– Me dan ganas de contestar que se vayan al carajo y pasar directamente a la orden del juez -comentó Garzón.
– No ganamos nada. Además, el juez no ordenaría algo muy diferente tratándose de un hombre de edad y precario estado de salud. Llame usted al abogado y dígale que lo único inaceptable es la lista con las preguntas. Pasaremos por todo lo demás.
Después de un ligero rifirrafe a cuenta del cuestionario, que se saldó a nuestro favor, concretamos la visita para las cuatro de la tarde, hora en la que el viejo habría acabado de hacer la siesta. Garzón estaba bastante nervioso cuando íbamos en el coche.
– Desde luego, cuando la gente dice que la ley no es la misma para todos tiene santa razón. A ver a qué chorizo se le tienen tantas contemplaciones.
– Le recuerdo que Piñol no habla con nosotros en calidad de sospechoso.
– ¡Da igual! ¡Ni el papa pone tantas trabas para recibir a la gente!
Al pobre Garzón le faltaba por vivir una última afrenta, también una sorpresa morrocotuda que compartí con él, y es que cuando la nutrida comitiva medicolegal estaba presta para acompañarnos frente al anciano rey, éste cogió un cabreo del demonio que sonó así:
– ¿Qué collons es esto, una comisión oficial, una fiesta de cumpleaños? ¡Aún me falta bastante para llegar a los cien! ¡Fuera, fuera de aquí!
Estaba sentado en un cómodo sillón de mimbre que ocupaba buena parte de una gran glorieta en el jardín. Tenía el pelo blanco, la cara huesuda, pero no había en su tono ni en la severidad de sus gestos ningún atisbo de demencia senil. Su hijo mayor trató de calmarlo con buenas palabras, pero él repitió sus invectivas y especificó sus órdenes.
– ¡Todos fuera, que sólo se quede la mujer!
La mujer era yo. Me asombró ver cómo todos aquellos acólitos que, teóricamente, debían suplir la falta de criterio del anciano, le obedecieron sin rechistar. Garzón me miraba remiso a sumarse al grupo de los expulsados. Le indiqué con una mínima seña que saliera también. Cuando nos quedamos solos, Heribert Piñol i Riudepera me invitó a sentarme con el semblante serio y cansado.
– Soy Petra Delicado, inspectora de la Policía Nacional.
– Sé perfectamente quién es usted. Puede que le hayan dicho que estoy gagá, pero le aseguro que mi cabeza funciona mejor que la de todos esos tarugos juntos.
– No lo dudo.
– ¿Y sabe por qué he dicho que sólo quería hablar con una mujer? ¡Porque los hombres no respetan la edad! Como lo único que les interesa es la fuerza y el poder, cuando uno se hace viejo piensan que es un cero a la izquierda. ¿Me comprende?
– Le comprendo a la perfección. ¿También sabe por qué estoy aquí?
– ¡Por supuesto que lo sé! Veo la televisión y si no tengo la vista muy cansada, también leo los periódicos. Por cierto, nunca había oído más tonterías juntas que las que están diciendo sobre este caso.
– Comparto esa impresión con usted.
– ¡Un fanático religioso, un asesino paranoico… como si estuviéramos en Estados Unidos! Aquí todos los fanáticos religiosos están en la Conferencia Episcopal, y de momento aún no se han cargado a nadie, aunque tampoco me extrañaría!
Me eché a reír con ganas. Él, sorprendido, me observó.
– Tiene usted una risa bonita, inspectora, en eso también les gana a los que se han quedado fuera.
¿Estaba coqueteando conmigo? Sin duda, los hombres coquetean siempre, eternamente, siempre se lanzan a la conquista femenina, hasta después de muertos, como el Cid.
– ¿Tiene usted una teoría propia sobre lo que ha podido suceder, señor Piñol?
– Para hablarle de eso necesito hacerme una idea de hasta dónde sabe usted, sin ocultarme nada.
– La Semana Trágica. La profanación del convento de la corazonianas. La posible reclamación de uno de sus antepasados que ocasionó una represalia policial contra el profanador. Eso es todo.
Su mente, lúcida pero quizá lenta, tardó un momento en procesar mi síntesis. Luego, su cabeza asintió con gravedad.
– Exactamente. ¿No saben nada de Caldaña?
Saqué mi pequeño bloc de notas y al hacerlo, sobresalió un poco mi pistola. A Piñol le llamó enseguida la atención.
– ¿Puede enseñarme la pistola?
La observó en mi mano, como si fuera un niño, e hizo un gesto de desagrado.
– No me gustan las armas, ni tampoco las guerras. En España ha habido demasiadas guerras.
Temerosa de que se descentrara, lo conminé a continuar:
– ¿Quién es Caldaña?
– El hombre a quien mi familia denunció tras la profanación de las corazonianas se llamaba Diego Caldaña. Pasó años en la cárcel por aquella denuncia. Fue una sentencia desproporcionada que siempre se recordó con dolor entre nosotros los Piñol. Se trataba de un obrero textil sin la menor cualificación que tenía la friolera de siete hijos. Supongo que aquel encarcelamiento hizo que la economía familiar se resintiera extraordinariamente, ya conoce usted la dureza de aquellos tiempos. Sabemos que la esposa de mi abuelo, una buena samaritana, intentó compensar a aquellos desgraciados en plan caritativo, pero su ofrecimiento nunca fue aceptado, los Caldaña eran pobres, pero orgullosos. Esta historia ignominiosa no se ocultó en el núcleo familiar, y mi padre se encargó de contármela tal como hicieron con él y tal como yo hice con mis hijos. Supongo que, en el fondo, se trata de una manera de hacer penitencia por los errores del pasado.
No sabía qué preguntarle ni por dónde abordar las aclaraciones, pero antes de que pudiera tomar la palabra, él prosiguió:
– Durante la guerra civil yo era joven aún. Como catalanista mis simpatías estaban en el bando republicano, aunque mi actividad en la guerra se limitó a estar destinado en unas oficinas militares. Uno de mis cometidos consistía en conducir un coche oficial para hacer los recados que me mandaban mis superiores. Un día, en verano del año 38, el coche en el que viajaba sufrió un atentado en cuanto lo cogí. Iba solo y me salvé de milagro de la carga explosiva que reventó casi debajo de mis pies. Todo se saldó con un par de días en el hospital, pero al salir, alguien me había dirigido una carta sin firmar. En ella podía leerse: «Las canalladas nunca se olvidan». Siempre pensé que algún descendiente de los Caldaña había tenido algo que ver en aquel intento de quitarme de en medio.
Se calló de improviso.
– ¿Y qué hizo usted?
– Nada, destruir la carta y callar.
– ¿Por qué?
– Pensará que fue por miedo a una nueva venganza, o por no dar a la luz pública el episodio pasado de la familia, pero le aseguro, se lo aseguro, que si no dije nada fue por un extraño sentido de la justicia. Me sentía liberado, como si aquella deuda afrentosa de los Piñol con los Caldaña (fueran quienes fuesen) se hubiera saldado en mi persona. Ya no les debía nada, estábamos en paz.
– ¿Y después?
– Después… nada.
– ¿No tuvo noticias del autor de la carta, no investigó…?
– No hice nada. Tampoco hubo ninguna autoridad que quisiera investigar. Los tiempos eran lo suficientemente revueltos como para que un atentado se considerara una rutina habitual. Siempre he pensado que aquello era un asunto cerrado y no he querido pensar más en él.
– Comprendo.
– De modo que si ahora quiere pasar este dato a los medios de comunicación, me da exactamente igual. ¿A quién le importan las historias pasadas?
– Señor Piñol, ¿usted piensa que nuestro caso puede tratarse de una venganza tardía contra su reputación?
– ¡Que me aspen si lo sé! A lo mejor cada tiempo lleva aparejado un tipo de venganza. En la guerra civil, atentados con bomba. Hoy en día… revuelo de periodistas tras la momia perdida hasta que vuelva a salir el tema del pasado y todo el mundo sepa que los Piñol i Riudepera fueron delatores. ¡Qué sé yo, cada vez entiendo menos lo que pasa, inspectora! Es por eso por lo que me doy cuenta de que me he hecho viejo.
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