– Oiga, mi marido no ha hecho nada. Nosotros somos trabajadores y…
– Dele ese recado o también tendrá problemas usted.
Sin tiempo para que reaccionara, enfilamos las escaleras en un descenso veloz. En el portal el subinspector dudó de mi sistema.
– ¿De verdad le parece prudente esperarlo?
– Antes de una hora estará aquí. De acuerdo en que cualquier cosa es más importante que la policía, pero aún podemos meter un poco de miedo cuando la conciencia no está tranquila.
– ¿Y usted cree que esta gente tan bruta tiene sentido de culpa?
– No haga tantas preguntas. Le invito a un whisky, ¿qué más puede pedir?
– Un bocadillito, si es que no le parece mal.
El bar Bigotes había invadido la acera con unas cuantas mesas de plástico rojo a modo de terraza. Nos sentamos allí. Al pedir nuestro whisky el dueño tuvo la desfachatez de preguntar:
– ¿No lo han encontrado en casa?
– La policía no hace comentarios sobre asuntos de servicio. Los asuntos del servicio son sagrados -me di el gustazo de responder.
Garzón pidió un bocadillo de tortilla y nos dispusimos a ver el tiempo transcurrir; pero no habían pasado ni cinco minutos cuando la chica que nos había abierto la puerta de los Hermosilla se sentó a nuestra mesa sin saludar.
– Yo vi lo que pasó -nos soltó a bocajarro.
– De acuerdo, pues cuéntalo. ¿Sabe tu madre que has venido?
– Mi madre es una borde. Por mí se puede morir. Mi padre no es tan mal tío; pero da igual, los dos son unos cabrones.
Al menos estábamos frente a alguien para quien la familia no era sagrada, y estaba dispuesta a hablar.
– Vino mi tía Eulalia, que estaba loca pero era muy buena mujer. Le pidió a mi padre en este mismo bar donde estamos ahora que la dejara pasar unos días en casa, y mi padre le dijo que ni hablar, como siempre. No querían saber nada de ella porque vivía tirada en la calle. Entonces ella insistió: que dos hombres la perseguían, que la querían matar porque vio algo que no tenía que ver… Mi padre llegó un punto en que empezó a creerse lo que decía porque parecía que estaba en sus cabales ese día, más que otras veces. Pero la puta de mi madre dijo que antes metería ratas de cloaca en su casa que alojar a mi tía; ya ven cómo es.
– ¿Qué más sucedió?
– Nada, se quedó por el barrio dos o tres días. Yo iba viendo dónde se metía. Un día en un cajero automático, otro en un portal… Le llevaba comida para que no se muriera como un perro. Se ve que esperaba que mis padres cambiaran de opinión, pero no. Un día ya dejé de verla.
– ¿Te contó algo más?
– Nada, seguía con la historia de que la querían matar. ¡Me daba una lástima!, porque estaba muerta de miedo de verdad. Todo el rato repetía que no quería ir al Paraíso, que al Paraíso, no. Y ahora ya ve. Cuando nos enteramos por la tele de que había aparecido asesinada mi padre lloró mucho. Pero para lo que eso le sirve a mi tía…
– No reclamaron su cadáver.
– No. Mi madre decía que les harían pagar el entierro, la muy zorra. Y tampoco querían que les complicaran la vida los de la policía. No hicieron nada por ella.
Bajó la vista fiera que había mantenido durante todo su relato fija en nosotros. Añadió en un tono más bajo:
– Yo tampoco hice nada por ella. Ni vosotros.
– No supimos salvarla, es verdad -dije compungida y sinceramente.
– Nadie hace nada por nadie, ¿sabes?, siempre es así. Todo te lo tienes que currar tú y por eso si te piras de la cabeza y te da por beber estás jodido. Y mi pobre tía Eulalia se jodió. ¿Vais a encontrar a los que se la han cargado?
Garzón, que quizá por respeto al trágico testimonio había dejado de comer su bocadillo, tomó la voz cantante.
– Puedes dar por seguro que sí, chica. Encontraremos a esos hombres.
– Ahora va a venir mi padre. Ella lo ha llamado por teléfono en cuanto habéis salido de casa.
Me puse en pie, le hice una señal con la cabeza a mi compañero.
– Pues ya no estaremos aquí. Lo llamará el juez para que declare.
– Se preocupará.
– ¿A ti te importa?
Se encogió de hombros, como poniéndose en sintonía con la indiferencia del mundo. Advertí que seguía mirándonos mientras nos alejábamos. ¿Qué pensaría de nosotros? Nada, probablemente, dos piedras más en su existencia de dureza. El subinspector iba protestando porque no le había dado tiempo a acabar su tentempié. No le respondí, un cansancio que englobaba todos los tejidos, todas las células se había extendido por mi cuerpo. Necesitaba dormir, o por lo menos desconectar un rato de aquel universo de asperezas.
Al poco de entrar en el recibidor de mi casa oí con nitidez a Marina hablando animadamente con alguien. Me pareció que había aterrizado en un mundo idílico y feliz, lejano en años luz a aquel que acababa de abandonar. ¿Dónde se asentaba en realidad mi vida, en el acento vulgar y el tono resentido de aquella joven que llamaba a su madre «puta», o en la voz nueva y limpia de una niña equilibrada y encantadora? No lo sabía, en aquel momento ambas posibilidades me parecieron distantes como islas de la Polinesia, lejanas a mí, imposibles de conciliar con mi «yo». ¿Cuál era mi lugar: mi trabajo, mi casa? ¿Era una policía que investigaba la muerte de dos seres humanos o una especie de embaucadora que mantenía a un psiquiatra haciendo comunicados falsos a la prensa mientras corría tras la pata incorrupta de una momia? ¿Era una esposa según las reglas comunes o me había casado por capricho con un hombre al que no veía jamás? No era una madre, pero ¿era al menos una madrastra aceptable a quien sus hijastros apreciaban, o me toleraban nada más? Una crisis de identidad mayor que la del Doctor Jekyll cinco minutos después de haber ingerido su primera pócima se instaló en mi conciencia como un trozo de plomo. Me quedé en la oscuridad del hall , simplemente oyendo la cantinela alegre de Marina, que me resultaba relajante como un riachuelo montañés. ¿Con quién hablaría, con su padre? Era pronto para que hubiera llegado. Abrí la puerta del salón y me quedé de piedra contemplando una escena singular. Marina le hablaba a un hombre tumbado sobre la alfombra, despatarrado, con los brazos en cruz y aparentemente inerte. Ni siquiera solté una exclamación, limitándome a intentar comprender algo. Entonces el hombre se levantó: era muy alto, de miembros largos y desgarbados, nariz aguileña y negro pelo lacio. Sonrió y ante mi total incredulidad dijo:
– Estábamos jugando a momias.
Marina, al ver que mi cara no evolucionaba hacia ninguna expresión de mínima inteligencia, me informó escandalizada.
– ¡Pero Petra, es Federico! ¿No te dijo papá que iba a venir?
Sólo había visto a Federico el día de nuestra boda y ya hacía un año de eso. Hice un gesto de desolación.
– ¡Pues claro que me lo ha dicho! Lo siento, Federico, pero ahí tirado en el suelo…
– No te preocupes, Petra. Es normal que te haya pasado, yo iba para actor y, claro, como estaba representando a una momia…
Me dio dos sonoros besos en las mejillas con un estilo desenfadado y jovial. Entonces reconocí sus ojos vivos, el pelo brillante, la media sonrisa que no abandonaba jamás. Era larguirucho y desgalichado, pero sin duda resultaría muy sexy a las chicas de su edad. Recordé sobre todo su tono divertido, sus continuas ganas de bromear. Miró a su hermana y la conminó.
– Pero bueno, ¿y tú qué haces aquí? Llega nuestra madrastra después de haber estado trabajando en un complicado caso policial y ni siquiera le traes las zapatillas ni le sirves un whisky. Esperaba más de ti, Marina; como hijastra dejas mucho que desear.
– Me bastará con un whisky, no te preocupes. Y además puedo servírmelo yo. ¿Quieres tomar tú algo?
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