Yrsa Sigurðardóttir - Ceniza

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La violenta erupción de un volcán en Islandia obliga a desalojar una pequeña isla. Las cenizas y la lava sepultan una población. Sus habitantes se ven en la necesidad de iniciar una nueva vida en duras condiciones, y muchos abandonan la isla.
Treinta años después aquel trauma parece superado, pero el proyecto Pompeya del Norte decide desenterrar algunas de las viviendas. En las excavaciones de una de las casas, junto a objetos y utensilios cotidianos, se realiza un hallazgo sorprendente: cuatro cadáveres habían quedado ocultos por las cenizas todo ese tiempo sin que nadie sospechara de su existencia. Una abogada se ve forzada a investigar qué había ocurrido realmente con aquellos cuerpos y cómo habían llegado allí. La evidencia de un antiguo crimen hará aflorar una sórdida historia de violencia que parece no haber finalizado todavía, estremeciendo la aparentemente tranquila vida de un pueblo de pescadores.

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– No -dijo Tinna en voz baja, pero descubrió, al oír el estruendo que salió de sus labios, que en realidad lo había dicho gritando.

– Va a ser que sí -dijo su madre, que parecía triste-. Vendrás conmigo o tendré que llamar a una ambulancia. Tú decides -soltó las manos de Tinna y la miró. De pronto pasó los dedos por el cabello de su hija y al hacerlo cayeron unas lágrimas sobre sus mejillas-. Levántate, cariñito -dijo todavía sentado en el borde de la cama-. Tienes que venir.

Tinna pensó si sería capaz de decirle algo a su madre que la hiciera cambiar de opinión, pero enseguida se dio cuenta de que no serviría de nada. No era la primera vez que pasaba algo parecido. A lo mejor su madre le permitiría quedarse en casa si le contaba lo que hablaron su padre y la señora que fue a verle. Sobre todo si le contaba también que la señora había muerto y que a lo mejor su padre había tenido algo que ver. A lo mejor él conocía al visitante que salió a escondidas de casa de la señora. Quizá se podría descubrir con el papel. Salió pitando en el coche. La madre de Tinna no aguantaba a su padre, pero seguramente querría oír toda la historia. Sin embargo Tinna decidió no decir nada. Aunque su padre se preocupara poco por ella, tenía la ventaja de ser un tío estupendo, y además le había prometido que le iba a comprar ropa. Estaba esperando que le dieran un montonazo de dinero, y podrían ir juntos de compras por el centro. Si Tinna contaba lo que sabía, él se quedaría sin dinero y ella sin ropa. Su madre no le guardaría el secreto, seguro. Y no era nada divertido tener un secreto que supiera todo el mundo. No, era mejor levantarse y meterse en el coche. Podría intentar fingir que no le pasaba nada, y entonces el médico regañaría a su madre por andar haciéndole perder el tiempo, y le diría que Tinna sabía perfectamente lo que se hacía. Si no, podría intentarlo otra vez con eso de que el cuerpo era suyo y que no le obedecía más que a ella, y a nadie más. Ni a su madre ni a aquel médico de ojos rarísimos. Se incorporó y sacó las piernas de la cama. Su madre lloró aún más.

– Mira qué piernas, niña -dijo, tragando saliva. Se levantó y fue por delante-. Voy a por las llaves del coche. Ponte el chaquetón, está lloviendo -su voz sonreía, pero sorbió por la nariz.

Tinna se puso en pie con cuidado. Sintió un mareo. Bajo ninguna circunstancia podía desmayarse. Entonces la internarían en una planta y la tendrían allí mucho, mucho tiempo. Respiró con calma y luego se puso en marcha muy despacio y cogió el diccionario de inglés que le había regalado su tía por su confirmación. Pesaba mucho, así ayudaría a Tinna a adelgazar mientras llegaba al coche. Se sintió más contenta. En el hospital podría meterse en la ducha, y luego otra vez en el cambio de turno. Así que a lo mejor no era tan terrible.

Adolf dejó el teléfono y se puso a darle vueltas a la extraña enfermedad que aquejaba a su hija. No consiguió llegar a ninguna conclusión. La chica nunca había estado gorda; antes de enfermar, tenía un diminuto michelín de bebé, del que nadie se daba cuenta. Ahora era un esqueleto andante que se negaba a comer y si seguía así no conseguiría acostarse con un hombre ni pagando. No es que él pensara en eso con ella…, era demasiado joven y además era su hija. Pero eso formaba parte de las cosas de la vida que la esperaban, y lo mejor que la chiquilla podía hacer era ser consciente de que eso sería lo que pasaría si seguía con aquel rollo. La madre de Tinna estaba histérica en el teléfono, venga a repetir que la chica estaba tan enferma que su vida corría peligro. Él no se lo creía del todo…, sabía que al final tendría tanta hambre que se vería forzada a alimentarse. Claro que recordaba vagamente la historia, en una revista de cotilleos, de una modelo que había fallecido de anorexia, pero eso era algo completamente diferente. Esa mujer pasaba hambre por su trabajo, mientras que Tinna no tenía ningún motivo para hacerlo. De manera que al final se rendiría.

Se levantó del sofá y fue a la cocina a por un café, pero nada. Lo único que encontró fue un frasco de café instantáneo pasado de fecha desde hacía meses. Pese a ello, decidió preparar una cafetera grande con aquella porquería y tragárselo a toda velocidad, sin azúcar y sin leche. No le vendría nada mal estar bien despierto antes de hablar con su abogada. Había notado que desde que dejó de trabajar su entorno le prestaba menos atención y estaba más soporífero de lo que debía. Sin duda era porque él tenía tiempo de sobra, pero aquello significaba que lo dejaba todo para después y acababa siempre con prisas. Movió el cuerpo para que el café pasara pronto a la sangre. No recordaba quién había hablado de eso, pero lo cierto es que siempre parecía funcionar. Marcó el número de la abogada.

– ¿Sabías que ha muerto la enfermera que quería hablar conmigo? -fue lo primero que dijo la mujer, después de pasar a toda velocidad por las obligadas expresiones de cortesía.

– No -mintió Adolf. Había visto la noticia de la muerte unos días antes y le había resultado muy extraña-. ¿Importa?

La abogada carraspeó.

– Pues estaba segura de que sí, efectivamente -respondió-. Me pareció entenderle que tenía una información que sería muy favorable para tus intereses. Y no nos vendría nada mal algo así, te lo aseguro.

– Yo no violé a esa tía -dijo Adolf con rudeza. ¿Qué gilipollez era esa? Nunca le condenarían por aquel rollo completamente inventado.

– No me lo vuelvas a repetir más -dijo la abogada; su voz revelaba cansancio-. Si esa tal Alda hubiera testificado a tu favor, habría sido de la mayor importancia. Tú situación pinta bastante mal.

– ¿Cómo se puede denunciar una violación después de casi veinticuatro horas? -repuso Adolf, exaltado-. Si yo la hubiera violado realmente, se habría ido directamente a la policía o al hospital. No a su casa.

– Indudablemente, eso lo tienes a tu favor, pero tampoco es tan raro, de modo que no servirá. Recuerdo que tenía dolores y una hemorragia no explicada como consecuencia del acto sexual -Adolf prefirió no decir nada y guardó silencio, de modo que la abogada decidió continuar-. Seguramente sabes todo eso, así que no hace falta repetirlo más -calló un instante, pero como la respondió el silencio, siguió hablando-: Cuando me llamó esa tal Alda, dijo que quería charlar contigo antes de venir a verme. Intenté convencerla de que lo hiciera al revés, pero se mantuvo firme en su decisión. ¿Se puso en contacto contigo?

– No -mintió Adolf por segunda vez-. No, no me llamó.

– Pues aún peor-dijo la abogada-. ¿Estás completamente seguro? -su voz daba a entender claramente que no le creía, y a toda prisa añadió-: La cuestión es ahora solamente que Alda se hizo cargo de la chica cuando acudió a urgencias, de modo que lo que tenía que decirnos debía de ser de la máxima importancia. El informe del hospital es pésimo para ti, tal como están ahora las cosas.

Adolf ya sabía todo eso.

– Alda no vino, ya te lo he dicho.

– En realidad has dicho que no te había llamado, pero bueno… -la mujer seguía pareciendo poco convencida-. Ya me dirás si de pronto recuerdas alguna conversación telefónica o una visita de Alda a tu casa, algo que hubieras olvidado.

Adolf dejó que la indirecta le entrara por un oído y le saliera por el otro.

– No creo -titubeó un instante, pero continuó-: No estoy de muy buen humor. Mi hija está enferma y acaban de ingresarla. Su vida corre peligro -a juzgar por el silencio del otro lado de la línea, aquello había tenido cierto efecto sobre la abogada, que normalmente era siempre de lo más gélida-. Pero se recuperará. E incluso a lo mejor puede testificar ella…

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