Había entrado en una de esas fases de la investigación en la que la atención requerida hacía que se me olvidara incluso comer. De pronto, sola en el despacho, me di cuenta de que estaba exhausta. Encendí un cigarrillo que me supo amargo en la boca, y pensé en la posibilidad de pedir al bar que me trajeran algo. Sólo la imagen de un bocadillo grasiento me hizo sentir asco. Cerré el ordenador y llamé a Garzón. Al verlo comprendí que también le hacía falta un descanso: estaba demacrado y sus ojos, habitualmente mansos como los de un buen perro, se veían enrojecidos y pitañosos.
– ¿Qué le parece si nos vamos, Fermín?
– ¿Adónde?
– Usted a su casa y yo a la mía, adónde va a ser.
– No puedo. La madre Guillermina ya ha dado su permiso para que la hermana salga cuando quiera del convento, pero llevo dos horas llamando al abad de Poblet y me dicen que no puede ponerse porque está rezando.
– Deje un recado y que le llame él.
– Prefiero insistir, no vaya a ser que se olvide con tantas oraciones. Y digo yo, inspectora, ¿para qué rezar tanto?
– Hablan con Dios.
– Pues Dios debe de estar harto de oírlos. A lo mejor por eso no contesta.
– ¡Y usted qué sabe si contesta o no!
– Saldría en los periódicos.
Solté una risotada que evidenciaba mi cansancio.
– Me voy. Llevo sin rezarle a mi marido un montón de tiempo.
– Yo tampoco le rezo mucho a mi santa, ¡y eso que me concede todo lo que le pido!
Volví a reír y le miré detenidamente.
– ¿Usted nunca pierde el humor?
– El humor es lo último que queda cuando se ha perdido todo lo demás. Por eso el que no lo tiene anda jodido.
Me mostró su espalda ancha y carnosa cuando salió, y yo me quedé pensando que aquel hombre firmó al nacer un pacto con la vida cuyo impreso a mí nadie me había presentado. Se volvió de improviso para añadir como colofón:
– Ahora, eso sí, cuando esto se acabe, el primer cura que me cruce por la calle, si es que va vestido como tal, se va a ganar una bronca del copón. Así, por mis cojones, sin más explicación. Porque estoy del tema sacro hasta las bolas, se lo juro.
Arrastró tras de sí cualquier viso de tragedia que hubiera podido flotar en la habitación y el viento que generó su impulso limpió el aire de miasmas criminales. Lo bendije mentalmente.
Al meter la llave en la cerradura de mi casa me pregunté a quién encontraría en su interior. Era algo a lo que no me acostumbraba, antes nunca había nadie, pero ahora… aunque no me importaba; al contrario, aquella incertidumbre ponía en mis entradas un punto de suspense y aventura. En efecto, esta vez fue Federico quien me sorprendió. Leía un libro sentado en el sofá del salón y llevaba un iPod insertado en la oreja.
– ¡Petra, amada madrastra!
– Vengo medio muerta, hijastro de mi corazón. ¿Estás solo?
– Más solo que la una. He hablado con mi padre y dice que no llegará hasta la hora de la cena.
– ¡Vaya desastre de familia!, ¿verdad?
– ¡Qué va, al contrario! Soy yo quien no debería estar aquí sino en casa de mi madre, pero se puso en plan de adulta concienciada que da consejos por mi bien y huí diciendo que había quedado con vosotros. Me abrió Jacinta y me he refugiado en vuestro sofá. ¿Nos arreamos un whisky? Tú lo estás necesitando y yo no voy a dejar que bebas sola, porque soy un caballero.
Me derrumbé en un sillón frente a él, me quité los zapatos, suspiré.
– Venga ese whisky. Me encanta ser una mala influencia para la juventud.
Observé su figura filiforme y nerviosa preparando las bebidas con escasa ortodoxia. Me pasó la mía, volvió a sentarse.
– ¡No voy a preguntarte por la momia, lo juro! Yo soy más civilizado que mis hermanos.
– Tus hermanos son muy buena gente. Lo que ocurre es que se les hace difícil pensar que tienen una madrastra policía. Y no me extraña, todos los cambios de pareja de tu padre deben de haberles creado cierta inestabilidad.
– No lo creas. Los adultos subestimáis las capacidades de los niños. Yo, que lo tengo fresco aún, recuerdo perfectamente cómo sabía que mis padres se iban a separar. Te vas dando cuenta de las cosas, sabes cómo son los dos, lo bueno y lo malo de cada uno, sus manías, sus defectos, lo que intentan ocultarte sin conseguirlo. Pero los mayores pensáis que sólo somos enanos que vivimos en un mundo mejor.
– Eres muy inteligente.
– Sí, no estoy mal. Me acuerdo de que un día caí en que ser hijo de padres separados me daba un montón de posibilidades que no había tenido jamás.
– ¿Como por ejemplo?
– Te sientes más libre, menos cautivo dentro de la familia, más responsable de tu propia vida, con más facilidad para pensar, para elegir…
– Lo malo es que te percatas de eso cuando ya tienes cierta edad, pero al principio debe ser diferente.
– Al principio es un poco duro, lo reconozco, empiezas a pensar si tú has tenido la culpa de algo, si te has portado siempre bien, si hubieras podido aportar más a la paz familiar. Pero una vez que todo se ha reorganizado y vuelves a tener una rutina y ves que todo sigue más o menos colocado en su lugar, entonces lo que te preocupa es pasarlo lo mejor posible y no sufrir incomodidades. Porque tus padres son tus padres, algo muy importante, pero tú eres tú.
Lo miré con simpatía. Quizá producía en los demás la sensación de tomar poco en serio la vida, pero Federico distaba mucho de ser un joven frívolo e inconsciente. Después de pegarle un buen trago a su whisky, continuó.
– Me alegro de que estés casada con mi padre. Me parece que, de todas sus mujeres, tú eres la mejor para él.
Solté una breve risotada que intentaba ocultar mi embarazo.
– ¿Puedo preguntar por qué? Me interesa mucho tu opinión. A tu padre no le gusta hablar del pasado.
– Es un tipo muy reservado, ya lo sé. Y yo tampoco sabría hacer una lista de las razones exactas que explican lo que acabo de decirte; pero tengo la impresión de que tanto mi madre como su segunda mujer esperaban demasiado del matrimonio. Y claro, mi padre se sentía agobiado. Eso de que el amor es básico está muy bien, pero hay otras cosas, ¿no? Entonces tú, con ese rollo de que eres policía y de que te has divorciado también varias veces…
– Sólo dos.
– Las que sean; pero el caso es que tienes tu vida, tus problemas, tus historias, y no te pasas el día dándole la vara con que lo amas y todas esas cuestiones tan cursis. Él es muy independiente, y tú también.
Me eché a reír.
– No sé cómo tomarme eso, la verdad.
– Tómalo bien. Tampoco es que yo sea un psicólogo magnífico ni un consejero sentimental, pero me gusta fijarme en lo que pasa y sacar conclusiones.
– ¿Tú sales con alguna chica?
– A veces sí, pero aún no me apetece meterme en líos. De todas maneras, no pienso casarme. Vuestra generación siempre está casándose y descasándose, yo no tengo ganas de tanto embrollo sentimental.
– Me parece una sabia postura.
– Igual algún día cambio por completo y me enamoro; pero no me casaré, te lo aseguro. Y nunca tendré hijos.
– Bien hecho, es una responsabilidad excesiva.
– Y un coñazo.
– Eso, también.
– Cuando estoy unos días con mis hermanos acabo hasta las narices.
– A mí me hacen gracia.
– Ya lo sé. Tú a ellos les caes bien. Flipan con eso de que seas policía y lleves casos de asesinos locos y todo lo demás.
– Me alegro. Ha habido algunos momentos en los que pensé que nunca me aceptarían como soy.
– Tonterías, ganas de jorobar y hacerse los importantes.
Ambos oímos claramente la puerta de la calle abrirse y cerrarse después. Marcos se acercaba. Precipitadamente le pregunté:
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