Yrsa Sigurðardóttir - Ceniza

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La violenta erupción de un volcán en Islandia obliga a desalojar una pequeña isla. Las cenizas y la lava sepultan una población. Sus habitantes se ven en la necesidad de iniciar una nueva vida en duras condiciones, y muchos abandonan la isla.
Treinta años después aquel trauma parece superado, pero el proyecto Pompeya del Norte decide desenterrar algunas de las viviendas. En las excavaciones de una de las casas, junto a objetos y utensilios cotidianos, se realiza un hallazgo sorprendente: cuatro cadáveres habían quedado ocultos por las cenizas todo ese tiempo sin que nadie sospechara de su existencia. Una abogada se ve forzada a investigar qué había ocurrido realmente con aquellos cuerpos y cómo habían llegado allí. La evidencia de un antiguo crimen hará aflorar una sórdida historia de violencia que parece no haber finalizado todavía, estremeciendo la aparentemente tranquila vida de un pueblo de pescadores.

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– Así es -dijo Bjargey, y carraspeó-. El asuntó está aún en estudio, tanto internamente como en otros sitios, de modo que no puedo decir mucho sobre ese tema.

– ¿Así que Alda no dejó de trabajar por las buenas? -preguntó Þóra-. No había sacado esa impresión de mi conversación con la enfermera jefa.

– Por las buenas y por las malas, todo junto -dijo Bjargey sin comprometerse-. Se produjo una situación en la que ni ella ni yo podíamos conformarnos, de modo que acordamos que se tomaría una temporada libre hasta que se solucionara el tema -volvió a juguetear con la horquilla, que, sin embargo, parecía perfectamente sujeta-. La decisión se tomó totalmente por las buenas. Estoy convencida de que Alda habría vuelto si no hubiera pasado lo que pasó.

– Comprendo -dijo Þóra-. Dijiste que se estaba realizando una investigación interna y también en otro sitio. ¿Eso se refiere a un caso policial o a una cuestión de reparación de daños? -Þóra intentó imaginarse qué delitos podían realizarse en los hospitales-. ¿Tuvo Alda algún error serio en el trabajo? ¿Robó medicinas? ¿O…?

Bjargey guardó silencio un momento, parecía reflexionar cuál sería la mejor forma de responder, e incluso si debía hacerlo o no. Cuando volvió a hablar, se expresó como sopesando cada palabra que decía:

– Alda no está acusada de un error en el trabajo ni de haberse llevado medicamentos sin permiso. El asunto no tiene nada que ver con eso. Lo que es objeto de discusión es si se comportó de la forma conveniente, aunque esa conducta presuntamente indebida tuvo lugar fuera de las horas de trabajo y no tiene relación alguna con esta institución. Pero no resultaba adecuado que en esas circunstancias continuara trabajando aquí.

Þóra no comprendía ni jota.

– No acabo de entender adonde quieres llegar -dijo con una sonrisa apagada-. ¿No podrías explicármelo un poco mejor?

– No -respondió Bjargey, ahora sin titubeos-. Eso no tiene nada que ver con el fallecimiento de Alda y no veo que el secreto que estás intentando desvelar tenga tampoco relación alguna con ello -no la miró a los ojos al decirlo, pero sí cuando prosiguió-: Lo siento. El asunto es delicado.

Þóra se dio cuenta de que aquello significaba que no debía seguir intentándolo.

– No importa -dijo-. Pero para volver a lo que me ha traído aquí, ¿sabes de alguien a quien Alda hubiera conocido bien en las guardias, aunque su relación no hubiera llegado a ser íntima?

Bjargey sonrió a Þóra con la sonrisa de quien cree estar hablando con un tonto.

– ¿Has venido alguna vez a urgencias por la noche o en fines de semana?

– No, a decir verdad, no, pero sí que vine un par de veces con mis hijos, cuando eran pequeños. Y siempre durante el día, naturalmente.

– No es comparable -dijo Bjargey-. Alda trabajaba en las guardias más difíciles y molestas, cuando la planta se llena de individuos borrachos como cubas y cretinos que no paran de vomitar o que se han herido, o de víctimas que llegan aquí destrozadas a palos o rajadas. Intenta imaginarte a ti misma trabajando con esa gente armando escándalo por todos lados. Los borrachos son terriblemente impacientes y si tienes a varios esperando, la situación en la sala de espera llega muchas veces al punto de hacerse peligrosa, por no hablar del horror de tener que escuchar los chillidos y las protestas continuos. No queda tiempo para la charla ni para las confidencias. Eso está más que claro.

– Ah, vaya -dijo Þóra, que comprendía perfectamente que un lugar de trabajo lleno de borrachos no sería un modelo de orden. Ciertamente, a lo largo de los años Hannes le había contado algunas cosas, de manera que las palabras de la enfermera no la pillaban totalmente por sorpresa-. Así que Alda era buena trabajadora -dijo Þóra-. ¿Estaba encargada de alguna tarea en especial o se dedicaba al trabajo general de enfermería?

Bjargey miró a Þóra otra vez como si fuera dura de entendederas.

– Alda solía encargarse de lo que había. Era una magnífica enfermera y, naturalmente, tenía gran experiencia en curas delicadas, por su trabajo con los cirujanos plásticos. Los médicos recurrían a ella para que les ayudara a la hora de coser heridas y cosas así. También era una persona muy equilibrada y madura, de forma que era muy amable siempre que había que hablar con alguien en aquel tremendo barullo y anotar los informes de incidencias. Era especialmente hábil con las mujeres -dijo Bjargey, que miró su reloj. El mensaje era obvio: Ya es suficiente. Volvió a mirar a Þóra-. Afortunadamente, las mujeres frecuentan este lugar el fin de semana mucho menos que los hombres, pero los porcentajes de uno y otro sexo se van aproximando progresivamente cada fin de semana que pasa. Por desgracia.

La igualdad parecía ir más en la dirección de los aspectos más tenebrosos que hacia los más valiosos, pero Þóra no ignoró el comentario.

– La hermana de Alda me dijo que intervenía en casos de violación y que, entre otras cosas, eso la llevó a tener que testificar en los tribunales. ¿Es así?

Por primera vez desde el comienzo de la conversación, Bjargey titubeó por un instante, pero enseguida dijo:

– Como te he explicado, Alda venía principalmente por las noches y los fines de semana, que es precisamente cuando se comete la mayoría de delitos violentos. Como ella tenía un temperamento especialmente amable y tranquilizador, acudía con frecuencia a reconocer y atender a las chicas y las mujeres que se habían visto sometidas a esa infamia. Hacía un seguimiento de las víctimas tan amable que hasta se creaba una relación de confianza entre ellas y Alda. Para las mujeres es infinitamente mejor no tener que hablar de ese asunto con muchas personas.

– Naturalmente -dijo Þóra-. ¿Cómo se realiza el seguimiento?

– Variaba mucho -respondió Bjargey-. No siempre es posible fijar horas de consulta, pues una parte de las mujeres entran en crisis psicológica y no soportan una reunión cara a cara. Naturalmente, se intenta prever esta circunstancia y tomar medidas, pero en algunos casos especialmente serios se tiene que recurrir al teléfono. Alda era una de las pocas que no tenían objeción a dar su número de teléfono personal a esas mujeres, y las aconsejaba y apoyaba telefónicamente -Bjargey se apresuró a añadir-: Naturalmente, le pagaban por ello, y hacía un resumen exhaustivo después de cada conversación telefónica y rellenaba los informes oportunos -Bjargey miró el reloj de la pared-. ¿No sería ya hora de ir acabando?

– Sí, claro; solo una última cuestión -dijo Þóra-: ¿habló Alda alguna vez de las Islas Vestmann o de la erupción de 1973?

Bjargey se incorporó, pensativa.

– No, no que yo recuerde -dijo-. Bueno, en realidad estuve trabajando con ella el día de la fiesta del comercio el año pasado, y entonces sí que se mencionaron las islas. Recuerdo que me dijo que ella era de allí -se apresuró a añadir-. A diferencia de otras fiestas, la del comercio es relativamente tranquila en la ciudad. Tuvimos una guardia bastante reposada y pudimos charlar.

– ¿Recuerdas algo de lo que hablasteis? -preguntó Þóra con mucho tacto. Estaba segura de que la mujer pondría punto final a la conversación en aquel mismo instante si aludía a la cabeza cortada-. ¿Mencionó quizá por qué nunca volvió a su lugar de nacimiento?

Bjargey sacudió la cabeza.

– No, creo que no -respondió-. Se limitó a explicar cómo era la gente que vivía allí. Me habló de las tiendas de campaña blancas que levantan los isleños en la fiesta anual, y cosas de esas. No recuerdo que me dijese que no iba mucho por allí -parecía que Bjargey no iba a cambiar de opinión, cuando de pronto añadió-: En realidad, lo cierto es que le pregunté si no le apetecía ir para allá. Porque yo habría podido encontrar alguna enfermera que la sustituyera.

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