– Lleva usted razón, quien tiene el poder no debe consentir que los demás conozcan sus puntos flacos.
– ¡No lo hago por eso! A mí el poder no me importa demasiado, más tranquila estaría sin él. Lo que ocurre es que siendo débil doy muy mal ejemplo. Las hermanas pensarán: si ésta, siendo la superiora, es incapaz de renunciar al humo, cualquiera de nosotras también puede permitirse licencias.
– ¿Y eso le preocupa?
– En realidad, no. Esas pequeñas licencias son las que nos permiten seguir, uno debe pensar que maneja la vida a su antojo, aunque sólo sea un poquito. De lo contrario, nos convertiríamos en seres perfectos y la perfección es sinónimo de monstruosidad.
Me quedé mirándola con simpatía. Bajo aquella cofia, toca o como coño se llamara, tenía un cerebro bien amueblado.
– El próximo día le regalaré un cartón de tabaco.
– ¡Ah, no, ni hablar! En todo caso… bien, en todo caso puede traérmelo y yo se lo pagaré.
– Le advierto que se lo cobraré a precio de mercado negro…
Se rió de buena gana.
– ¡Cómo es usted, inspectora! Si algún día resuelve este caso…
– ¿Se atreve a ponerlo en duda. Es que no tiene fe en mí?
– Tengo más fe en Dios.
– Pues dígale que nos ayude, madre, porque la investigación está empezando a alargarse demasiado.
Salí de buen humor, aun cuando la hermana portera me lanzó una de sus aviesas miradas. A lo mejor debía meterme monja en aquel convento: vivir sin sobresaltos, sin estrés, sin deseos ni metas terrenales. Una charla filosófica con la madre Guillermina de vez en cuando, un cigarrito… pero de repente pensé en Marcos y mi vocación se esfumó. Aún había cosas en el mundo que me interesaban.
Miré el reloj y quedé perpleja al comprobar que había perdido mucho rato en el convento. ¿Y Garzón? ¡Qué raro que no me llamara! ¡Dios, había olvidado conectar el teléfono aquella mañana! De ahí tanta paz. Le llamé yo.
– ¿Dónde está, subinspector?
– Inspectora, no contestaba, la he llamado muchas veces y…
– Sí, lo sé, ¿qué sucede, Fermín?
– La otra pata.
– ¿Pero qué carajo dice?
– El otro pie de san Assumpto, inspectora, bueno, el beato o lo que leches fuera, ha aparecido cortado en el portal del convento de los escolapios.
– ¡No me joda, éstos no estaban en la lista! Dígame la dirección.
– Ronda de Sant Pau, número 72.
– Voy para allá.
Era igual de flaco, deforme y repugnante que el que habíamos encontrado en primer lugar. También incluía la sandalia y, dentro de las circunstancias, no parecía haber sufrido deterioro. En esta oportunidad tampoco había cartel anunciador ni nada que significara un intento de firma por parte del extraño carnicero.
– ¿Y esto cómo se come? -le pregunté al subinspector en un arranque de mal genio.
– Con patatas, inspectora, ¿qué quiere que le diga? -Estaba casi de tan mal humor como yo.
Los encargados de la limpieza, un matrimonio, rodeados de nuestros compañeros y de algunos monjes, se afanaban por contar una y otra vez la misma historia. Al ir a empezar su trabajo aquella mañana habían encontrado una bolsa de papel colocada junto al portalón. En el interior había un saquito y, dentro, estaba aquella cosa.
– Al principio -enfatizaba la esposa-, iba a tirarlo a la basura porque la verdad es que me dio asco. Pero luego, mirándolo bien, me di cuenta de que tenía como dedos y… bueno, no me pareció que fuera humano. ¿Sabe en qué pensé, inspectora? Pensé en aquellos exvotos de cera que había antes en las sacristías de las iglesias y que la gente ponía como promesa. En la de mi pueblo había un montón, hasta que un cura más moderno que vino dijo que todo aquello era una porquería y lo hizo retirar. Pues eso es lo que me pareció, pero aun así enseguida supe que tenía que llamarles a ustedes por si era una amenaza, un vudú que nos hacía algún enemigo o algo así.
Atajé aquella verborrea que estaba empezando a parecerme intolerable.
– ¿Vieron a alguien o alguien les ha comentado si fue testigo de algún movimiento especial?
– Nadie, inspectora. Nadie vio nada, fue lo primero que hicimos, preguntar a los del taller de motos que está ahí; aunque yo ya me imaginaba que no sabrían nada porque nosotros solemos ser los más madrugadores del barrio.
– ¿Han visto a alguien o algo sospechoso en los últimos días? -les pregunté a ellos y a los religiosos.
– ¿Sospechoso? Pues nada, aquí más o menos siempre viene la misma gente. No digo yo que no pase algún desconocido de vez en cuando, pero en general…
– Gracias, señores. Tendrán que ir a declarar.
Antes de que la señora me contara lo que opinaba sobre el cambio climático, me dirigí a los tres escolapios que estaban presentes.
– ¿Saben si su convento fue quemado en 1909, durante la Semana Trágica?
Pusieron cara de haberse topado con una loca y ninguno supo contestar.
– ¿Puedo hablar con su superior?
– No está, se encuentra de viaje en el Vaticano.
Era obvio que los eclesiásticos viajaban mucho por asuntos de trabajo. Preferí encontrar otras fuentes de información.
Pedí a los hombres que buscaran testigos en los portales de la calle y las calles adyacentes. Garzón estaba observando la bolsa que contenía el pie cercenado con cara de prevención.
– ¡Joder, al pobre beato lo van a dejar hecho un cristo!
– Mande inmediatamente esa bolsa a los compañeros de la Científica, aunque me apuesto algo a que no hay ni una huella. Adivine qué otra apuesta quiero hacer.
– No es difícil.
– Pues vamos a comprobarla.
Nos dirigimos al ayuntamiento del barrio y reclamamos la presencia del concejal de urbanismo. Era bastante complicado justificar por qué motivo queríamos saber qué edificio se erigía en 1909 en el lugar donde ahora estaban los escolapios; de modo que nos limitamos a decir que éramos policías y necesitábamos el dato para una investigación. Naturalmente el pobre concejal se quedó patidifuso, pero por fortuna se trataba de un chico joven que no parecía encontrarle ninguna gracia especial a poner dificultades. Se tragó la curiosidad, si es que la sentía, y respondió con toda amabilidad:
– Podemos mirar en el archivo informático; pero si confían en mí, conozco un sistema mucho más rápido y fiable.
– Adelante -dijo Garzón.
Entonces aquel chico consciente de sus deberes se levantó de la mesa de despacho y dijo con aire de misterio:
– Acompáñenme.
Creí que iba a echarnos sin contemplaciones, porque emprendimos el camino de la salida; pero antes de enfilar la puerta, nos metió en un pequeño garito de vigilancia en el que un conserje tenía la oreja pegada a un transistor.
– ¿Cómo vamos, Demetrio? -le saludó.
– Pues ya ve -respondió serenamente aquel hombre que frisaba los setenta.
– Mire, es que estos señores querían saber qué había antiguamente donde ahora están los escolapios de la Ronda de Sant Pau.
– ¿El edificio de los escolapios?
Garzón y yo asentimos, fascinados por toda aquella maniobra. Sin dudarlo un instante, el hombre consideró que era una ocasión lo suficientemente importante como para apagar la radio y, tras hacerlo, sentenció con la seguridad de un catedrático emérito:
– ¡Ah, sí, hombre, ahí estaba el antiguo convento de Sant Antoni, que se quemó o mejor dicho lo quemaron durante la Semana Trágica! Estuvo un tiempo deshabitado y luego lo compraron los escolapios para su congregación. Creo que la iglesia sigue bastante igual a como era, pero el coro se perdió.
Salimos de allí convencidos de que los ordenadores no eran sino un recurso paliativo de haber perdido la sabiduría tradicional, que se conserva en la gente. Garzón parecía muy contento, como un cocinero al que le estuviera saliendo bien una receta complicada.
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