– Señora Caldaña, perdóneme; creo que ha debido de haber una equivocación. No es preciso que vayamos a ninguna parte. Le pido disculpas de nuevo.
Lejos de enfadarse conmigo, aquella mujer sonrió y dijo con alivio infinito:
– Lo sabía, estaba segura, ya se lo advertí, ¿qué puede hacer ese chico si pasa directamente del taller a mi casa cada puñetero día del año? Además, ¡es tan bueno!
Escapé como pude, pero nada me permitió librarme de la sensación de ridículo y culpabilidad que me embargaba por completo. ¿A qué demonio estábamos jugando? Al salir a la calle observé en la distancia al grupo de colegas policías de los diversos cuerpos hablando entre ellos. Estaban esperándome. Con la espalda pegada a la pared y, confundida entre la gente, logré escapar sin que me advirtieran. No hubiera podido soportar dedicarles una sesión de kilométricas y absurdas explicaciones.
En comisaría aguardaban Garzón y el comisario Coronas, que ya habían sido informados de la escaramuza por los Mossos d'Esquadra.
– Al parecer se ha largado usted sin despedirse de sus compañeros. ¡Menudo plantón les ha dado!
– ¡No me lo puedo creer, comisario! La intercomunicación entre todos los cuerpos de seguridad suele funcionar fatal, pero a mí me da por omitir una simple formalidad y las noticias vuelan como pájaros.
– No le diré lo que pienso sobre ese comentario porque no tenemos tiempo. Supongo que quiere visitar inmediatamente la frutería El Paraíso.
– ¿La tienen localizada?
– Está en Sant Pere més Baix.
– He venido aquí para conocer antes sus órdenes.
– Como le digo, no hay tiempo para ninguna reunión. Empiecen interrogando a los dueños del negocio y mientras tanto veremos si los hombres que he mandado en su busca dan con el sospechoso. Sólo dígame por qué creyó que ese hombre está implicado.
– El paraíso que lleva escrito esa furgoneta en los laterales, es el paraíso del que hablaba Eulalia Hermosilla cuando la perseguían. Estoy segura, señor. Era raro que una mujer nada religiosa se refiriera tantas veces al paraíso. De esa furgoneta bajaron los dos hombres que la mataron. Fue quizá esa furgoneta, convenientemente tapado el letrero publicitario, la que cargó el cuerpo del beato la noche del asesinato del hermano Cristóbal. La fuga de su conductor y la agresión a Sonia indican que estamos en la pista correcta.
El comisario bajó los ojos en señal de levísimo pero firme asentimiento. Nosotros nos movilizamos como una pareja de baile bien entrenada. Cuando teníamos un pie en el quicio de la puerta, añadió:
– Señores, mi confianza sigue depositada en ustedes. Vayan, no pierdan tiempo.
Sonreí de modo desvaído, y lo mismo hizo Garzón. Ocupamos nuestros lugares en el coche sin dirigirnos la palabra. Conducía yo, y no apartaba la vista del tráfico. El subinspector parecía sonámbulo. De pronto oí su voz como emanando de un cuerpo celeste.
– ¿Sólo leyendo el letrero ya ató usted los cabos?
– No podía ser de otro modo, Fermín, el miedo que la mendiga tenía del paraíso no puede venir sino de ahí. Además, ¿cómo se explica si no la reacción del tipo?
– ¿Qué aspecto físico tenía?
– No pude fijarme bien, pero era lo suficientemente corpulento como para ser el asesino.
– El asesino… -musitó como en trance.
– A no ser que con la mala pata que tenemos el tipo huyera porque es drogadicto, tiene cuentas pendientes con la justicia o algo así. Aunque no, seguro que nos conocía, sabía que Sonia y yo éramos policías; es posible que incluso nos haya estado espiando todo este tiempo.
– ¿Es significativo que lo encontraran cerca del domicilio del Caldaña que andaban investigando?
– He descartado eso.
– ¿Por qué?
– El hijo de los Caldaña en cuestión tiene síndrome de Down. Trabaja en uno de esos talleres de terapias educacionales.
– ¿Y entonces?
– No es la primera vez que yo veía esa furgoneta, Fermín. Usted también la ha visto.
Atisbé de soslayo que Garzón me observaba como una lechuza.
– No caigo -acertó a pronunciar.
– Era la que llevaba vegetales a la cocina del convento. Estaba en una ocasión aparcada junto a la puerta, y llegamos a cruzarnos con su conductor, ¿recuerda?
Aquel día lucía una elegante corbata gris que se desanudó como si fuera un obstáculo que le impidiera comprender.
– No sé si recuerdo o no; lo malo es que no entiendo nada, inspectora.
– Tampoco lo entiendo yo; pero de repente alguien ha puesto una flecha que señala al convento.
– ¿Al convento?
– El hombre que llevaba las frutas allí, que ha golpeado a Sonia y huido después, es quien asesinó a Eulalia Hermosilla.
– ¿Y eso…?
– No pregunte más, Fermín, porque le diré una y mil veces lo mismo: no lo sé.
Él siguió en sus meditaciones y yo evité meditar más. Anticipar cualquier hipótesis no es que fuera arriesgado, era imposible; pero por primera vez tenía el estómago revuelto y sentía algo parecido a lo que deben sentir los perros de caza cuando han olfateado de cerca la presa.
El Paraíso era un almacén de mayorista grande y nuevo. Todo presentaba un aspecto tan aséptico, tan organizado que tenías la impresión de encontrarte en las salas de una clínica. Había un par de hombres acarreando cajas llenas de hermosas verduras de un lado al otro. Paseando por la nave central, mientras hablaba enloquecidamente por el móvil, vimos a un hombre mayor con una bata blanca que parecía ser el dueño. Se dirigió hacia nosotros con extrañeza.
– Lo siento, señores, pero no vendemos a particulares.
– ¿Es usted el propietario de este negocio? -preguntó Garzón en el tono inequívoco de un policía.
– Sí -respondió el hombre, dubitativo.
– Mi nombre es Fermín Garzón, subinspector de policía, y aquí la inspectora…
Abrió los ojos desmesuradamente y se llevó una mano al pecho como si sintiera dificultades al respirar.
– Mis hijos, ¿qué ha pasado?, ¿son ustedes de tráfico?
Noté que le flaqueaban las piernas. Uno de los trabajadores vino en su ayuda. Le echamos una mano para sostenerlo y yo le dije enseguida, recalcando las palabras:
– No se preocupe, señor, no se preocupe. No somos de tráfico; sus hijos están bien.
Pasamos a un pequeño despacho que había al fondo y allí el hombre se sentó, fue recuperando el control de sí mismo, se serenó. Debía de tener más de setenta años y parecía débil; debíamos interrogarle haciendo gala de exquisita diplomacia.
– Perdonen, pero me han dado un susto de muerte. Llevo más de una hora intentando contactar con mis hijos por teléfono y no ha habido manera. Y al llegar ustedes y decirme que son policías lo primero que he pensado es que…
– Un hijo suyo se ha dado a la fuga al darle el alto la policía y ha atacado a una de nuestras jóvenes agentes, que está ahora en el hospital -soltó el subinspector echando por tierra todos mis planes de sutileza.
– ¿Cómo ha dicho? Eso no puede ser. ¿Qué hijo era?
– Juanito -contesté.
Se quedó quieto, pensando, como si alguien le hubiera golpeado en la cara e intentara recomponerse.
– Pero… ¿de qué me está hablando?
Haciendo gala de un dominio del eufemismo que a mí misma me sorprendió, intenté contarle todo cuanto había sucedido. Claro que al llegar al golpe que el tal Juanito le había propinado a Sonia en la cara, las dulcificaciones se hacían difíciles. Me di cuenta de que si su hijo tenía una vertiente canallesca, aquel hombre la desconocía por completo. Pensar que estaba fingiendo era improcedente, ni el propio Sir John Gielgud teatralizaba con tanta perfección. De cualquier modo, ahora que habíamos evitado que sufriera un infarto en nuestra presencia, teníamos que componérnoslas para que nos procurara una mínima información, como por ejemplo su nombre.
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