– Les rogaría que lo hicieran un poco más. Sería necesario que buscasen algún expediente judicial o noticia de periódico de la época que nos brindara nuevos datos sobre el proceso a Caldaña.
– ¡Pero nada de eso podemos encontrarlo en los archivos de las corazonianas!
– ¿Dónde tendrían que ir?
– Pues… -miró a su compañera de pesquisas historicocriminales-. Quizá a los archivos judiciales o a las hemerotecas de los principales diarios.
– ¡Al archivo diocesano! -exclamó ella cercana al júbilo-. Es posible que esos procesos figuren en los anales eclesiásticos. En aquellos años la distancia entre la Iglesia y el Estado no era tan grande como la que existe hoy. Creo, además, que se guardaba copia de los expedientes que tenían relación con lo eclesiástico.
– Es buena idea -admitió el fraile-. Sólo que yo…
– Hemos desorganizado su vida monástica, hermano, me doy cuenta. Pero únicamente le pido que continúe unos días más colaborando con la policía, es una labor importante. ¿Sabe qué vamos a hacer? Llamaré al abad y le pediré permiso para que se quede aquí al menos durante una semana. La policía le buscará un hotel y correrá con todos los gastos de su estancia.
Dudó un momento, apurado. La monja le animó.
– ¡Oh, vamos, hermano, deje que la inspectora haga lo que dice! Estoy segura de que esto no podré llevarlo a cabo yo sola.
Se encogió de hombros, a modo de aceptación. Tuve la certeza de que, quizá debido a su mayor edad, estaba empezando a sentirse profundamente cansado. Intenté darle otro enfoque a mis requerimientos.
– Pienso que tiene usted todo el derecho a abandonar ahora mismo esta colaboración. En realidad ya hemos abusado demasiado de ustedes dos. Sólo le ruego que recapacite sobre el origen de todo esto y que medite un poco si el hermano Cristóbal, desde un plano superior desde el que pueda estar viéndonos ahora, no se sentirá deseoso de que la justicia triunfe al final.
Asintió varias veces con gesto grave y dijo en voz suave, pero con plena convicción:
– Le agradeceré que haga esa llamada a mi superior. Creo que es más respetuoso que usted lo informe.
– En ese caso… -intervino la hermana-. ¿Podrá hacer lo mismo con mi priora? Yo también me veré obligada a salir del convento.
– No se preocupen ninguno de los dos; todo queda en mis manos.
Ni siquiera había puesto el coche en marcha cuando oí la voz zumbona de Garzón, parodiándome.
– ¡«Desde un plano superior en el que pueda estar viéndonos»! ¡Vaya cojones que le ha echado, inspectora, con franqueza! ¿Por qué no le ha dicho al monje: «El hermano Cristóbal, que nos ve desde el Cielo con los angelitos»? ¡Era lo que le faltaba, aunque por lo menos hubiera quedado más claro!
– Es usted un zoquete y no tiene ni puta idea de teología.
– Pues eso del «plano superior» ha quedado de un raro… ¡Por no mencionar lo de que «puede estar viéndonos»; porque como no sea con catalejo sideral, el pobre…!
– ¡Deje de comportarse como una maldita acémila!
– Sí, sí, yo seré una acémila, pero usted dice cursiladas.
Se reía como un bendito, y yo tenía que hacer verdaderos esfuerzos por no estallar también en carcajadas y fingirme ofendida.
– ¿Sabe lo que van a costarle esos comentarios cínicos, Fermín?
– Me lo imagino, ¿un avemaría y tres padrenuestros?
– No, va a tener que ser usted quien llame a los priores de las dos órdenes informando de la situación y allanando caminos.
– Inspectora, no me joda; que yo no me aclaro hablando con la jerarquía eclesiástica.
– Ya se las apañará. Cuénteles un chiste de ésos anticlericales que usted se sabe.
– ¡Jo, es usted vengativa hasta la muerte!
Se quedó enfurruñado como un niño y así entró en comisaría. Mientras se dirigía a su despacho lo oía rezongar. Perfecto, eso demostraba que su salud laboral estaba en plena forma. Llamé desde mi teléfono a Sonia y Yolanda y les ordené venir a verme. Era obvio que no estaban haciendo nada porque al cabo de veinte minutos habían llegado. Me alegré de tenerlas delante, hacía tantos días que no había tratado con ellas, que enseguida me di cuenta de que de algún modo nos hacía falta su juventud. No parecían felices, sobre todo Yolanda.
– ¿Qué, cuántos locos furiosos habéis detectado?
La cara de Sonia revelaba desconcierto, pero la de Yolanda enseguida se crispó.
– Inspectora, ¿me da usted su permiso para hablar sinceramente?
– Si vas a decirme alguna impertinencia, mejor no.
– Lo diré con todo respeto, pero la verdad, que nos haya tenido apartadas de la investigación y del servicio sin hacer nada y muertas de asco no me parece bien.
– Estabais en una misión.
– Sí, visitando psiquiátricos para nada, todo el día metidas en los bares dándole al café.
– Eran órdenes superiores.
– Pero yo la conozco a usted y sé que cuando las órdenes no le acomodan se las ingenia para saltárselas.
– Bueno, Yolanda, ya está bien. De todos modos ese trabajo quedó atrás, ahora os necesito para otra cosa.
No la reprendí con brusquedad porque su tono era el de una niña un poco díscola, en ningún caso el de una insubordinada que hubiera perdido los nervios. De repente, Sonia intervino con su vocecita meliflua.
– Yo le dije a Yolanda, inspectora, que no se preocupara porque tarde o temprano usted nos llamaría para una faena más útil y mejor. Porque aprovechando que estamos en confianza le diré que lo de los bares no ha sido nada comparado con los rollos de psiquiatría que nos arreaba el doctor Beltrán.
Como siempre que aquella pobre chica abría la boca me invadió una oleada de indignación.
– ¿Cómo has dicho, que estamos en confianza? ¡Nadie te ha dado la confianza como para hacer esos comentarios irrespetuosos sobre un colaborador de la policía! ¿Te has enterado?
– Sí, inspectora -dijo aterrorizada en lo que sonaba más como un lamento que como una afirmación.
– Y ahora pasemos al caso.
Les expliqué la búsqueda del Caldaña que nos interesaba y cómo debían organizarse para dar con él. Mientras les aclaraba todos los puntos, con franco mal humor, iba arrepintiéndome de mi reacción hacia Sonia. Pero me resultaba imposible rectificarla; la veía allí, en innecesaria posición de «firmes» y con el mismo gesto de desconsuelo que debe poner una lubina recién pescada, y se me llevaban los demonios. Me daba cuenta de que detestaba a los torpes, a los imprudentes, a los miedosos, a los… o simplemente me detestaba a mí misma por dejarme llevar de tal modo por la subjetividad. Yolanda se ponía rebelde en mis narices y le daba palmaditas en la espalda. Sonia se permitía una simple frase y le lanzaba la caballería. Intenté serenarme e hice la última recomendación en un tono demasiado sosegado para ser cierto.
– Tenéis que ser especialmente perspicaces y fijaros en los detalles, también en las reacciones de la gente que interroguéis. Es preciso que no creéis alarma, pero que registréis cualquier cosa sospechosa que podáis observar. Prudencia y discreción son los conceptos que debéis aplicar. Si algo os parece inquietante, el protocolo a seguir es despedirse de la persona sin levantar la liebre, vigilar la casa y llamarnos a mí o al subinspector Garzón inmediatamente. ¿Hay alguna duda?
– No -respondió Yolanda.
– ¿Y tú, Sonia? -pregunté con cuidado exquisito.
– ¡No! -se precipitó a contestar casi chillando.
– Muy bien, pues empezad por el principio. Yendo siempre las dos juntas, por supuesto.
El principio era simple. No existía ningún Caldaña fichado por nosotros, por los Mossos d'Esquadra ni por la Guardia Civil; de modo que el camino fácil quedaba rápidamente truncado. Sólo quedaba el sistema pedestre de buscar en la guía telefónica y en el registro. Pronto me informaron las chicas de que sólo había trece personas inscritas en Barcelona con ese nombre; número que, por moderado, me pareció tranquilizador. Menos tranquilizador era pensar en la posibilidad, para nada extemporánea, de que el Caldaña que nos interesaba viviera en cualquier otra población catalana. Cerré los ojos a esa opción, buscando ser positiva, y di la orden de comenzar.
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