Debía de ser pasada medianoche cuando se abrió la puerta de la cocina y un mendigo entró sacudiéndose el frío del cuerpo. Vestía apenas unos andrajos de color gris y una larga cicatriz surcaba su cara semicubierta por una capucha.
– ¿Quién sois vos? -dijo el desconocido a un tipo que vestía un delantal de carnicero y que se empeñaba, hacha en mano, en descuartizar un gorrino que yacía sobre la enorme mesa de roble.
– Yo, el cocinero de esta casa… ¿y vos? No queremos mendigos aquí.
El recién llegado lanzó un sueldo de oro sobre los restos de carne sanguinolenta y contestó:
– Sois nuevo, ¿no?
El tipo grandullón asintió.
– Bien, pues avisad a Beatrice. Decidle que está aquí quien ella sabe.
– Ah -repuso el cocinero de enormes bigotes-. Os esperaba, ella me habló de esto. Seguidme a un lugar más discreto.
Subieron al primer piso, donde las habitaciones, a través de la escalera. La posada permanecía a oscuras, en silencio.
– Me llamo Osvaldo -dijo el grandullón abriendo la puerta y encendiendo un candil con su palmatoria. El cuarto se iluminó débilmente-. Esperad aquí, mi amo también quería hablar con vos. Ahí tenéis una jarra con vino.
Rodrigo se quedó a solas, se sirvió un vaso que apuró de un trago y se sentó en una silla. Entonces reparó en que se hallaba en la estancia en la que se consumó la desgracia del joven Saint Claire. Recordó al burgués despanzurrado sobre la cama, la sangre y a Robert llorando acurrucado en un rincón.
Se tumbó en el lecho. Estaba exhausto.
Al rato pensó que había pasado mucho tiempo. ¿Por qué no venían Beatrice y su padre, Luis? Tardaban demasiado. ¿Quién era aquel tipo? Comenzó a sentirse mareado.
Una luz comenzó a encenderse en su antaño entrenada mente de espía. Decididamente había perdido facultades.
Escuchó pasos y ruido de armas en la escalera. Eran varios. Abrió los postigos para saltar por la ventana y vio las antorchas. Había más de quince sargentos esperándolo y tres templarios a caballo. Veía doble y le fallaban las piernas. Aquel fideputa lo había drogado. Temió por la suerte de Beatrice y su padre.
– Vaya, vaya. Excelente disfraz, Rodrigo -dijo Jean de Rossal-. Me alegro de ver que estáis de vuelta.
Arriaga se giró y vio a su viejo amigo con los brazos en jarras. ¿Cuántos hombres habían irrumpido en la habitación? Diez, quizá doce. No pudo llegar a desenvainar entre aquel gentío. Sintió que decenas de manos lo retenían. Vio la guarda de una espada venir hacia sus ojos. Sintió el golpe seco en el puente de la nariz.
Nada más.
Rodrigo despertó en uno de los calabozos del Château de la Madeleine. No había demasiada luz. Sintió unas intensas ganas de orinar pero al intentar levantarse comprobó que le habían encadenado al muro de piedra. Se ladeó un poco y orinó hacia su derecha. Cuanto antes eliminara aquel maldito veneno antes recuperaría sus facultades. Aún le pesaban los miembros y sentía la cabeza como embotada. Tenía sed. A su lado había una pequeña jarra de arcilla con agua. La tomó con ambas manos haciendo sonar los grilletes. Despedía un olor fétido. ¿Cuánto tiempo llevaría allí?
La tiró. Se moría de sed pero sabía que si bebía el contenido de la jarra le haría enfermar. Sólo le faltaba debilitarse más. Debía conservar todas sus fuerzas para aguantar lo que sin duda le esperaba. Era el procedimiento a seguir. Su vida no valía nada ya. Pensó en Beatrice, seguro que estaba muerta por su culpa; el padre de ella también. Al menos Tomás y Toribio estaban a salvo. Quizás algún día la cristiandad sabría de la conspiración gracias al libro que había recopilado el zagal. No podía respirar por la nariz y sentía un inmenso dolor bajo los ojos. Se palpó con cuidado y lanzó un alarido por la lacerante punzada que sintió. Tenía toda la zona inflamada: aquellos hijos de puta le habían roto la nariz.
La puerta de acceso al pasillo de las celdas se abrió y se oyeron pasos. Una figura vestida de blanco se plantó ante la enorme reja. Era Jean de Rossal. Un sargento que hacía las veces de carcelero abrió la celda y el comendador entró en ella.
– Dejadnos a solas -dijo con el tono del que está acostumbrado a mandar.
Jean esperó a que saliera su subordinado y tendiendo un pellejo a Arriaga dijo:
– Bebed.
El preso dudó.
– No contiene más que agua y algo de jugo de corteza de sauce para que os calme el dolor. ¡Bebed! Os hará bien.
Rodrigo tomó el odre y bebió ansiosamente.
– Me habéis hundido con vuestra traición -dijo el comendador.
– ¿Cómo? -repuso Rodrigo.
– Sí, yo avalé vuestra entrada en la orden, yo os apoyé para que os tuvieran en cuenta, para que fuerais ascendiendo… Esto me va a costar caro.
– Vaya, no os diré que lo siento, pero no me gustaría que os ejecutaran por ello.
– No temáis, no llega la cosa a tanto. Mi futuro era brillante, iba a llegar muy muy lejos y de momento me quitan de en medio enviándome a un lugar remoto.
– ¿A Tierra Santa?
– Ojalá -dijo Jean riendo con amargura.
– ¿A las tierras de más allá del mar?
Jean asintió:
– Sí, la orden quiere crear allí un emplazamiento permanente, obtener oro y plata durante todo el año. Hay un nuevo barco en La Rochelle…
– Lo vi.
– Pues parto en él en unos días. Me habéis hundido, Rodrigo. ¿Por qué lo hicisteis? Yo os quería.
Arriaga se quedó perplejo. ¿Había oído bien?
– Siempre os amé Rodrigo, desde nuestros tiempos de estudiantes. Vos hicisteis despertar en mí este instinto contra natura que me ha acompañado toda la vida.
– ¿Y Beatrice? ¿Dónde está? -preguntó Arriaga cambiando de tema. No le agradaba lo que acababa de oír.
De Rossal hizo un gesto inequívoco de fastidio.
– Vos la matasteis, claro -inquirió Rodrigo.
– Yo no fui. No me creáis tan mezquino. Yo sabía que volveríais a por ella. Nos hicimos con la posada y se les ejecutó por traidores. Al padre y a la hija. Pero a la chica la mató alguien… conocido.
– ¿Quién?
– ¿Y qué importa? ¿Os vais a vengar? Vuestro destino ha sido sellado. Sois hombre muerto. ¿Qué necesidad había de todo esto, Rodrigo? ¿Por qué? ¿Fue por dinero?
– Vinieron a reclutarme a mi casa del Pirineo. Aurora, mi amada, yacía en tierra no consagrada por suicida. La exhumaron y le otorgaron los últimos sacramentos.
Jean de Rossal soltó una carcajada sonora y amarga.
– Todo por una muerta. Vais a tener un fin horrible, amigo. Están furiosos con vos. Vienen de camino, creo que os quieren ver sufrir de veras. ¿Sabéis lo que habéis hecho al matar a Silvio de Agrigento? El Papa está harto de este asunto y ha nombrado sustituto a un hombre de hierro, el cardenal Augusto de Enzo, un antiguo dominico que nos perseguirá sin tregua.
– Me alegro.
– Todos mis superiores están furiosos. Silvio de Agrigento era un tipo manejable, sobre todo ambicioso, se podía negociar con él. La cosa se nos ha complicado. Me habéis arruinado la vida, Rodrigo, pero sé que os harán pagar por ello. Querrán saber del paradero del segundo libro.
– ¿Cómo sabéis eso?
– Lo sabemos todo.
– No sé dónde está. Si muero llegará a manos que hagan un buen uso de él.
Jean volvió a reír.
– No seáis idiota, Rodrigo.
– ¿Desde cuándo sabéis que estaba al servicio de Silvio de Agrigento?
– Fuimos tontos. Vuestro pasado como espía debía habernos hecho sospechar, pero yo estaba obcecado y convencí a los demás. Lo supimos en Escocia. Mi padre me escribió, dice que hubo una reunión en el Templo. ¿Acaso creéis que gente tan importante se reúne sin centinelas, sin escolta? Cuando se dio por terminada la misma salisteis por el túnel y uno de los vigías os vio. Se hizo evidente que erais el espía de Lucca Garesi. Por entonces, De Montbard os había encargado el trabajito de Robert Saint Claire, así que decidieron esperar a que cumplierais con vuestra palabra y matarais a aquel loco. Una vez completado el trabajo os eliminarían. No quisieron hacerlo allí porque hubieran despertado las sospechas de los Saint Claire.
Читать дальше