Estaba segura de que habían llegado a un acuerdo entre las dos conforme siempre hablaría Yolanda. Debía de ser el último sistema que les quedaba por ensayar para que no me subiera por las paredes con sólo oír una palabra de Sonia.
– Vamos con los Caldañas que habéis visitado ya -intenté sintetizar desde el principio.
– Son cuatro y todos familias normales que no parecen tener nada que ocultar. -Sacó un bloc de notas y leyó-: Gerardo Caldaña Ortiz, cuarenta años, tiene una parada de pescado en el mercado de la Concepción. El día de autos…
– Un momento -la detuve-. ¿Tiene hijos jóvenes?
– ¿Cómo? -preguntó desorientada.
– Es preciso que reiniciéis la investigación teniendo en cuenta este informe -alargué hacia ellas los papeles del psiquiatra.
– ¿Otra vez el psiquiatra? -casi exhaló la pregunta Yolanda.
– Averiguad si esas familias tienen hijos jóvenes, si pueden estar en un contexto marginal, dónde viven éstos, en qué se ocupan… y si hay algo que os llama especialmente la atención nos lo comunicáis a nosotros, pero también al doctor Beltrán.
Sonia emitió un sonido, antesala de una frase, que Yolanda se apresuró a interceptar con una mirada fulminante. Como no aprobaba ese tipo de censura previa, le dije a la primera de modo circunspecto:
– Ibas a decir algo, ¿se puede saber qué?
– Pues, yo me preguntaba, bueno, le quería preguntar a usted si ahora cuando el doctor Beltrán nos diga algo, ¿hemos de tomarlo en serio?
Yolanda apretó los puños como señalando una fatalidad y sólo relajó la musculatura cuando, no percibiendo ningún grito estruendoso, me oyó bien al contrario bisbisear contenidamente:
– Sí, hija mía, sí.
Cuando salieron del despacho me volví hacia Garzón y afirmé, categórica:
– ¡Esa copa, Fermín!, me hace falta.
La Jarra de Oro estaba a rebosar. Los clientes, eufóricos Dios sabe por qué, brindaban y pegaban berridos inhumanos, que en España significan felicidad. El subinspector enseguida se hizo cargo de la situación sólo con dos miradas: una a los parroquianos y otra al televisor.
– Es que acaba de ganar un partido el Barcelona -sentenció.
– Ya, pues más parece que haya estallado la revolución. ¿Por qué no nos vamos a otra parte?
– Espere, que van a repetir las jugadas principales y así les echo una miradita.
Se acercó provisto de su cerveza al receptor y yo me quedé quieta en la barra soplando la espuma de la mía. ¿A todos aquellos ciudadanos afanosos de victorias deportivas y jolgorio, también les interesaría nuestra momia? ¿Qué mundo era el real, el nuestro o el suyo? Porque mucho me temía que ambos juntos formaban una imposible contradicción. En medio de aquella coyuntura filosófica sonó mi móvil. Como no conseguía oír a mi reclamante, salí un momento a la calle y allí, un aire frío y una voz gélida me dejaron helada. Era la madre Guillermina.
– Inspectora, he de hablarle muy seriamente. ¿Puede pasar por el convento?
– No -respondí con una calma asombrosa incluso para mí misma.
– ¿Y puedo saber por qué no puede o no quiere venir?
– Verá, madre; porque el Barça ha ganado un partido importantísimo y porque mi plan es emborracharme.
– ¿Cómo dice?
– Quizá usted no lo comprenda, pero es así. La gente se interesa por cosas vivas, reales, por cosas que pasan, como por ejemplo el fútbol. Lo que nos ocupa a usted y a mí, momias, asesinos y oscuridades varias, no le importa a nadie más, créame.
Quedó un momento callada y luego dijo con genuina preocupación:
– ¿Se encuentra bien, inspectora?
– Iré mañana a primera hora, madre, se lo prometo.
Cumplí mi palabra, entre otras cosas porque Garzón y yo no fuimos a emborracharnos tal y como habíamos proyectado. No, no en aquella ocasión; teníamos demasiadas cosas pendientes como para lanzarnos a la vorágine y primó el sentido común en el último momento. Así, al día siguiente, llena de salud y de claridad mental, entré en las corazonianas a tiempo para visitar a la directora antes de que se embarcara en una de sus pautadas sesiones de rezos. Sabía lo que iba a decirme: protestas y ruegos, ruegos y protestas. Sin embargo, no tenía más remedio que jugar con ella el juego de la diplomacia cortés. Finalmente una de sus no muy numerosas monjas estaba trabajando para nosotros; y por si fuera poco, poníamos en tela de juicio público a su principal fuente de financiación: los Piñol i Riudepera. Pero sobre todo fui porque la madre Guillermina me caía simpática.
No me equivoqué en absoluto. Empezó con los ruegos, todos asimilables en uno: discreción; y siguió después con las protestas; no consiguiendo tampoco sorprenderme con ellas.
– Me tienen el convento desmadejado con esta investigación. No sólo hablo del nerviosismo que se vive en los claustros desde la muerte del hermano Cristóbal, sino de la hermana Domitila, tan en su papel de detective que se pasa la vida fuera de estos muros.
– ¿Y qué quiere que haga yo? ¿Sabe lo que soporto sobre mis hombros en estos momentos? -decidí sorprenderla yo-. Presión, madre Guillermina, auténtica presión. Mis superiores tensan la cuerda, los periodistas también, y por supuesto el hijo del señor Piñol y los familiares de las víctimas y… ¡todos me exigen unos resultados que no dependen de mí! Y puedo asegurarle que hace un montón de tiempo que no convivo normalmente con mi familia, que no tengo tiempo para nada personal. Me paso la vida pensando en el asesino del hermano Cristóbal y de esa mujer, en el ladrón de su maldita momia, en la historia de España, en… -me interrumpí, bajé la voz-. Lo siento, no pretendía ser tan desagradable.
Mi repentina andanada la sumió en un silencio culpable. Me miró con apuro. Chasqueó la lengua.
– ¡Caramba!, le aseguro que no tenía ni idea de que estuviera usted tan presionada.
– Pues ya ve.
– No quiero ser injusta en ningún caso. Lo que ocurre es que… bueno, la hermana Domitila parece haber olvidado sus obligaciones en este convento. ¡Hasta a la pobre hermana Pilar la tiene abandonada! Antes estaba siempre pendiente de sus estudios y progresos. En cambio, ahora no vive sino para el tema del asesinato, no para de pensar en él; eso cuando no anda de archivo en archivo acompañando al hermano Magí.
– Todo es culpa mía; ella no ha elegido ese papel.
– Ya, claro, y en cuanto al nieto del señor Piñol…
– Se está llevando el asunto con extraordinario tacto. El juez ha decretado por fin el secreto del sumario. Me temo que al final trascenderá a la prensa, no podremos evitarlo, pero todo se hará de la mejor manera. Estamos controlando cualquier filtración. Por cierto, ya sabe que estuve hablando con don Heribert.
– ¡Por supuesto que lo sé!
– Me pareció todo un caballero, un hombre inteligente y con sentido de la moral.
– Así es exactamente.
– ¡Qué diferencia!, ¿no?
– ¿Diferencia?
– Con su nieto. Su nieto es un tipo prepotente, grosero y presuntuoso.
Se le iluminaron los ojos y no rechistó. Supuse que debía de haber tenido una escena con él al teléfono. Para no quedar en evidencia se limitó a decir:
– En fin, cada uno es como es. ¿Nos tomamos un cafelito?
Superado el proceso de hostilidades, le sonreí. Saqué un paquete de cigarrillos y le ofrecí uno. Dudó.
– Tan pronto por la mañana…
– Anímese, madre; y quédese con el paquete también.
– ¡No, no, ni pensarlo!, aunque… ¿sabe qué tengo que hacer a veces? Pedirle a mi familia que me mande algún cartón de tapadillo. Me da vergüenza que las monjas sepan de mi debilidad y como tengo que incluir el tabaco en los pedidos de intendencia pues…
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