Alicia Bartlett - El silencio de los claustros

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La mejor Petra Delicado, en un caso histórico.
Un monje de Poblet experto en arte es asesinado cuando trabajaba en la restauración de una reliquia en un convento de clausura barcelonés. Petra Delicado y su ayudante Fermín, tras el desconcierto inicial, y lo que parece un asesino en serie, se documentan en el Monasterio de Poblet y sobre la pista de las reliquias. La investigación se encamina entonces hacia dos focos: los hechos de la Semana Trágica de 1909, con su ira desatada contra los intereses religiosos; y la oscura trayectoria de la poderosa familia benefactora del convento.
De sorpresa en sorpresa hasta la insospechada resolución del caso, esta incursión de Petra Delicado en los dominios del silencio, nos demuestra que nada suele ser lo que parece. Con ella, Alicia Giménez Bartlett pone a prueba su habilidad para las tramas inesperadas y para explorar los fondos turbios del alma humana.

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13

Tenía aún la sensación de que los efluvios del magnífico borgoña que habíamos tomado en la cena rondaban por mi cabeza, cuando el teléfono sonó. Miré de reojo el despertador. Eran las siete de la mañana y Marcos ya no estaba en la cama junto a mí. Para colmo de desgracias concatenadas, quien llamaba era Garzón. Respondí con escaso entusiasmo.

– ¿Qué demonio pasa, Fermín?

– Cagada mayúscula, inspectora.

– Dígame de quién antes de cuál.

– Del juez Manacor.

– ¡Adelante, no me haga preguntar cada vez!

– El muy lechuguino ha prohibido a un periodista que publique una información relativa al caso de la momia. Claro que el cretino del plumífero se lo buscó, porque no se le ocurrió nada más que pedirle permiso para la publicación, como ya hay secreto de sumario…

– ¿Qué tipo de información era?

– Nada, una gilipollez, una entrevista con el puto hermano de la pobre Eulalia, que habrá cobrado un pastón por no decir nada. Pero al inexperto del juez nadie le ha advertido de que se le va a echar toda la prensa encima.

– ¿Piensa que eso nos concierne?

– Estaremos sometidos a más presión mediática que nunca cuando pensábamos estar tranquilos.

Hubo una pausa por su parte, un silencio por la mía. Un tiempo muerto para los dos.

– Inspectora, si no me pregunta nada, ya no sé qué más decirle. Dígame algo usted.

– Que los follen.

– ¿A quiénes?

– A todos.

– Eso es una declaración de principios, pero ¿desde el punto de vista práctico?

– Nosotros seguiremos haciendo nuestro trabajo exactamente igual que siempre.

– ¿Y si aparecemos en la primera página?

– Iré a la peluquería para estar presentable.

– Bien -se limitó a comentar-. ¿A qué hora llegará a comisaría?

– En cuanto consiga levantarme.

– Bien -repitió con toda seriedad. Y colgó.

Conseguí a duras penas ponerme en pie. Me puse una bata y busqué a Marcos. Lo encontré en la cocina, perfectamente arreglado, listo para desayunar.

– ¿Por qué madrugas tanto hoy?

– Es casi la misma hora de siempre, lo que ocurre es que tú estás muy perezosa.

Llevaba razón, me sentía como se sentiría una zombi en caso de existir. Me restregué los ojos y me senté. Marcos puso delante de mí una taza de café que le agradecí en silencio.

– Hoy me espera un día muy movido -dijo-. Parece absurdo, cuando el gran trabajo de preparación de las obras está por fin culminado, entonces llega el momento de ponerse a trabajar de verdad.

– Por lo menos tú sabes lo que te espera. Eso es mucho más de lo que yo puedo decir. En este momento, si me preguntaran en qué punto de la investigación estamos, no sabría qué contestar. Además, todo me suena rarísimo de pronto, como si los acontecimientos se produjeran a kilómetros de aquí.

Marcos me cogió una mano y me miró intensamente con sus bonitos ojos.

– Petra, nunca me atrevo a decirte esto porque temo que lo tomes a mal; pero quiero que sepas que si en algún momento te cansas de tu trabajo, que si por alguna razón decidieras dejarlo… bueno, yo te apoyo sin ninguna duda. En realidad no necesitamos tanto dinero para vivir, y yo siempre estaré a tu lado en cualquier decisión que tomes.

Bebí un sorbo de café, le di unas palmaditas en el hombro.

– Te lo agradezco de verdad. Es bueno saber que en cualquier momento puedes permitirte el lujo de enviarlo todo al cuerno, momias medievales incluidas.

Me dio un beso en los labios y se marchó a toda velocidad. Me quedé sola en la cocina cómoda, tibia, agradable. El olorcillo del café empezó a reconfortarme. ¿Sería positivo para mí dejar la policía? Todo aquel discurso de Garzón sobre la pertenencia absoluta de nuestras almas al Cuerpo Nacional no dejaba de ser una mixtificación. Nadie ha nacido para desarrollar una función de modo exclusivo y absoluto. Las circunstancias de la vida y, sobre todo tu propia personalidad, son lo que te lleva a enfrascarte en algo con vehemencia mayor o menor. En realidad, aquel que hace de su ocupación profesional algo tan trascendente como para copar buena parte de su vida, es porque tiene carencias en otros campos de ésta. ¿O no? Teorías, teorías, como diría Garzón. ¿De qué sirven las teorías si después de elaboradas, uno es incapaz de obrar según las mismas? ¿Quería dejar de ser policía? ¿Qué haría durante el resto de mi existencia? Se me ocurrían muchas cosas apreciables: leer más horas diarias, visitar a los amigos, estar en compañía de Marcos, tomar el sol, comprarme varios perros a los que sacaría a pasear, disfrutar de mis hijastros cuando vinieran a vernos… claro que había que contar con que los demás tienen sus propias vidas, sus quehaceres, su orden de prioridades… Por ejemplo, en una mañana como aquella… en una mañana como aquella podía salir, ir de compras, comer con una amiga y esperar, esperar a que Marcos llegara, a que alguien me llamara… esperar. Me levanté y me preparé una tostada, la unté con mantequilla. Esperar no era una de las actividades que se me daba bien. Incluso podía decir que era algo que detestaba. De hecho, me molestaba incluso esperar mi turno en una tienda o la llegada de un autobús. No, no me apetecía nada ocupar el hueco que las personas amadas hicieran para mí. Quería ser protagonista de mi propia vida, y eso pasaba por hacer lo único que sabía: investigar. Me levanté y volví al dormitorio. Me miré en el espejo y vi a una mujer de mediana edad que, vestida con una bata de rayitas azules, se preguntaba qué hacer durante el resto de la jornada. Entré en la ducha con gesto decidido y a medida que iba poniendo jabón sobre mi cuerpo desnudo y frotándolo después, notaba cómo una energía casi demoníaca me invadía por completo. ¡Podía prepararse aquel maldito asesino destripador de momias! Lo atraparíamos, así se llamara Caldaña o Luis Candelas. Ahora sí que iba a ir a por él aunque me costara la salud mental, el matrimonio, la hacienda, la paz.

Apenas me hube vestido, sonó el teléfono de nuevo, y de nuevo era Garzón.

– Inspectora, ¿dónde está?

– A punto de llegar a comisaría. ¿Ha pasado algo?

– Sí. Pero la verdad es que me da hasta corte decírselo.

– No le entiendo.

– Inspectora, ahora fray Ambrosio es manco también. Ha aparecido una mano en el club de tenis de Horta. Y no hace falta ni que lo piense, es uno de los lugares donde había una iglesia convento románicos quemados durante la Semana Trágica. Ya he consultado con los expertos. Se trata de la iglesia de San Juan, erigida en el primer cuarto del siglo XX y perteneciente a la Noble Casa de Cortada. Ya ve que hasta me lo he aprendido de memoria. La quemaron durante la semanita de marras y en 1912 pasó a manos de dicho club.

– ¿Dónde está usted?

– Iba a dirigirme al lugar del hallazgo, en la calle Campoamor, pero…

– Pero ¿qué?

– ¡Dios mío, inspectora, la comisaría está en estos momentos como una olla de grillos! Coronas se ha puesto histérico, el psiquiatra ha sido informado y dice que nuestro asesino está dando señales de alarma antes de a lo mejor volver a matar. Villamagna está intentando contener a los periodistas que andan prácticamente amotinados. Yo casi le aconsejaría que se diera media vuelta y nos viéramos en Horta.

– Deme la dirección exacta. Y avise a los de la Científica, un poco más de animación no nos vendrá mal.

La mano del beato estaba metida en una bolsa de papel de estraza y la había encontrado el primer vecino que salía por la mañana a trabajar, cruzando frente a la puerta del club de tenis, cerrado aún. Ni siquiera la miré. Los compañeros de la Científica habían llegado antes que yo y se encontraban buscando algún indicio que pudiera reseñarse, si bien con escasas esperanzas. Todo parecía haber seguido el mismo sistema que en las ocasiones anteriores, y en éstas la asepsia absoluta había sido la característica principal. Los habitantes de las cercanías aseguraban que aquella calle no estaba transitada por las noches. Eso significaba que probablemente la mano siniestra debía llevar tiempo allí, o quizá algunos vecinos habían entrado y salido de sus casas sin haberla advertido.

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