Jerónimo Tristante - El tesoro de los Nazareos

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Rodrigo Arriaga es un caballero huido de la corte que se esconde en los Pirineos aragoneses y nada quiere saber de la corte ni de su antigua, y secreta, profesión. El que fue el mejor espía de su tiempo se oculta en un recóndito pueblo y ha renegado de su pasado como favorito del Rey. Sin embargo, las cosas cambian cuando Silvio de Agrigento, al servicio del Papa, llega buscando a Arriaga a su escondite. La Santa Sede tiene una propuesta que hacerle y Rodrigo, llevado por la necesidad de dar paz a los restos de su amada -quien murió en desgracia y a quien se le concedería una bula para ser enterrada en Campo Santo-, no podrá por más que aceptar.
Su misión consistirá en infiltrarse entre las filas de la orden del Temple, convertirse en uno de ellos, ganarse la confianza de cada uno de esos soldados de Dios y descubrir qué ocultan bajo su fachada de bondad y caridad. Roma tiene fundadas sospechas sobre las actividades y objetivos de estos caballeros y Rodrigo será el encargado, en un viaje que le hará recorrer Europa, de destapar la verdad.

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– He preparado algo de vino para brindar -dijo ella señalando una pequeña bandeja de plata con dos pequeñas copas.

– ¿Qué hora es? ¿Cuánto tiempo ha pasado?

– Es más de medianoche.

– ¿Y Jean?

– Partió esta tarde hacia La Rochelle.

– ¿Lleva escolta?

– Cuatro sargentos. Bebed algo, os hará bien. Parecéis un pordiosero con las ropas del timador. Estáis verdoso. No todos los días se vuelve de la muerte.

Él se sentó delante de las dos copas. Estaba muy cansado.

– ¿Tenéis algo de comer?

– Unos frutos secos -dijo ella girándose hacia un aparador donde había una fuente con nueces y pasas.

Rodrigo hizo girar la pequeña bandeja de plata cambiando los vasos de sitio sin que ella le viera.

– Pero primero, brindad -repuso ella dejando el plato sobre la mesita, junto a las copas.

Alzaron los vasos.

– Por la venganza -dijo él.

– Por la venganza -añadió ella.

Bebieron. La joven preguntó:

– ¿Cómo lo habéis hecho? Debo confesar que no creía que pudierais conseguirlo.

– No ha sido una experiencia agradable, creedme. Es una vieja receta que me preparó un médico árabe en Toledo. Hace muchos años de aquello y me costó una verdadera fortuna. Según decía él, el polvo que ingerí este amanecer y que produce una muerte aparente, capaz de confundir a cualquier médico, fue ingerido por Jesucristo para engañar a los romanos y que le bajaran de la cruz. Como veis estoy acostumbrado a escuchar todo tipo de blasfemias… pero el caso es que es efectivo.

– ¿Y qué contiene?

– Nunca me reveló la receta exacta pero sé que hay huesos de animales, algunos venenos de serpientes del África y una toxina de un pez traído de más allá de la India, el pez globo.

– Nunca oí hablar de él.

– No os acostaréis sin aprender algo nuevo. ¿Qué veneno había en mi copa?

Ella lo miró con los ojos muy abiertos. Él sonrió. Lorena miró la bandeja. Comprendió.

– Sois bueno -dijo-. Habéis girado la bandeja y he bebido…

– Era evidente que no os interesaba dejarme vivo.

– Bastardo -repuso Lorena.

Entonces se dobló, atravesada por un profundo dolor.

– Es por Beatrice. Mi venganza.

Ella levantó la vista y lo miró implorante.

– Parece doloroso. Sólo tendréis la muerte que me habíais preparado -dijo él-. Beatrice era una joven inocente, trabajaba en la posada de su padre y no sabía de estas conspiraciones. No debíais haberla matado. Sé que ahora os arrepentís.

Comenzó a registrar la habitación ajeno a la agonía de Lorena, que emitía pequeños gemidos de dolor.

– ¡Aquí! -dijo Rodrigo sacando una llave de un pequeño arcón-. ¡Fantástico!

Entonces se acercó a ella, que yacía junto a una cortina, moribunda; un hilillo de sangre resbalaba de su boca y caía hacia un lado de su bello rostro. Se arrodilló junto a aquella pérfida mujer y le dijo al oído:

– Ah, se me olvidaba… Yo no maté a Robert, murió de manera natural. Os mentí.

– Hijo… de… puta… -le pareció oír que murmuraba mientras él abandonaba la cálida estancia.

Salió al exterior y bajó al patio. Tenía que darse prisa. Llegó a la muralla norte y luego a los calabozos. No había nadie de guardia, pues ya no quedaba allí preso alguno. Sacó la llave de Lorena y abrió la puerta que daba acceso al recinto secreto. Escaparía desde allí por el túnel que llevaba a la iglesia del pueblo. Cuando iluminó la pequeña estancia con la antorcha que portaba, quedó boquiabierto, pues estaba repleta de papeles, cajas y pergaminos.

El tesoro. El legado. Tenía que salir de allí a toda prisa si quería alcanzar a Jean de Rossal. Sólo había un pensamiento en su mente: venganza.

A pesar de ello no pudo evitar que la curiosidad lo hiciera detenerse un momento. Allí estaban los miles de documentos que el Temple había hallado bajo la mezquita de Al-Aqsa. Aquellos papeles les harían invencibles, conocerían secretos, armas, que les harían imponerse a toda la humanidad. Los odiaba. Habían matado a Tomás, a Toribio, a Beatrice…

Había miles de pergaminos, cajas añosas a punto de reventar con papiros en hebreo. El tesoro. Los secretos de una cultura antigua que se perdía en el tiempo, cuando los hombres veían la cara de Dios. La cara de Dios.

¿Podría hacerle llegar un mensaje al sustituto de Agrigento?

Imposible.

Además, aunque lo consiguiera, aquellos desalmados cambiarían el tesoro de sitio antes de que Roma pudiera hacerse con él.

Reparó en una caja de mayor tamaño. Tomó una lámpara de aceite de la pared y la colocó junto al cofre. La encendió. La caja era de roble y estaba adornada con pan de oro en los lados. Era pesada y apenas pudo moverla, pese a que no era demasiado grande. En aquella caja habían guardado las tablas, sin duda. En ausencia del Arca, aquel era el continente de las losas sagradas. La forzó haciendo palanca con la espada y fue sacando unos pesados volúmenes que había dentro, para hallar una bolsa aterciopelada que contenía algo pesado. La extrajo y se dispuso a abrirla.

– Aquí hay luz. ¡Venid! -exclamó una voz desde la galería de los calabozos.

Cuando se dio cuenta tenía a un templario tras de sí. No lo conocía. Sería nuevo en la encomienda. Rodrigo se dio prisa, golpeó el rostro del otro con la guarda de la espada y empujó la puerta, cerrándola de golpe.

– ¡La llave, la llave! -escuchó decir al otro lado.

El joven templario que había entrado en el cuarto acertó a levantarse y lo atacó con su daga. Arriaga lo atravesó de parte a parte con su espada y el otro se dobló como un junco apoyándose sobre él. Estaba muerto.

Le costó zafarse de su abrazo, así que le empujó con fuerza sacándole el hierro del cuerpo. El templario cayó con estrépito sobre el arcón reventando la lámpara de aceite. Su cuerpo y sus ropas prendieron como una tea. La inmensa caja que había contenido las tablas comenzó a arder y los pergaminos adyacentes se incendiaron inundándolo todo con mil lenguas de fuego. El sonido de la llave girando en la cerradura le hizo volverse, la puerta se abrió y vio cómo un pie y una mano se asomaban. Volcó unas cajas obstaculizando el portón. Detrás de él la estancia ardía. Tenía que salir de allí cuanto antes. Arrojó su antorcha a las cajas que obstaculizaban el paso tras la puerta y, esquivando las enormes llamas del arcón, huyó por el pasadizo. Volvió a por la bolsa de terciopelo.

– ¡Se queman los pergaminos, se queman! ¡Agua, por Dios, traed agua! -escuchó gritar tras la puerta.

El enorme resplandor que dejó tras de sí le hizo saber que aquella sabiduría robada del Templo se perdía para siempre. Debía darse prisa o le alcanzarían antes de salir de la iglesia del pueblo. Al menos el fuego los mantendría ocupados. Salió de la iglesia caminando junto a los muros, entre callejones. Nada. Ganó la oscuridad de los huertos, luego el bosque, y corrió hasta el pueblo más cercano, Saint Remi. Allí despertó al posadero, que al ver un sueldo de oro le ensilló su mejor caballo: un potro negro y brioso con el que voló hacia La Rochelle en mitad de la noche.

Consumatum est [18]

No le costó trabajo encontrar el rastro de Jean y los cuatro sargentos que le servían de escolta. Gracias a la bolsa de monedas siguió su camino, basándose en la información obtenida en dos posadas. Más adelante los leyó en el barro: había seis monturas. Jean llevaba dos caballos, uno para sí y el otro cargado con sus pertrechos. Los halló a media jornada del puerto de La Rochelle, acampados en mitad de un bosquecillo, en un claro. Estaban arrebujados bajo sus mantas alrededor de un fuego. Era noche cerrada.

– Mañana saldremos a primera hora -dijo De Rossal-. El barco parte a mediodía y no quiero llegar tarde. Nadie me conoce allí y no querría comenzar el viaje dando una mala impresión.

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