Me acerqué al inspector científico y lo interrogué con la mirada. Se encogió de hombros con aire de impotencia.
– Estamos recogiendo pelos y un par de colillas, pero en un lugar donde pasa tanta gente… no tiene mucho sentido, la verdad. Cuando llevemos la mano al laboratorio te diré algo, pero ni siquiera han terminado los análisis del último pie. De momento, por lo que he visto, el proceso es el mismo: tajo limpio con un instrumento muy afilado y muy grande. Así que ya ves el panorama.
– Ya lo veo, ya.
– Quizá cuando le corte la cabeza al santo tengamos más superficie para explorar.
Aprecié su tétrico sentido del humor, tan del país. Pero a aquellas alturas mi teléfono móvil se había convertido en una atracción de feria que no dejaba de emitir pitidos y mensajes posteriores.
– ¿No piensa contestar? -me preguntó el subinspector.
– No, que sigan grabando aullidos y denuestos, que es lo que deben de estar haciendo. Déjeme su teléfono, voy a llamar desde él. Así les dejo margen a mis acosadores para que continúen con su labor.
Marqué el número del hermano Magí, que me contestó enseguida con su voz tranquila de intelectual conectado con la divinidad.
– Hermano, ¿cómo lo llevan?
– Hemos avanzado, inspectora, no crea que no, pero la cosa requiere cierta morosidad. Ya tenemos varios documentos en los que figura el tal Caldaña, pero claro, lo que necesitamos es una pista que nos lleve a la familia en sí: domicilio, procedencia, cuál era su profesión… y para eso hace falta revisar todavía muchos archivos; suponiendo que esos datos estén consignados en alguna parte, naturalmente.
– Sigan, y si es necesario dediquen más tiempo, por favor. Acaban de encontrar una mano cortada del beato.
Quería ver cómo reacciona alguien que no puede soltar tacos ni renegar cuando recibe una noticia muy impactante. Me decepcioné un tanto, porque el monje hizo lo que hacemos todos en muchas ocasiones: recurrió a Dios.
– ¡Dios mío, Dios mío! -dijo y se preguntó-: ¿Cuándo acabará esta pesadilla?
Pero yo estaba convencida de que la auténtica pesadilla ya había acabado. No creía en absoluto que el asesino se propusiera matar de nuevo. No, todo aquello era un juego que, teóricamente, debía llevarnos hasta él. Además, según la línea de investigación que sustentaba nuestros movimientos, el móvil de toda la historia no había sido otro que robar la momia y llamar la atención. No iba a dejarme presionar en ese sentido, si teníamos prisa era por la dimensión pública que el caso había adquirido, no porque existiera riesgo de nuevas muertes.
Así se lo dije al comisario Coronas; pero la firmeza con que lo hice no me libró en absoluto de su desabrida reprimenda.
– Petra, esto no puede seguir así, aunque no haya otros crímenes, con dos ya tenemos más que suficiente para que se haya organizado un circo en toda regla. Y encima usted sabe que pasamos sobre arenas movedizas: la Iglesia, un apellido conocido en la sociedad barcelonesa…
– Señor, estamos haciendo lo humanamente posible.
– Pues no es ésa la sensación que se tiene. ¿Ha leído los periódicos? Por culpa del juez ahora estamos en el punto de mira con mucha más virulencia. Tanto es así, que he pedido al juzgado que levante el secreto del sumario y la prohibición de informar a ese periodista en beneficio de la investigación. Pero a mí todo esto me importa un cuerno, ¿comprende?, un cuerno; lo que de verdad está haciendo daño es la imagen policial que estamos dando. Esto dura demasiado ya. ¡Por lo menos al principio me pedía operativos especiales! ¿Qué pasa ahora, a qué viene semejante parón?
– Señor, usted ha seguido los informes día a día y sabe en qué punto exacto estamos.
– Sí, lo sé, y me parece un punto muerto.
– Pero no lo es. ¿Cómo decirlo? Estamos en un caso con contexto histórico y hemos recurrido a procedimientos de investigación histórica para resolverlo; pero eso lleva tiempo, claro está. La historia es cuestión de siglos; lógico es pues deducir que nuestra metodología se desarrolle con cierta lentitud. En realidad hemos escogido un sistema idóneo para el caso.
– ¿Eso significa que si estuviéramos investigando el asesinato de un corredor de fórmula 1 iríamos a toda leche?
– No, señor, hablo en serio; piense en las largas misiones de los arqueólogos, en todos los años que se invirtieron en descifrar la piedra Rosetta.
– ¡Cielos, Petra!, ¿quiere que esto se convierta en «el eterno caso del 2008» y que sea dentro de tres generaciones cuando encuentren al culpable? No me imagino a quién podrá entonces inculpar el juez.
Que hiciera chistes sobre la situación me tranquilizó bastante. Y no me equivoqué, después de masajearse varias veces los ojos en un gesto muy suyo, dijo por fin:
– ¿Sabe qué le digo? Quizá no sería mala idea que le contara todo eso a Villamagna y que él se lo soltara a los periodistas. Por lo menos tiene cierto argumento de novela; seguro que les gusta y nos dejan un rato tranquilos.
– ¿Y el juez?
– ¡Me la sopla el puto juez! Ya nos ha creado bastantes problemas. Voy a ir a verlo ahora mismo. Usted haga lo que le digo.
Había salido con bien del encontronazo; lo cual demuestra que el viejo adagio «Se saca más lamiendo que mordiendo», encerraba sabiduría y razón.
A Villamagna aquella historia de los métodos arqueológicos le pareció una especie de copla pasada de moda.
– ¡Joder, Petra. Le estáis echando un morro a la cosa…! Te aseguro que yo soy un plumilla y se me planta delante el portavoz de la poli con ese cuento de la piedra Rosetta y lo mando a…
– ¡No me digas dónde lo mandas, ahórramelo! Al fin y al cabo son órdenes del jefe; de modo que tú verás.
– ¡Hostias! Primero el rollo psiquiátrico, ahora el histórico. Me veo diciendo a los colegas de la prensa que informen sobre oceanografía o sobre setas venenosas.
– Bueno, tío, pues así van haciendo cultura las masas, ¿o el que lee la crónica de sucesos siempre tiene que estar instalado en lo cutre?
Se fue muy poco convencido, pero asegurando que por él no iba a quedar. Yo suspiré profundamente. Bien, sorteados los escollos internos durante un tiempo, llamé a Garzón.
– Vaya usted a la Biblioteca Balmesiana y supervise un poco lo que están haciendo los dos eclesiásticos. No me gustaría nada que estuvieran perdiendo tiempo en cosas no demasiado fundamentales.
– ¿Y usted?
– Yo iré a echar una mano a Sonia y Yolanda. Quiero ver cómo llevan el asunto de los Caldañas.
– ¿Y no podríamos hacerlo al revés? Usted se maneja mejor en asuntos culturales y yo la supero en el pateo callejero.
– Es posible; pero con lo nerviosa que me ha puesto el comisario, no sería capaz de encerrarme ahora en una biblioteca.
– Usted manda.
Las chicas estaban en el barrio del Carmelo. Según me contaron, había allí una familia Caldaña cuyo patriarca era albañil. Quedé con ellas en la Teixonera y las invité a entrar en un bar.
– ¿Cómo vais?
– ¿No ha leído los informes?
– Muy por encima.
– Llevamos un montón de Caldañas sin que haya nada que reseñar.
Yolanda cargaba con un ordenador extraplano en el bolso y lo colocó sobre la mesa, junto a su vaso de coca-cola. A su vez, Sonia sacó una libreta bastante usada y le espetó:
– No hace falta que enchufes eso, mujer; que yo ya lo llevo todo apuntado. Son ganas de gastar batería.
Por primera vez estuve de acuerdo con su criterio. Empezó a pasar páginas llenas de anotaciones. Miré con detenimiento a las dos jóvenes policías. Debían haberse levantado muy temprano, porque tenían aspecto descuidado y no se habían pintado los ojos como era su costumbre. En el fondo me hicieron gracia, tan jóvenes, tan lindas, las dos con los problemas personales propios de su edad, su vida privada y sin embargo, preocupándose por una maldita momia, por inquinas y venganzas provenientes de una época de la que no debían ni tener noticia. Yolanda sacó conclusiones frente a mí.
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