Þóra abrió los ojos y miró el mar en calma, una vista aún más bella que la de su descuidado jardín. Aquel verano, Þóra había decidido arreglarlo, pero iba atrasadísima. Había hecho mucho menos de lo que tenía previsto, aparte de cortar el césped. El seto tenía ya más altura que una persona, y no estaba nada bonito. Las ramas se extendían hacia el cielo en un caos total. Los macizos de flores no iban demasiado bien, por culpa de las malas hierbas. Comprendía perfectamente que ciudades enteras pudieran desaparecer bajo la espesa vegetación de las selvas tropicales, viendo lo rápido que crecía todo en aquella región casi polar. Se volvió hacia la casa y entró en ella. Ya se ocuparía del jardín el resto del año.
Había cuatro personas en la sala de espera y Þóra tenía la sensación de ser la única de todas ellas que realmente necesitaba visitar a un cirujano plástico. Había dos mujeres jóvenes que podrían tener un aspecto magnífico, si no fuera porque el cabello rubio descolorido no les hacía ningún favor. El cuarto era un hombre joven que Þóra era sencillamente incapaz de imaginar qué quería arreglarse. Por el bien de las mujeres islandesas, esperó en lo más hondo que no estuviera camino del cambio de sexo y que no se encontrara allí en aquel momento para acordar una implantación de senos. La sala de espera era muy sencilla, pero saltaba a la vista que la decoración había costado lo suyo. La comparación con el cuchitril que hacía las veces de sala de espera en el bufete de abogados era de risa, y demostraba de modo fehaciente que los cirujanos plásticos cobraban por hora más que los abogados. Eso tenía un significado claro, y es que a la gente le interesa más el aspecto que la reputación. Þóra miró el reloj de la pared, confiando en que le llegara pronto el turno; era un tanto desagradable estar sentada en una sala de espera sabiendo que los demás la estaban analizando e intentando adivinar qué clase de intervención era la que se quería hacer. Estaba ya casi a punto de hacerle una señal a una de ellas, que no hacía más que mirarle el busto, para decirle que allá cada uno con lo suyo, cuando apareció la secretaria y anunció a Þóra que Dís podía recibirla. Así que se levantó y siguió a aquella mujer delgada, vestida con minifalda y con unos zapatos de tacón tan altos que Þóra sintió dolor en los dedos de los pies. La comparación con el bufete regresó a su mente. Allí navegaba la fragata Bella con ropas góticas y una falda con raja que le llegaba hasta los pies.
– Sígueme -dijo la mujer morena, mostrando sus dientes de un blanco deslumbrante-. Que te vaya fenomenal -abrió la puerta del despacho y se dio media vuelta.
Dís estaba hablando por teléfono y le hizo una seña a Þóra para que tomara asiento. Luego colgó, se puso en pie y le estrechó la mano. Iba vestida con una camisa blanca entallada y pantalones negros que descansaban sobre su esbelta cintura con un cinturón basto que no pegaba nada con el resto de su ropa, que era de lo más chic. Þóra calculó que ambas tendrían aproximadamente la misma edad y se dio cuenta de que la doctora estaba en buenísima forma. El cuerpo no adquiría esas formas gracias al bisturí, sino que exigía sangre, sudor y lágrimas con un entrenador particular varias horas al día. Para una cirujana plástica, debía de ser imprescindible tener buen aspecto.
– Buenos días -saludó Dís, que pareció darse cuenta de que Þóra no quitaba los ojos de su cuerpo. Volvió a sentarse-. Perdona la espera, pensé que no iba a estar tan ocupada. Por regla general, a estas horas esto suele estar bastante tranquilo.
– No tiene importancia -dijo Þóra-. Te agradezco que hayas aceptado recibirme, pese a habértelo pedido con tan poca antelación.
– Me dio la sensación de que era importante -respondió Dís con una sonrisa apagada. Sus facciones no eran muy distintas a las de Þóra: pómulos altos y boca ancha. La boca encajaba especialmente bien con el cabello bien cuidado y un maquillaje muy delicado, mientras que Þóra se peinaba con una chapucera cola de caballo y solo utilizaba rímel-. Naturalmente, haré todo lo que esté en mi mano para ayudar a cazar a quien le hizo esa atrocidad a Alda. Vi en el periódico que tenían un hombre en prisión preventiva en relación con el caso. Espero que lo condenen a algo equiparable a esa monstruosidad.
Þóra carraspeó.
– Bueno, tengo que mencionar que soy precisamente la abogada del hombre que ha sido detenido -notó que aquello no era demasiado bien recibido. La amistosa mirada de la médica se endureció-. Él asegura que es inocente, y es indiscutible que la policía no dispone de muchos indicios que apunten a su culpabilidad. La prisión provisional que se ha decretado es infrecuentemente breve en relación con la gravedad del caso, lo que refleja las dudas del juez sobre la culpabilidad de mi cliente. Y es que hay muchas cosas que apuntan a su inocencia. Estoy buscando información que pudiera reforzar su defensa y al mismo tiempo quiero intentar saber quién pudo ser el auténtico asesino de Alda -Þóra respiró hondo-. Las personas que la apreciaban no pueden desear que se acuse a un inocente.
Dís guardó silencio. Miró pensativa a Þóra, que devolvió la mirada sin vacilar. Los músculos faciales de Dís se relajaron y volvió a parecer más tranquila.
– Naturalmente no es eso lo que quiero -dijo-. Que acusen a un inocente -añadió como para explicarse-. Digamos que estaría dispuesta a ayudarte en el caso improbable de que tu cliente sea inocente.
Þóra intentó no hacer más alegaciones a favor de Markús. No había ido allí a discutir, y su posición no se vería favorecida lo más mínimo llevándole la contraria a su interlocutora.
– Te lo agradezco -empezó con las preguntas para aprovechar el tiempo, pues la ocasión difícilmente volvería a repetirse. Todos los que aguardaban en la salita esperaban, sin duda alguna, para hablar con esa mujer sobre operaciones de estética, que eran mucho más importantes-. Cuando supiste que Alda había sido asesinada -dijo Þóra-, ¿pensaste en los posibles motivos, o en quién podría haberle querido hacer daño?
Dís no lo pensó mucho, pues respondió de inmediato:
– Tengo que confesar que no he sabido que se trataba de un crimen hasta esta mañana, cuando leí que habían metido en prisión preventiva a un sospechoso. Claro, yo encontré a Alda, y en aquel momento pensé que se había suicidado. Los suicidios no suelen aparecer en la prensa, de manera que me quedé muy extrañada cuando vi que en los periódicos se hablaba de su muerte. En realidad, no tengo ni idea de lo que sucedió desde que la encontré muerta. Nadie nos dijo absolutamente nada sobre el desarrollo de las investigaciones -se apresuró a añadir-, aparte de que ni siquiera imaginábamos que se trataba verdaderamente de un caso criminal.
– ¿A quién más te refieres? Pareces hablar de alguien además de ti -preguntó Þóra.
– Ah, sí, claro -se apresuró a contestar Dís-. Me refiero a mí y a Ágúst, mi socio en la clínica. Él también es cirujano plástico, y Alda trabajaba con nosotros.
– Comprendo -dijo Þóra-. Pero cuando has visto esta mañana que había en marcha una investigación por asesinato… ¿has tenido alguna idea de quién habría podido ser el culpable?
Las mejillas de Dís se ruborizaron un poco y dijo balbuceando algo de que no se le ocurría nadie en absoluto, pero enseguida añadió con tono interrogante:
– ¿Un ladrón, quizá?
– Bueno, no lo sé -repuso Þóra-. ¿La casa de Alda tenía algo especialmente atractivo para los ladrones?
– No, realmente no -respondió Dís-. ¿Esos tipos eligen sus objetivos o van a lo loco? -preguntó a continuación-. Naturalmente, Alda tenía todo lo que uno se puede imaginar que buscan los ladrones: televisión, aparato de música y, claro, algunas joyas. Esas cosas no serían de las más caras, seguramente, pero yo pensaría que quienes son tan miserables como para necesitar las propiedades de otros no deben de ser demasiado exigentes.
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