– No, la asistenta nos ha dado de merendar a Marina y a mí.
– A Federico le ha hecho una tortilla de jamón -dijo la niña.
– Y yo me la he zampado llorando de felicidad. Tú sabes cómo se come en Londres, ¿verdad, Petra? Da igual que te cocinen cualquier especialidad: pudding , empanada de carne, porridge … todo sabe a rayos.
– Jacinta también le ha puesto pan con tomate.
– ¡Ah, el pan con tomate es un gran invento catalán; incluso mejor que la pólvora de los chinos!
Marina se reía como una loca con las ocurrencias de su hermano mayor. Nunca la había visto regocijarse de un modo tan abierto, parecía adorarlo. Cuando los tres nos acomodamos, yo provista con mi whisky, se sentó entre sus piernas y puso la barbilla sobre una de sus huesudas rodillas.
– Tienes que contárnoslo todo, Federico -lo incité a hablar para ver si lograba ponerme en forma mientras tanto-. ¿Has estado con tu padre hoy?
– Hemos comido juntos. Como ves, parece que haya venido a Barcelona sólo para comer y en cierto modo…
– ¿Qué tal en Londres, cómo van tus estudios?
– No me puedo quejar. Aprendo cosas y voy aprobando. No soy el orgullo de la familia, pero tampoco la vergüenza.
Debía parecerse físicamente a su madre, porque desde luego no me recordaba en absoluto a Marcos. Sentí una enorme curiosidad hacia él, al tiempo que me daba cuenta de hasta qué punto resultaba difícil encontrar un punto común desde el que entenderse. Ya no era un niño.
– ¿Qué tal el caso de la momia?
– ¡Bueno, eso es ir directo al grano! Veo que ya te han informado de mis cometidos profesionales.
– ¡Pero qué dices, Petra!, no ha hecho falta venir para enterarme. Los periódicos ingleses van publicando novedades sobre el caso.
– ¡No lo dices en serio!
– ¡Sí!; le llaman así, el caso de la momia. ¿Cómo no quieres que estén encantados? Por lo que cuentan es de lo más typical Spanish : fanáticos religiosos, santos incorruptos, tumbas profanadas… un filón.
Debía de haberlo pensado. A las ruedas de prensa acuden agencias de noticias que cuentan con clientes internacionales. Era evidente que aquello se nos había escapado de las manos. Pero lo que más me fastidiaba no era el alimento que el caso proporcionaba a la leyenda negra de nuestro país, sino que la fama le llegara a la policía española justo en un caso que éramos incapaces de resolver.
– No te creas que me hace mucha gracia que todo el mundo esté pendiente de nosotros.
– Me lo imagino; debe de ser mucha responsabilidad. ¿Y cómo lo lleváis?
– Mal, los pasos que damos son inseguros y lentos.
– Pero tú lo descubrirás todo, Petra, ya verás -intervino Marina, llena de fe.
– Yo no trabajo sola, hay un equipo grande conmigo. Y está el subinspector, no te olvides.
– Pues claro, ya me acordaba de él.
Federico me miró con ojos irónicos.
– Ésa es la versión políticamente correcta, ahora dime lo que piensas de verdad.
– ¿En serio quieres saberlo? De acuerdo, te lo diré. Éste es el caso más odioso, enrevesado y ridículo en el que he trabajado jamás. Cada vez que pienso en esa momia y en su absurda pata cortada me dan ganas de encontrarla sólo para poder hacer picadillo con el resto del cuerpo.
Se echaron los dos a reír. Ni siquiera me atrevía a preguntarle a Federico qué comentarios incluían los periodistas ingleses en sus crónicas, mejor no saber demasiado. Sólo pedía al cielo que mis superiores no se enteraran de la difusión que habían alcanzado nuestras andanzas; los juzgaba capaces de organizar una rueda de prensa diaria con Beltrán y Villamagna. Además, era fácil colegir que si en Gran Bretaña se habían hecho eco de la momia, lo mismo sucedería con los diarios de cualquier otro país. Lejos de sentirme una star , noté en los hombros una losa de piedra que pesaba demasiado para mí. Quizá era el momento indicado para renunciar. Claro que si lo hacía, no sólo obraría en contra de mi proverbial testarudez profesional sino que traicionaría la confianza que Marina tenía depositada en mí. Curiosamente, aquel último condicionante era el que más me importaba. ¿Por qué: por cuestiones amorosas o tiernas consideraciones hacia la infancia? No, si lo analizaba en profundidad me daba cuenta de que un niño no admira en proporción a las virtudes de la persona admirada, sino que crea un mito de infinita magnitud, erige una estatua de oro puro, consagra a un dios. ¿Y hasta dónde cae ese ser fabuloso si algo lo derrumba? Probablemente hasta el subsuelo, hasta la más completa decepción, hasta fundirse con la nada. En cualquier caso, me costaba renunciar a ser una diosa sin fisuras ni debilidades para mi hijastra. Federico me miró con simpatía.
– Yo de ti, no me preocuparía demasiado por los periodistas. Lo que vosotros no les digáis, ellos se lo inventarán.
Le sonreí, y agradecí oír la puerta de la calle abrirse. Marcos había llegado en el momento oportuno, porque yo no sabía qué contestar. Venía con los gemelos, de modo que el ambiente de la casa se animó de improviso y no volvimos a hablar de momias ni de asesinos. Hubo bromas, gritos, saltos, y comprobé cómo Federico se convirtió en un niño más como por arte de magia. Tomaba el pelo a sus hermanos, hacía con ellos amagos de lucha libre… aquél era su rol en la familia, imaginé, mientras que conmigo se comportaba como el adulto que ya era en realidad.
Salimos a cenar a un restaurante, donde continuó el ambiente de fiesta. Me divirtió observar cómo todos adecuábamos nuestra personalidad al grupo, todos menos Marcos, que continuaba fiel a sí mismo con su calma habitual. No era mi caso. Yo, abrumada por los sinsabores de la investigación, demasiado acostumbrada a la soledad, sentí unos deseos locos de evadirme de mi propia piel, de convertirme en un miembro más de aquella familiastra, pero no como madre, sino como una especie de hermana mayor. Bebí cerveza, reí, dije tonterías y participé en las algo enloquecidas conversaciones de los chicos con la mayor naturalidad. Federico era un eslabón que propiciaba un acercamiento a los más pequeños dándome la oportunidad de huir de un papel demasiado formal. Marcos me miraba, divertido, quizá comprendiendo en aquel momento lo difícil que me resultaba normalmente oficiar de madre cuando no lo había sido jamás.
En la cama, aquella misma noche, me preguntó:
– ¿Qué tal con Federico?
– Es genial. ¿Crees que le he caído bien?
– Estoy convencido.
– Resulta más fácil tratar con él que con los niños. Supongo que siempre sucede eso: te relajas con quien no espera nada de ti. ¿Piensas que soy una inmadura por pensar de esa manera?
– Quizá, no me he parado a pensarlo. Aunque a lo mejor la inmadurez consiste en esperar algo de los demás.
Me quedé pensativa.
– ¿Yo espero algo de los demás?
– No lo sé. ¿Esperas tú algo de mí?
– ¡Eso es trampa, no estábamos hablando de nosotros dos!
– Cuando los pensamientos tienen que ser diferentes al hablar de la pareja… mala señal.
– Marcos, ¿puedo pedirte un favor?
– Adelante.
– Olvídate de filosofías y durmamos de una vez.
Se echó a reír y me abrazó, como si todo fuera una broma; pero yo estaba un poco enfadada. No quería pensar en nada con seriedad aquella noche y lo que menos necesitaba era una voz exterior que me obligara a escarbar en mi mente. Por un rato había conseguido comportarme como una inconsciente, y no pensaba estropearlo ahora dando rienda suelta a una retahíla de preguntas y respuestas analíticas. Me dormí. En mis sueños tenía quince años y todo me divertía, sin más.
La visita a los Piñol i Riudepera no podía posponerse más. Si de verdad nuestros detectives eclesiásticos estaban avanzando en alguna dirección que valiera la pena, nosotros debíamos o descartar sus hipótesis o apuntalarlas. Naturalmente no me hacía maldita la gracia tener que acercarme a un notable catalán como aquél. Sobre todo porque imaginaba que a su alrededor habrían tejido una coraza del más resistente material. Por desgracia, no sólo no me equivoqué sino que mi intuición se vio superada por la realidad.
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