– ¿Y? -preguntó Þóra-. ¿Qué contestó?
Bjargey frunció las cejas.
– Recuerdo que su respuesta, y el tono de su voz, me parecieron muy extraños, completamente ajenos a ella. Dijo que no iría allí ni para salvar su cabeza -Bjargey miró a Þóra-. Luego se echó a reír y dijo que había sido una broma -Bjargey se puso en pie-. No llegué a entender dónde estaba la gracia.
Stefán pensó que la melodía que sonaba en la radio no era precisamente la más adecuada en esos momentos, de modo que la apagó. Estaba en su despacho, aunque en realidad debería estar ya de camino a casa. Otro día más en que no lograba llegar a casa a la hora debida. Suspiró pesadamente en silencio. Mañana lo conseguiría. Su ascenso en la policía le exigía pasar más tiempo en el trabajo de lo que había imaginado al principio, y ya se le estaba haciendo demasiado pesado. Su mujer estaba convencida de que se pasaba las horas hasta la noche en su despacho tan contento, un día sí y otro también, y estaba de permanente malhumor. Stefán estaba ya más que harto de cómo iban las cosas en casa. Sobre todo le ponía de los nervios tener un límite de tiempo para poder meterse en la cama con su mujer cuando no llegaba a casa a la hora. Mañana volvería, como mucho, a las cinco. Definitivo. Pero era bastante habitual que en cuanto pensaba en irse a casa empezaran a llover toda clase de cuestiones urgentísimas. ¿Qué hacía entre las nueve y las cinco toda esa gente llena de problemas? Hacía un rato, a las cinco en punto, el médico forense había llamado para decirle que tenía los resultados del último análisis toxicológico de la enfermera fallecida. El forense pidió a Stefán que se quedara un momentito más porque tenía que acabar una cosilla en la sala de autopsias y que le volvería a llamar en cuanto estuviera de vuelta en su despacho, donde tenía el informe. Así que Stefán tenía que quedarse allí un poquito más, él solo, pero en vista de anteriores experiencias, llamó a casa para anunciar que se retrasaría. Había que aguantarse. Perdió la esperanza de encontrar un buen recibimiento al llegar a casa. Ya eran las seis y media cuando, por fin, llamó el forense y Stefán escuchó el frío tono de voz que tenían también él mismo y su esposa.
– Sé breve -dijo-. Ya se ha hecho muy tarde.
– No me digas -respondió el forense, tan molesto como Stefán. Calló y se oyó el ruido de escribir sobre un papel al otro lado de la línea. Fue directamente al grano-. Como recordarás, el primer análisis no proporcionó nada que pudiera indicar la causa de la muerte, que es lo que hemos intentado averiguar con este nuevo análisis. No sé hasta qué punto sabes de estas cosas, pero el laboratorio busca en primer lugar lo que pensamos que es más probable. Naturalmente, pedimos que examinaran en el laboratorio las sustancias activas, y luego añadimos nosotros otras sustancias habituales, pero no encontramos nada. En esta ocasión ampliamos el análisis. Además recogí muestras de tejidos y las hice examinar.
– ¿De qué tejidos? -preguntó Stefán. Lo que sabía de medicina forense cabía en la parte de atrás de un sello, pero no quería que el forense se diera cuenta. Esperaba que la pregunta no pareciese demasiado simplona.
– Tomé muestras principalmente de los sitios acostumbrados, pero lo más interesante resultó ser la muestra de tejido que tomamos de la lengua de la mujer -respondió el forense, y se le oyó pasar páginas-. Nunca había visto un cadáver con la lengua en esa posición, y sospeché que había algo raro.
– ¿Y? -preguntó Stefán, turbado. Por la voz del forense se percató de que estaba a punto de decir algo importante, y que disfrutaba el momento. Pero Stefán no tenía tiempo para ese género de cosas.
– Y estaba en lo cierto -dijo el forense con orgullo-. Esa mujer fue asesinada y la demostración se halla en su lengua -el ruido de los papeles cesó de pronto-. Se trata de algo muy poco frecuente. Vaya si lo es.
Stefán tomó aire y contó mentalmente hasta tres. No tenía tiempo para contar hasta diez.
– ¿Tienes intención de contarme ese asombroso descubrimiento o tengo que adivinarlo? -preguntó con la mayor tranquilidad que pudo.
– ¿Adivinarlo? -dijo el médico riendo-. Amigo mío, jamás conseguirías adivinarlo. La lengua de esa mujer había sido inyectada con bótox, y luego se la doblaron y la empujaron al fondo de la garganta -en vista de que Stefán no decía nada, añadió-: Precioso, ¿eh?
Stefán recuperó la palabra.
– Pero ¿el bótox no es un medicamento contra las arrugas? -no tenía demasiado interés por las arrugas, pero su mujer destrozaba todo programa de televisión que él se pusiera a ver con constantes observaciones de que esa o aquella actriz se habían inyectado bótox-. Paraliza la piel o algo por el estilo, ¿no es eso?
– En realidad paraliza el músculo -respondió el forense-. Ese medicamento, o como quieras llamarlo, tiene que ver con al botulismo, que es una intoxicación alimentaria que puede producir precisamente una paralización letal. El bótox posee las mismas propiedades e impide que la señal se transmita a las terminales nerviosas de los músculos de la parte superior del rostro, evitando así que se encojan. El efecto permanece durante varios meses, pero es necesario volver a inyectarlo si el paciente quiere seguir conservando un rostro juvenil. La sustancia en sí da unos resultados magníficos, aunque en este caso se haya utilizado de una forma bastante perversa y muy poco ortodoxa.
– ¿De modo que se le paralizó la lengua? -preguntó Stefán, aunque la respuesta era evidente-. Se la metieron en la garganta y se asfixió, ¿no es así?
– Imagino que esa era la intención -dijo el forense-. Pero la cuestión es que el bótox necesita varias horas para actuar por completo, incluso algunos días, aunque el movimiento muscular, en todo caso, resulte muy difícil desde el primer momento. Creo que el asesino se hartó de esperar y por eso le metió la lengua en la garganta. La mujer fue incapaz de volver a ponerla en su sitio, pues la actividad muscular de la lengua estaba muy disminuida. Tenía moretones en los brazos, lo que podría indicar que la tuvieron sujeta -el forense calló por un momento-. Tengo que repasarlo todo a la luz de estos nuevos datos. Entonces es posible que encuentre algo más que nos permita elaborar un cuadro más preciso de lo que sucedió.
– Pero ¿es tu opinión firme que se trata de un homicidio? -dijo Stefán-. La mujer era enfermera y podría habérselo hecho ella sola. La gente hace de todo cuando se encuentra desequilibrada.
– Queda excluido que haya podido hacérselo ella sola -respondió el forense con decisión-. Las marcas que tiene en los brazos no permiten pensar que buscara ese fin. Así que todo dice, en mi opinión, que intervino alguien que intentó hacer que pareciese un suicidio, pero le entró pánico y no tuvo el cuidado necesario. A lo mejor son solo una consecuencia del medicamento, pero los vómitos que había en la habitación indican que su estómago no soportó aquel horror y se soltó por culpa del tóxico.
– Y daba la casualidad de que el asesino llevaba bótox en el bolsillo -dijo Stefán. Su mente no hacía más que darle vueltas a todo.
– Bueno, como dijiste tú mismo, la mujer era enfermera y la cirugía plástica no le resultaba desconocida en absoluto, como se puede comprobar en su cuerpo -dijo el forense-. A lo mejor el bótox que utilizó el asesino era de ella. A lo mejor, la idea era evitar los vómitos. Cerrarles el paso.
– No sé si lo sabes, pero ella trabajaba en una clínica de cirugía estética -dijo Stefán-. Tal vez sacó el bótox de allí para tener en su propio botiquín, por si de pronto le aparecía alguna arruga.
– Puede ser -dijo el forense, pensativo-. Pero dudo mucho que le hayan dado su propia provisión. No es una sustancia que se utilice en casa. Aunque nunca se puede saber si el cirujano plástico para el que trabajaba pasó por allí -gruñó-. Ni es oportuno ni está entre mis atribuciones pensar en posibles culpables. Mi trabajo consiste en hallar la causa de la muerte, y creo que ahora la sé. Un homicidio intencionado, en el que se asfixió a la mujer de una forma muy poco habitual. Mi informe estará sobre tu mesa mañana al mediodía. Lo mejor es que me ponga a trabajar.
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