perderse en ellas y sobrevivir? ¿Hallaría a aquellos salvajes de los que le habló Alonso Contreras?
Después de trece días de navegación llegó la calma: una total ausencia de viento, una tranquilidad que aflojó las velas y detuvo el avance de los barcos. Una mañana escuchó voces al despertar, se levantó frotándose los ojos y cuando salió de su camarote se dio de bruces con un tipo que resultó ser Antoine Vallat. Aprovechando la calma chicha, se había acercado en un bote a saludar al jefe de la expedición.
– Éste no es Jean de Rossal -dijo.
Rodrigo no tuvo tiempo de reaccionar. ¿A dónde iba a ir? ¿Cómo escapar en medio de un barco?
Rápidamente se vio rodeado. Alzó los brazos mostrando a las claras que se entregaba.
– ¿Quién sois entonces?
– Me llamo Rodrigo Arriaga. Dadme un vaso de vino y os contaré.
Había llegado bastante lejos pero supo que su aventura terminaba allí. Era obvio que iban a torturarle para saber qué había hecho con Jean de Rossal, así que se lo contó todo. El capitán y Vallat se miraron cuando Rodrigo les relató lo ocurrido. Sin duda, Arriaga era una buena captura. Aquello les haría progresar en la orden. Rodrigo pensó que al menos faltaba más de un mes para la vuelta; quizá podría escapar al tocar tierra, de no ser así se quitaría la vida antes de que lo llevaran de nuevo a Francia. Quedó recluido en la bodega, hacia la proa, en un pequeño hueco que quedaba delante de los caballos, que habían introducido allí abriendo la tripa del barco y sellándola con brea.
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