Yrsa Sigurðardóttir - Ceniza

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La violenta erupción de un volcán en Islandia obliga a desalojar una pequeña isla. Las cenizas y la lava sepultan una población. Sus habitantes se ven en la necesidad de iniciar una nueva vida en duras condiciones, y muchos abandonan la isla.
Treinta años después aquel trauma parece superado, pero el proyecto Pompeya del Norte decide desenterrar algunas de las viviendas. En las excavaciones de una de las casas, junto a objetos y utensilios cotidianos, se realiza un hallazgo sorprendente: cuatro cadáveres habían quedado ocultos por las cenizas todo ese tiempo sin que nadie sospechara de su existencia. Una abogada se ve forzada a investigar qué había ocurrido realmente con aquellos cuerpos y cómo habían llegado allí. La evidencia de un antiguo crimen hará aflorar una sórdida historia de violencia que parece no haber finalizado todavía, estremeciendo la aparentemente tranquila vida de un pueblo de pescadores.

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– No estoy preguntando por tu viaje la mañana del lunes -repuso Stefán-. Estoy preguntando por la noche del domingo. No hay más que dos horas de coche hasta el aeropuerto de Bakki, de modo que no nos dice nada que estuvieras allí a la mañana siguiente -Stefán levantó la vista, que tenía fija en un viejo informe-. ¿Puede confirmar alguien tu historia? ¿Echaste gasolina o te detuviste a comer por el camino?

Markús se removió en su silla, parecía estar intentando hacer memoria. Þóra esperaba vivamente que hubiera echado gasolina y hubiera parado en cualquier chiringuito a tomar un tentempié. Su deseo no se vio cumplido.

– No -dijo Markús-. Eché gasolina al salir de la ciudad, si no recuerdo mal -resopló, decepcionado-. Hace ya tanto tiempo…, pero creo que pasé por la gasolinera de Orkunn, en Snorrabraut.

– ¿Hacia qué hora fue eso?

– Hacia las siete, justo antes de las siete. No lo sé -respondió Markús, pero añadió entonces, muy molesto-: ¿No podéis comprobarlo en la cuenta de mi tarjeta de crédito? Casi todo lo pago con tarjeta.

Stefán no respondió, pero Þóra sabía perfectamente que la utilización de una tarjeta en una gasolinera de autoservicio no servía de coartada.

– Perdona -intervino Þóra-, ¿no sería más adecuado que tú demuestres que Markús estuvo en el lugar de los hechos en vez de que él tenga que intentar hacer memoria sobre una noche de domingo ya pasada? No dudo de que se habría fijado mucho más de haber sabido lo que iba a suceder esa noche -ahora fue el turno de Þóra de enviar a Stefán una sonrisa hiriente. Tenía la sensación de que le había salido bien, pero no duró mucho.

– Eso es precisamente lo que tenemos intención de hacer -dijo Stefán-, demostrar que Markús estuvo en el lugar de los hechos la noche de autos -miró a Þóra y luego a Markús.

– ¿Cómo? -dijo Markús, que ya parecía completamente fuera de sí-. Eso no puede ser -dijo luego con calma. Parecía demasiado confuso para enfadarse-. Eso no puede ser -repitió.

– Pero es así, a pesar de todo -dijo Stefán.

Þóra esperaba que estuviera haciendo referencia a los vasos de casa de Alda del sábado por la noche, o a alguna otra cosa que Markús hubiera podido tocar. Resultaba que las cosas no estaban tan bien.

– Tenemos un testigo que afirma haberte visto en el lugar de los hechos a la hora en que Alda fue asesinada, y además tenemos huellas biológicas tuyas en el cuerpo de ella. La comparación de estas muestras y las que proporcionaste voluntariamente en relación con los cadáveres del sótano lo demuestran indubitablemente.

Evidentemente, después del interrogatorio Markús no volvería a casa.

Tinna estaba tumbada en la cama con los ojos abiertos. Estaba cansada, pero sabía que durmiendo se consumían menos calorías que despierta. Por eso no tenía sentido ninguno acostarse cuando había luz. A través de la puerta cerrada oía a su madre ordenando. Era inaguantable que hubiera dejado de trabajar para ocuparse de Tinna, porque le hacía la vida imposible. Mientras su madre estaba fuera todo el día, era tan fácil decirle que se había comido lo que en realidad había ido a parar al cubo de basura… Ahora ya era imposible, porque su madre la vigilaba de cerca. La aspiradora hacía un ruido tremendo, como si se hubiera tragado algo enorme. Si todo fuera como antes, Tinna habría estado quitando el polvo o ayudando, pero ahora ya no tenía ganas. Estaba enfadada con su madre y eso era muy molesto. Su madre se había acercado a ella cuando estaba en el ordenador, un rato antes, absorta mirando una receta de cocina tras otra. Y su madre le soltó que haría mejor en comer algo en vez de estar pegada a la pantalla del ordenador mirando comidas. Las cosas que se dijeron acabaron con la madre llorando y Tinna desapareciendo en su habitación. Su madre jamás la comprendería, era inútil intentar explicarle cómo se sentía. Le apetecía la comida de la pantalla, más aún, le apetecía enormemente. En cambio, nunca caía en la tentación de la otra comida, porque se sentía mucho mejor después de rechazar aquellas cosas tan ricas que si se las hubiera comido de verdad.

La aspiradora se puso de nuevo en marcha y Tinna se tapó los oídos con las manos para apagar todo el ruido posible. Era una aspiradora prehistórica que una amiga de su madre le había regaló cuando la vieja se rompió definitivamente. Tinna intentó calcular cuánto tiempo tardaría su madre en acabar y salir. Siempre acababa las labores domésticas limpiando los suelos, de modo que debía de estar terminando ya. Entonces se iría a la tienda, aunque, antes de la discusión que habían tenido, le había pedido a Tinna que la acompañara. No pensaba hacerlo, desde luego, y Tinna estaba más que encantada. Así podría aprovechar el tiempo y pasarse un buen rato en la ducha y eliminar todas las huellas en el baño. No podía permitir que su madre se enterase de que se había vuelto a meter en la ducha, porque corría el riesgo de que se pusiera en contacto con el hospital y que la ingresaran otra vez. Porque ya sabía que Tinna se metía en la ducha para quitarse de encima las calorías, y cuantas más veces se bañara, de tantas más calorías podría librarse. Sintió que el deseo de empezar a frotarse aumentaba, porque seguía teniendo en el estómago el asqueroso jarabe del médico. Lo que más le apetecía era poder ir al baño a vomitar, pero sabía que no lo conseguiría. No, era mejor enviar aquella pizca de alimento por el desagüe de la ducha.

Recordó entonces que no hacía mucho tiempo huía de la ducha como de la peste, por miedo a que el agua pudiera meterle calorías a través de la piel. Ahuyentó esos pensamientos, pues siempre le resultaba desagradable intentar comparar las dos teorías. ¿Cuál de las dos era la verdadera? ¿Sería un error ducharse tan a menudo? Volvió a apretar los ojos y se quedó tumbada tapándose las orejas con las manos. A pesar del zumbido de la aspiradora consiguió estarse quieta como si ni siquiera estuviera allí. Había desaparecido y nadie volvería a torturarla empapuzándola de comida. Se quedaría allí tumbada, adelgazando. A lo mejor, al final podría llegar a ser como deseaba: delgada. Los demás no la comprendían, ni su madre ni los médicos. Su padre era el menos malo de todos, pues aunque muchas veces le decía que estaba demasiado flaca, no parecía tener suficiente interés por ella como para obligarla a comer. En casa de él decidía ella misma lo que comía. Varias veces había pasado todo un fin de semana en su casa sin comer prácticamente nada. Él ni se daba cuenta. En cambio su madre se daba cuenta de todo, y después de uno de esos fines de semana fue a consultar la manera de impedir que Tinna fuera a casa de su padre. Ahora ya no podía pasar más de cuatro horas seguidas en su casa.

Los pensamientos le inundaban la cabeza. La señora que fue de visita a casa de su padre. La casa de la señora. El visitante que salió a escondidas. El papel. La señora que se llevaron en la ambulancia tapada con una sábana blanca. La señora que habría podido ayudarla tanto. La señora que Dios había enviado desde el cielo para que Tinna pudiese estar flaca. La señora que hacía bellos a los demás y a quien Tinna le había encantado tal como era. La señora que la había abandonado. Tinna intentó no pensar en eso. Tenía que borrarlo todo. Uno, dos, tres… Se concentró en aquellos números sin sentido, no sabía si decirlos en voz alta o en silencio. Había llegado ya al treinta y cuatro cuando la pusieron una mano en el hombro y se llevó un susto. Abrió los ojos, aunque seguía con los oídos tapados.

– Vamos, Tinna -oyó decir a su madre, y aflojó la presión sobre las orejas-. Ahora te vienes conmigo. Voy a llevarte al hospital.

Tinna sacudió la cabeza y volvió a cerrar los ojos con fuerza. Notó cómo su madre le apartaba de los oídos sus dedos escuálidos para que la oyera. Su madre era mucho más fuerte y no servía de nada resistirse. Cuando Tinna llegara a ser tan delgada como quería, se volvería también increíblemente fuerte, y nadie podría forzarla a escuchar cuando a ella le apeteciera estar en silencio.

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