Jerónimo Tristante - El tesoro de los Nazareos

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Rodrigo Arriaga es un caballero huido de la corte que se esconde en los Pirineos aragoneses y nada quiere saber de la corte ni de su antigua, y secreta, profesión. El que fue el mejor espía de su tiempo se oculta en un recóndito pueblo y ha renegado de su pasado como favorito del Rey. Sin embargo, las cosas cambian cuando Silvio de Agrigento, al servicio del Papa, llega buscando a Arriaga a su escondite. La Santa Sede tiene una propuesta que hacerle y Rodrigo, llevado por la necesidad de dar paz a los restos de su amada -quien murió en desgracia y a quien se le concedería una bula para ser enterrada en Campo Santo-, no podrá por más que aceptar.
Su misión consistirá en infiltrarse entre las filas de la orden del Temple, convertirse en uno de ellos, ganarse la confianza de cada uno de esos soldados de Dios y descubrir qué ocultan bajo su fachada de bondad y caridad. Roma tiene fundadas sospechas sobre las actividades y objetivos de estos caballeros y Rodrigo será el encargado, en un viaje que le hará recorrer Europa, de destapar la verdad.

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– Esperad un momento -dijo el sargento adentrándose en la finca a través de un camino de tierra jalonado por altos cipreses.

La residencia de invierno de su Ilustrísima, el cardenal Lucca Garesi, gozaba de una privilegiada vista de Ostia, a un paso, como quien dice, de Roma. Estaba rodeada de amplios y cuidados jardines con estatuas de corte clásico. Hubiera podido pasar perfectamente por la vivienda de un patricio de la época gloriosa del Imperio romano. Al momento volvió el sargento.

– El secretario de su Ilustrísima dice que no os conoce. Volved por donde habéis venido.

– ¿Cómo? -repuso indignado el joven Tomás-. ¿Nos hemos jugado la vida por mi señor y ahora se niega a recibirnos? Es mi amo, yo vivía aquí. ¿Sois nuevo?

– Dejadme a mí, Tomás -contestó Rodrigo-. Mirad, hemos cumplido una misión para Silvio de Agrigento que podríamos calificar de delicada. No sé cómo dice que no nos conoce; él y yo sabemos que sí. Estuvo en mi casa y me hizo un encargo, lo he cumplido y exijo verle para que él decida qué hacer a continuación.

El sargento negó ladeando la cabeza a ambos lados.

– ¡Pues no nos iremos de aquí sin verle! -gritó Tomás.

– ¡Eso! -añadió Toribio.

El sargento hizo una seña a uno de los guardias, que fue a buscar refuerzos.

– No nos iremos. Esperaremos aquí toda la noche si es preciso -repuso Rodrigo muy convencido. La verdad era que aquello comenzaba a darle mala espina. ¿Por qué iba Silvio de Agrigento a negar que les conocía?

Llegaron tres hombres de armas más que pretendieron empujarles para que despejaran la puerta de acceso a los bellos jardines del cardenal Garesi. Al instante, y con la velocidad de un rayo, Rodrigo desenvainó y puso la punta de su acero en la nuez del sargento. Toribio y Tomás le cubrieron los flancos. Los otros cinco, espada en mano, los rodearon.

– Si vos o alguno de vuestros hombres hace un solo movimiento, caeréis el primero. Sólo queremos ver al secretario de su Ilustrísima. Será un momento y nos iremos. Estoy cansado de este negocio y quiero volver a casa a cuidar de mis vacas, pero antes debo hablar con Silvio de Agrigento. El futuro de la Iglesia corre peligro y él debe saberlo todo. Sólo hago mi trabajo.

Entonces oyeron voces y vieron a un hombre menudo que salía tras la fuente situada al fondo del camino de tierra. Vestía una sobria sotana de color negro y corría con los brazos en alto.

– ¡Por el amor de Dios! ¡Quietos, quietos! -gritaba alarmado.

Los guardias dieron un paso atrás. El sargento permanecía con las manos en alto amenazado por la espada de Arriaga en el gaznate.

– ¡Dejad pasad a estos señores! Arrigo, Pietro, haceos cargo de las monturas de estos viajeros -dijo batiendo dos palmadas que hicieron aparecer en escena a sendos criados.

Rodrigo envainó el hierro y el sargento le lanzó una mirada de odio que era toda una promesa. Caminaron acompañados por aquel tipo menudo que dijo llamarse Ambrosio Rosellini. Entraron en la lujosa casa con suelo y estatuas de mármol y los llevó a una sala amplia con espléndido suelo de madera. En el centro de la misma había una butaca, por lo que parecía una suerte de sala de audiencias. Los dejó a solas.

Al momento apareció Silvio de Agrigento acompañado por dos guardias. Vestía una túnica de terciopelo azul claro ceñida por un fajín de raso. Tomó asiento y saludó con la cabeza a los recién llegados.

– ¿Qué significa esto, jodido dómine? -dijo Arriaga.

Los dos guardias dieron un paso al frente, pero de Agrigento los frenó diciendo:

– ¡No! ¡Quietos! No pasa nada.

Volvieron a apostarse a su lado como dos perros fieles. Arriaga reparó en que el cura vestía unos muy costosos mocasines de piel, azules como su saya.

– Comprendo que estéis algo enfadados -comenzó Silvio de Agrigento-. Ambrosio no os conocía y por eso os negó la entrada; además, no os esperábamos, de haberlo sabido…

– Os envié una carta para que vinierais a La Rochelle.

– No pude, estaba ocupado.

– Yo también lo estaba, jugándome la vida por vos y vuestra Iglesia. Y mis dos amigos también.

– Lo siento, Rodrigo, pero me fue imposible acudir. Causas de fuerza mayor -Se hizo un largo silencio-. ¿Y bien? ¿Qué habéis averiguado? -preguntó Silvio de Agrigento.

Rodrigo comenzó a hablar:

– Teníais razón desde un principio. Existe una conspiración. Hugues de Champagne creó el mito de Bernardo de Claraval. De Champagne creó el Temple junto a su vasallo Hugues de Payns. Luego Bernardo, que ya había adquirido prestigio, dio una regla al Temple y lo apoyó sin condiciones. Desde mucho tiempo antes, en la abadía de Clairvaux se estaban traduciendo textos hebraicos. Hugues de Payns y su amo, Hugues de Champagne, fueron varias veces a Tierra Santa, buscando algo. Excavaron bajo las ruinas de la mezquita de Al-Aqsa durante nueve largos años sin admitir más adeptos y encontraron algo valioso. Volvieron a Europa y comenzaron, ahora sí, a reclutar a nuevos caballeros. Entonces desaparecieron siete sabios judíos de París. Ahora sé que fueron llevados a La Rochelle y obligados a traducir textos antiguos, no sé cuáles, quizá las Tablas de la Ley u otros pergaminos que no conocemos. Descubrieron rutas marítimas que llevan más allá del Atlántico, a tierras de donde traen oro y, sobre todo, plata a espuertas. Por eso son tan ricos, por eso florecen sus encomiendas, por eso tienen una buena flota para comerciar y enriquecerse más, por eso actúan como banqueros y su tesoro crece y crece… por la plata que traen de continuo. Hablamos de un grupo de familias europeas que se creen de alguna manera descendientes de una casta sacerdotal del Templo de los judíos, de una secta que se hacían llamar los nazareos que aunaron viejas enseñanzas egipcias y de la Cábala y que practicaban ritos esotéricos que nos son desconocidos. Cuando un adepto alcanzaba la gnosis, se decía que era un iluminado, un resucitado: Jesús lo era. Curiosamente estos conspiradores no piensan que Cristo fuera Dios. No sé muy bien cómo se enteraron de todo esto, de la ubicación exacta del tesoro bajo el Templo. Eso debía de estar registrado en el Manuscrito de Cobre, pero… ¿cómo se hicieron con él estas familias? El caso es que tienen, en efecto, un «proyecto»: quieren derribar el poder de la Iglesia de Roma y establecer un nuevo orden, un nuevo credo que aúne a los ya conocidos: judaismo, islamismo, cristianismo… Los cátaros están con ellos. He conocido a algunos iluminados, Bernardo de Claraval, Jacques de Rossal, André de Montbard… Son varias las familias implicadas en el asunto: la casa de Champagne, la de Saint Omer, Fontaine, De Rossal, Saint Claire, Montdidier e incluso la estirpe de los reyes de Jerusalén como Godofredo de Bouillón y el mismo Balduino. Todos se conocían y todos están en el asunto.

»Han construido una réplica del Templo de Salomón en Rosslyn, bajo la iglesia familiar. Supongo que pensaban guardar allí el tesoro, pero algo alteró sus planes: Robert Saint Claire lo echó todo a perder al volverse loco. Hubo un pequeño cisma en su cerrada organización, que de hecho aún podría ser utilizado por la Iglesia para darles el zarpazo definitivo. Están divididos, dudan. Desconozco dónde esconden ahora el tesoro, que quizá no sea de índole material; la Menorah, el Arca, el oro, las riquezas… Quizá sean manuscritos, las Tablas de la Ley, la ley cósmica que rige el mundo, el saber absoluto… No lo sé, quizás algún secreto inconfesable sobre la vida de Cristo. Sólo sé que les hace poderosos y que lo serán más. Les ha permitido descubrir nuevas tierras que les enriquecen con plata y oro. Deben de tener cientos y cientos de textos por traducir, por eso necesitan a gente que lea hebreo antiguo. Aún estáis a tiempo de detenerlos. Puede que dentro de unos años sea tarde, no sabemos a qué grandes secretos pueden terminar accediendo. Por eso crearon el Temple, una milicia, un brazo armado que los proteja y les permita imponer su credo llegado el momento. Roma no tiene ejército y ellos lo saben, depende de la ayuda del rey de Francia, del emperador del Sacrosanto Imperio Romano Germánico… pero ellos sí tienen un ejército, bien entrenado, bien formado, con la mejor flota de Occidente; son ricos, todos les deben dinero. Llegado el día se impondrán y no son trigo limpio, creedme, no dudan en eliminarse unos a otros, en matar a quien sea si eso favorece al proyecto. Dijeron haber matado ya a dos espías del cardenal Garesi y sabían que había otro infiltrado. Dijeron tener gente dentro de Roma que trabaja para ellos. Debéis actuar o será tarde.

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