Alicia Bartlett - El silencio de los claustros

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La mejor Petra Delicado, en un caso histórico.
Un monje de Poblet experto en arte es asesinado cuando trabajaba en la restauración de una reliquia en un convento de clausura barcelonés. Petra Delicado y su ayudante Fermín, tras el desconcierto inicial, y lo que parece un asesino en serie, se documentan en el Monasterio de Poblet y sobre la pista de las reliquias. La investigación se encamina entonces hacia dos focos: los hechos de la Semana Trágica de 1909, con su ira desatada contra los intereses religiosos; y la oscura trayectoria de la poderosa familia benefactora del convento.
De sorpresa en sorpresa hasta la insospechada resolución del caso, esta incursión de Petra Delicado en los dominios del silencio, nos demuestra que nada suele ser lo que parece. Con ella, Alicia Giménez Bartlett pone a prueba su habilidad para las tramas inesperadas y para explorar los fondos turbios del alma humana.

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– No, inspectora, estoy yo solo, estoy solo.

– Entonces llame a una ambulancia, por el amor de Dios.

Me incliné sobre Sonia. Su rostro estaba tan cubierto de sangre que ni se le adivinaban los rasgos.

– Sonia, ¿estás bien?, contéstame, ¿estás bien?

– Se me ha escapado -dijo con voz débil.

– No te preocupes por eso. Ahora llega la ambulancia, tranquilízate.

– ¿Ha tomado la matrícula? -preguntó.

– No creo que sea necesario; con las frutas del paraíso tenemos bastante.

Al levantar la vista me sorprendí rodeada de curiosos que se arracimaban a nuestro alrededor. Me puse en pie de un salto y troné:

– ¿Se puede saber qué carajo miran? ¡Lárguense, lárguense de aquí!

El mosso d'esquadra se percató de mi nerviosismo y enseguida tomó las riendas de la situación. De modo cortés empezó a movilizar a la gente. Al minuto habían llegado tres dotaciones: policía autonómica, Policía Nacional y Guardia Urbana. Un segundo más tarde estaba allí la ambulancia.

– ¿Adónde la llevan? -pregunté a los enfermeros.

– Al Clínico.

Llamé por teléfono a Yolanda y le ordené que acompañara a Sonia mientras le practicaban las primeras curas. Sólo después debía avisar a su familia. No hizo ni una sola pregunta ni se extendió en comentarios estúpidos. Llamé a Garzón, que se arrancó a hablar inmediatamente sin dejar que lo hiciera yo.

– Inspectora, aquí los eclesiásticos están muy contentos porque parece que han encontrado el expediente del proceso de un tal Caldaña y pone que vivía en L'Hospitalet, así que quizá…

– ¿Quiere escucharme, Garzón? Vaya inmediatamente a comisaría y espéreme allí. ¡Ah, y avise a las unidades móviles que anden cerca del distrito central de que intercepten una furgoneta blanca donde está escrito «Frutas y Verduras El Paraíso». Quiero que retengan al conductor. Y que manden una dotación policial a dondequiera que esa frutería esté.

– ¿Qué ha pasado?

Colgué. Todos mis colegas policías estaban mirándome. El mosso que me había ayudado me interpeló.

– Inspectora, los de la Guardia Urbana dicen que tienen que redactar un atestado porque estamos en su zona, y yo también tendré que informar.

– Ahora no tengo tiempo, señores. Hago un par de interrogatorios y enseguida vuelvo. Espérenme aquí.

Salí con paso atlético hacia el restaurante de donde había visto salir al conductor de la furgoneta. En la puerta estaban dos camareros con mandil observando la escena. Al verme llegar entraron en el local. Los seguí y rápidamente se les unió otro hombre, algo mayor que ellos. Les enseñé mi placa.

– ¿Están aquí todos los que trabajan en este restaurante?

– Falta el cocinero.

Lo hice llamar. Era chino. Todos formaban una fila como si fueran colegiales y me miraban sin atreverse a hablar.

– ¿Quién de ustedes es el propietario? -pregunté. El hombre mayor levantó la mano. Su expresión era de asombro.

– ¿Conoce usted a ese chico de la furgoneta?

Asintió con los ojos muy abiertos.

– Dígame su nombre.

– Es Juanito, el repartidor de la frutería.

– De modo que lo conoce.

– Sí, claro. Viene tres veces por semana a traer el pedido.

– ¿Qué sabe de él?

Su perplejidad aumentaba a cada instante. No era capaz de comprender qué podía haber ocurrido.

– Pues… nada. Creo que es hijo del dueño. Viene, deja el pedido, yo le firmo el albarán, le pago y ya está.

Me volví a la atónita asamblea.

– ¿Alguno de ustedes sabe algo más?

– Es buen chaval -dijo uno de los jóvenes camareros, y añadió enseguida algo espantado por mi interés-: Bueno, yo tampoco lo conozco, pero a veces nos gastamos bromas, ya sabe, lo normal, que si el Barça ha perdido, que si de tanto repartir verdura se te ha puesto cara de tomate, lo normal.

– ¿Le ha contado algo de su vida?

– ¿A mí? -dijo el joven como si fuera demasiado insignificante como para que nadie le confiara algo sustancial-. No, nada, ya le digo, las chorradas, el cachondeo, como con todo el mundo.

– ¿Cuánto tiempo hace que les sirve las verduras?

– Por lo menos cuatro años -respondió el dueño-. Son formales y tienen calidad, buen precio también.

– ¿Y siempre ha venido la misma persona?

– No, a veces viene el hermano, que es de menos edad; pero normalmente viene él.

Observé que el cocinero chino nos miraba sonriendo. Probablemente, metido en la cocina, no se había enterado de la escaramuza exterior, siendo también posible que no hablara ni una palabra de español. Le di una tarjeta al propietario.

– Si hay alguna cosa que hayan olvidado, llámeme.

– ¿Qué ha hecho ese muchacho, nos lo puede decir?

– No lo sé aún -respondí sinceramente, y dando media vuelta, salí.

Justo al lado estaba la casa de los Caldaña que nos disponíamos a visitar. Subí los tres pisos a pie, no había ascensor. Abrió la puerta una mujer de unos sesenta años.

– Soy Petra Delicado, inspectora de policía -la informé.

– ¿Otra vez? -exclamó con genuina preocupación. -Ya vinieron unas policías y le juro que aún no sé por qué. Pero de todas maneras mi marido no está.

– ¿Puedo hablar con usted? ¿Me permite pasar?

Se hizo a un lado. Llevaba un viejo vestido de flores, iba despeinada.

– Déjeme que apague el fuego, estaba guisando. -pidió.

Desde el oscuro pasillo atisbé lo que hacía en la cocina. Se limitó a accionar los mandos de una cocina de gas. Regresó enseguida, me hizo pasar al salón. Era una habitación pequeña, con todas las características de un lugar de clase baja: una estantería sin libros, un televisor en lugar central, una mesa de comedor con tapete. Todo estaba limpio y ordenado.

– Siéntese. ¿Quiere tomar algo? -ofreció con un punto de resignación. Tenía la piel muy estropeada, llena de surcos profundos que le aportaban un aire dramático. Negué con la cabeza.

– Señora Caldaña, ¿usted tiene hijos?

– Eso ya me lo preguntaron las otras policías.

– Contésteme aunque le pregunte las mismas cosas, por favor.

– Tengo dos hijas, que ya están casadas las dos. De la mayor tengo un nieto. La otra sólo hace un año que se casó.

– ¿Algún varón?

Su cara se contrajo en una pequeña mueca de dolor, casi imperceptible.

– Sí, mi Julio.

– ¿Qué edad tiene?

– Dieciocho años. Lo tuve ya bastante mayor, cosas de la vida, inspectora.

Asentí con frialdad.

– ¿Dónde está ahora?

– En el taller.

– Tendrá que acompañarme hasta allí, señora Caldaña, tengo que hablar ahora mismo con él.

Inopinadamente se echó a llorar. La observé en silencio, era una reacción de lo más significativa, me puse tensa.

– Es un chaval muy bueno, no sé qué puede querer de él. A veces ha hecho alguna tontería: robar una naranja, gritarle a alguien con quien se cruzaba por la calle; pero eso no es nada grave, señora. Le aseguro que es el hijo que, después de todo, nos da más satisfacciones.

– Lo comprendo -dije buscando al azar unas palabras que no fueran descarnadas-. Dígame la dirección del taller donde su hijo trabaja. Quedaremos allí con mi compañero subinspector.

– Está en la calle Numancia -dijo secándose las lágrimas-. El número no lo sé; es uno de esos talleres ocupacionales de la Generalitat.

Me quedé confusa.

– ¿Por qué está su hijo en uno de esos talleres, pesa sobre él alguna condena del tribunal de menores?

Se quedó mirándome con ojos saltones y enrojecidos.

– Pero, señora, mi hijo tiene síndrome de Down. ¿Es que no lo sabía?

Estuve al menos diez segundos procesando aquella información, y de repente miré a mi alrededor como si hubiera caído en un paisaje lunar. ¿Qué hacía allí?, ¿en busca de qué había llegado? Basta, Petra, basta, me dije, basta de errores, basta de estupidez.

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