Jerónimo Tristante - El tesoro de los Nazareos

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Rodrigo Arriaga es un caballero huido de la corte que se esconde en los Pirineos aragoneses y nada quiere saber de la corte ni de su antigua, y secreta, profesión. El que fue el mejor espía de su tiempo se oculta en un recóndito pueblo y ha renegado de su pasado como favorito del Rey. Sin embargo, las cosas cambian cuando Silvio de Agrigento, al servicio del Papa, llega buscando a Arriaga a su escondite. La Santa Sede tiene una propuesta que hacerle y Rodrigo, llevado por la necesidad de dar paz a los restos de su amada -quien murió en desgracia y a quien se le concedería una bula para ser enterrada en Campo Santo-, no podrá por más que aceptar.
Su misión consistirá en infiltrarse entre las filas de la orden del Temple, convertirse en uno de ellos, ganarse la confianza de cada uno de esos soldados de Dios y descubrir qué ocultan bajo su fachada de bondad y caridad. Roma tiene fundadas sospechas sobre las actividades y objetivos de estos caballeros y Rodrigo será el encargado, en un viaje que le hará recorrer Europa, de destapar la verdad.

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– Decidieron esperarme en La Rochelle y hacerlo allí.

– Exacto. Pero desaparecisteis.

– Ya.

– Debo decir que sois bueno, vuestros predecesores apenas duraron unas semanas. Los descubrimos enseguida y pagaron por ello, creedme. Pero vos… hubierais servido bien a la causa.

– No me agrada vuestro proyecto. Sois unos locos.

– No tenéis ni idea.

– Sé más de lo que pensáis.

– ¿Sí?

– Sí, sólo me queda una duda…

– ¿Cuál?

– ¿Por qué os creéis descendientes de los nazareos?

Jean quedó pensativo por un instante. Parecía sorprendido. Entonces dijo:

– Total, sois hombre muerto. Os lo explicaré. Como ya sabéis, en el antiguo Israel había una casta que se encargaba del Templo: los sacerdotes. Eran todos de familia real, de la estirpe davídica, y no se mezclaban con los descendientes de las otras tribus; había que mantener la semilla pura. Para ello, los niños y niñas que iban a servir en el Templo eran educados allí. Cuando una niña alcanzaba la edad fértil, era fecundada por uno de los sacerdotes que eran considerados hombres santos, ángeles. Así ocurrió con una joven de trece años, María, que recibió la semilla de un sacerdote llamado Gabriel…

– ¡El arcángel Gabriel!

– Y fue dada en matrimonio a un hombre ya anciano para que el niño creciera fuera del Templo hasta la edad de doce años, según la costumbre. Cuando los vástagos cumplían esa edad eran devueltos al Templo y allí eran instruidos por los otros sacerdotes. María tuvo otros cuatro hijos más.

– ¿Estáis negando que Nuestra Señora concibió del Espíritu Santo?

– ¿Queréis conocer la historia o no?

Rodrigo guardó silencio.

– Jesús volvió a los doce años, vivió en el Templo y alcanzó bastante influencia. Pertenecía a los nazareos y alcanzó el grado máximo de iluminación.

– Era un resucitado.

– Exacto, era un hombre santo, de Dios y de la ley, había seguido los ritos necesarios para vencer su lado humano y las tentaciones del mundo, un iluminado que resucitó y vestía de blanco. Eran tiempos de convulsión, las revueltas contra Roma eran continuas. Los judíos estaban convencidos de que vencerían al enemigo, no en vano eran el Pueblo Elegido. Como ya había ocurrido en el pasado, por muy mal que se pusieran las cosas, Dios vendría en su ayuda y terminaría arrasando las legiones del Imperio. Jesús era de linaje sagrado, se perfilaba como el Mesías, el futuro rey de Israel que habría de llegar según la profecía. Los romanos lo ejecutaron. Le sucedió su hermano, Santiago, de mayor predicamento entre los judíos. Fue entonces cuando se produjo la revuelta y Jerusalén fue arrasada. Santiago murió y algunos de los nazareos (no te olvides que hablamos de miembros de las élites, familias que dominaban Israel, con riquezas y recursos) decidieron que había que sobrevivir. Varias familias muy, muy ricas, ocultaron el tesoro del Templo, el legado y la sabiduría de su pueblo, bajo los subterráneos que habían sido excavados durante siglos. Se registró el lugar en que quedaba oculta cada vasija, cada pergamino y todo quedó anotado…

– En el Manuscrito de Cobre.

– Vaya, habéis avanzado de veras… Pues sí, en el Manuscrito de Cobre, que fue repartido entre dichas familias. Cada una de ellas conservó un fragmento para que ninguna pudiera hacerse con el tesoro completo del pueblo de Israel. Dichas familias huyeron a tiempo y emigraron a Occidente. Hicieron un juramento para restablecer la gloria del Templo de Yahvé y se perdieron, desperdigándose entre las naciones de Europa. Juraron pasar desapercibidos, asumir las religiones de los pueblos que les acogieran para no llamar la atención con una sola condición: que fueran religiones monoteístas. Pasaron las generaciones y el legado fue de padres a hijos. Así fue como me enteré yo. A la edad de veintiún años, mi padre me llamó y me contó esta historia. Recibí un anillo de oro que representa una de las columnas del Templo, Jaquín. Y así fueron pasando los años. Casi mil. Mil largos años. Un milenio. Cada familia conservó su fragmento del Manuscrito de Cobre como pudo. En algunos casos el resto correspondiente sufría deterioros por el paso del tiempo, y entonces las familias pasaban el texto a pergamino. Pero nunca, nunca, ninguna de ellas permitió que se perdiera esa valiosa información.

– Y dichas familias se mantuvieron en contacto.

– De manera muy discreta, sí. Entonces llegó el momento: los turcos conquistaron Jerusalén. El papa Urbano no había destacado por ser ni mucho menos un hombre brillante y no iba a pasar a la posteridad por su perspicacia. No fue difícil convencerle de que había que decretar la cruzada. Las familias se agruparon entonces en una organización secreta…

– El Priorato de Sión.

– Bien, Rodrigo, bien… Las familias ya tenían un candidato para reinar en Jerusalén: nada menos que un descendiente de Cristo, Godofredo de Bouillón.

– ¿De Cristo decís?

– No olvidéis que os he dicho que las familias eran todas de origen judío, miembros de la aristocracia y la estirpe real hebrea. La mujer de Cristo a la que vosotros conocéis como María Magdalena, pero que aparece también en los evangelios como María de Betania, la hermana de Lázaro, llegó a costas francesas acompañada por José de Arimatea. Desembarcaron cerca de Marsella y ella llevaba en su seno la semilla de Jesús, un descendiente de la estirpe davídica, de la realeza judía. Los descendientes de Cristo se emparentaron con la nobleza local y crearon una nueva dinastía, los merovingios: los monarcas ungidos. Roma los traicionó y fueron derrocados por los capetos, pero los descendientes de los merovingios, sobre todo varias jóvenes en edad de casarse, entroncaron con los verdugos, nada menos que la estirpe de Carlomagno. Así la Sangre Real llegó hasta nuestros días. Godofredo de Bouillón era un descendiente de los merovingios, un ungido. Vendió todas sus posesiones y se encaminó a la cruzada. El suyo era un viaje sin retorno; o victoria o muerte, no había vuelta atrás. Las familias habían acordado que sería el nuevo Rey de Jerusalén. Afortunadamente, todo salió bien. Se ganó la Ciudad Santa y las familias que lo habían apoyado reclamaron el pago acordado. Querían excavar bajo el Templo, había llegado el momento de juntar los fragmentos del Manuscrito de Cobre que había que traducir y hacerse con los tesoros. Godofredo no quiso saber nada del asunto. Las familias lo habían colocado donde estaba y así lo pagaba. Bloqueó el proyecto e hizo partícipe de todo al papa Urbano.

– Ambos murieron entonces, claro.

– Al momento. Las familias se encargaron de ello. Ninguno pudo disfrutar realmente del logro alcanzado. A Godofredo lo sustituyó Balduino, mucho más razonable. Él sí que nos dio permiso para excavar y entonces el Priorato decidió crear la Orden del Temple como tapadera. En aquel momento el más poderoso miembro de las familias era Hugues de Champagne, más rico que el Rey de Francia. Él fue quien sostuvo el proyecto en los primeros años. Lo demás, es una historia conocida por vos.

– ¿Y qué hallaron los nueve caballeros en el Templo? ¿Tesoros?

– Algunos, pero los más valiosos no eran el oro, los candelabros…

– ¿Las Tablas?

– En efecto, las Tablas de la Ley. En ellas está escrita la ecuación que regula este mundo. Son una fuente de saber eterno. No todo ha sido descifrado, pero tiempo al tiempo. Son un auténtico jeroglífico. La Cábala es la clave para desentrañar su código. De ella surgió nuestro conocimiento físico de este mundo, que es redondo… ¡redondo, Rodrigo! Puedes navegar hacia el este y aparecer meses después por el oeste. Conocemos continentes que los demás ni han soñado, vías de navegación, corrientes favorables… Todo, ¡lo sabemos todo! Sabemos cómo construir un templo para concentrar en él las fuerzas telúricas, conocemos los ritos esotéricos del antiguo Egipto, la Cábala, la gnosis, la vía a la iluminación… y apenas hemos traducido una décima parte de lo que había allí.

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