Alicia Bartlett - El silencio de los claustros

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El silencio de los claustros: краткое содержание, описание и аннотация

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La mejor Petra Delicado, en un caso histórico.
Un monje de Poblet experto en arte es asesinado cuando trabajaba en la restauración de una reliquia en un convento de clausura barcelonés. Petra Delicado y su ayudante Fermín, tras el desconcierto inicial, y lo que parece un asesino en serie, se documentan en el Monasterio de Poblet y sobre la pista de las reliquias. La investigación se encamina entonces hacia dos focos: los hechos de la Semana Trágica de 1909, con su ira desatada contra los intereses religiosos; y la oscura trayectoria de la poderosa familia benefactora del convento.
De sorpresa en sorpresa hasta la insospechada resolución del caso, esta incursión de Petra Delicado en los dominios del silencio, nos demuestra que nada suele ser lo que parece. Con ella, Alicia Giménez Bartlett pone a prueba su habilidad para las tramas inesperadas y para explorar los fondos turbios del alma humana.

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– ¿Aún estáis así? ¡Vamos, os estoy esperando!

Con la boca abierta a causa de su desfachatez apresuré a los niños hacia el garaje. Una vez allí, hubo nuevos amagos de pelea para determinar quién ocuparía la plaza central del asiento trasero del coche. Marina porfiaba, testaruda y cargada de razón.

– ¿Por qué he de ser yo siempre la que vaya en medio?

– Eres la que abulta menos.

– ¿Y quién dice que quien abulta menos tiene que ir en medio?

– Lo digo yo, que soy tu hermano mayor -dijo Hugo. Entonces Teo se apresuró a soltar.

– ¡Un momento! Yo soy su hermano mayor tanto como tú y la verdad es que la última vez fue ella la que se sentó en el centro.

– Pues entonces ponte tú porque…

Marcos ya estaba al volante y yo observaba la disputa bastante estupefacta, sin que se me ocurriera ninguna solución. Entonces oí la voz de mi marido clamar:

– Os doy cinco segundos para sentaros.

Se produjo una breve revolución trasera que no nos volvimos para contemplar y al cabo de cinco segundos exactos, la expedición estaba lista para partir. Atisbé de reojo con el fin de comprobar en qué había acabado la contienda. Hugo estaba en el centro, con cara de fastidio, mientras que Marina y Teo, ambos en las ventanillas, exhibían en sus bocas una sonrisita triunfal. Aquella escaramuza me sirvió para aprender dos cosas: una, si hubiera tenido hijos mi vida hubiera sido sutilmente más complicada. Y dos, la paciencia de Marcos parecía infinita pero tenía limitaciones. Esto último ya debían de saberlo los chicos, porque su obediencia a la primera voz de aviso se había revelado como ejemplar; si bien, por lo bajo, oí a Hugo decir: «No es justo», protesta que quedó perdida en el vacío.

Nos abrió la puerta el propio subinspector y me quedé patidifusa ante su aspecto. Lucía una camisa a pequeños cuadros, informal pero elegante, y un cárdigan de cachemir gris que le sentaba genial. ¡Qué lejanos quedaban los tiempos en los que, para tener una pinta desenfadada se limitaba a quitarse la corbata! Era obvio que Beatriz había obrado maravillas en su apariencia y, seguramente también en su carácter. Una amplia sonrisa se dibujó en las caras de los hijos de Marcos, el ídolo se materializaba en toda su grandeza. Él les dio la mano como si se tratara de adultos y todos pasamos al salón sin más preámbulos. Había olvidado lo elegante que era la nueva casa del subinspector: enorme, decorada con un gusto un tanto estándar, pero llena de calma y placidez ambiental. Apareció Beatriz, vestida con un sencillo traje azul marino, y tan encantadora como siempre solía ser. Cubrió a los niños de besos, atenciones y arrumacos, y después de despojarlos de sus abrigos, se los llevó para enseñarles unas miniaturas de trenes que su familia conservaba desde tiempo inmemorial. Garzón, convertido en un anfitrión perfecto, nos sirvió un aperitivo sin titubear en las formas. Para compensar su savoir faire recientemente adquirido se vio obligado a comentar:

– Le he dicho a nuestra asistenta que se tome la noche libre. Es ucraniana y habla poco español. Me pone de los nervios verla siempre deambulando por aquí mirándome con ojos de búho. Pero Beatriz está muy contenta con ella.

– Ha tenido usted una gran suerte con Beatriz; es una mujer excepcional.

– Sí que lo es, no me la merezco ni de lejos.

– ¿Qué tal se adapta a tu vida de policía? -Naturalmente, Marcos y Garzón se tuteaban.

– Prefiere no saber demasiado: lo cual es perfecto para mí. No me gustaría que se preocupara por los casos que investigo ni por mi seguridad.

Oyéndolo hablar con tanta delicadeza, en aquel ambiente sofisticado y con aquella ropa tan adecuada a la ocasión, me parecía que no era mi compañero Fermín, sino alguien vagamente relacionado con él. Lo cual me turbaba, haciéndome añorar a aquel policía brusco con quien solía compartir horas de trabajo. Bebimos y charlamos hasta que regresaron Beatriz y los chicos. Los gemelos venían muy entusiasmados por las miniaturas, pero Marina estaba inquieta. Se acercó a mi oído para preguntar:

– ¿Podemos darles ya los regalos?

Asentí, notando un vago desasosiego en el estómago. Entonces la niña fue a comunicarles mi permiso a sus hermanos y Teo, en nombre de ambos gemelos, le dio la caja de chocolates a Beatriz. Ésta lanzó una exclamación de placer.

– ¡Lenguas de gato! Son unos bombones buenísimos, y muy tradicionales en España. Habéis tenido una gran idea.

– Ahora, tú -animé a Marina; pero ella se aferró a su carpeta.

– No, yo la última.

Entonces Marcos le dio a Garzón la botella de whisky añejo que le traía y yo le alargué a su esposa la más que evidente orquídea que había colocado junto a mis pies. Como es lógico, todo fueron parabienes y agradecimientos. Asegurándose de que la ofrenda general había concluido, Marina se aproximó al subinspector y le entregó su presente con aire angelical. Él, encantado y echándole teatro, iba descubriendo los diferentes envoltorios de papel con que la niña había velado su tesoro. Al final, apareció el dibujo. Garzón se quedó mirándolo como quien ha visto un fantasma y soltó: «¡Coño!», sin pararse a pensar.

– ¡Fermín! -le reconvino su mujer por la expresión, y se inclinó sobre él para comprobar qué la había motivado. Entonces su cara también se trasmutó y sólo acertó a exclamar:

– ¡Dios Santo!

Yo había empezado a divertirme de verdad mientras Hugo y Teo, conscientes de que algo extraño pasaba, se lanzaron sobre el dibujo de su hermana con verdadero ardor. Fue Teo quien lanzó una cáustica carcajada e informó:

– Es el subinspector en plan matanza de Texas.

Hugo se reía de buena gana. Marina hizo un puchero y, para que nadie la viera llorar, salió corriendo en dirección desconocida. Marcos no conseguía entender nada y, para sacarlo de su estado de estupor, Garzón le pasó el dibujo de la niña. Tampoco él se comportó con moderación a la hora de las exclamaciones, puesto que todo cuanto dijo fue:

– ¡Joder!

Beatriz, siempre dulce, intervino.

– Quizá alguien debería decirle a la pequeña que Fermín nunca dispara sobre la gente, que la policía está para…

– ¡Se lo hemos dicho mil veces! -respondió Marcos-. No sé qué mosca puede haberle picado para dibujar una cosa así.

– Puede que el subinspector haya alimentado en exceso alguna que otra fantasía infantil -apunté con malicia. Garzón recogió el guante enseguida.

– Sí, puede que todo haya sido culpa mía porque yo…

Marcos le interrumpió.

– No, la culpa es nuestra y os debemos una disculpa…

De repente un resuello mal reprimido de Teo le hizo volverse y descubrió a sus hijos disimulando malamente las carcajadas, medio derrumbados sobre la alfombra. En ese momento montó en cólera.

– ¡Y vosotros dos! ¿Se puede saber qué os hace tanta gracia? ¡Para empezar sois vosotros quienes debéis una disculpa a vuestra hermana por reíros como unos estúpidos! Luego le tocará a ella disculparse con el subinspector y Beatriz. ¡Id a buscarla!

– No, por favor, no saquemos las cosas de quicio -repuso Beatriz-. La cría ha obrado de buena intención y ahora está dolida por cómo hemos reaccionado. Voy a buscarla yo y empezaremos a cenar como si nada hubiera pasado.

Al levantarse provocó que el papel con el dichoso dibujo volara hasta el suelo y quedara expuesto a la vista de todos. En cuanto los gemelos tuvieron ocasión de contemplarlo de nuevo, estallaron en risotadas que apenas si podían sofocar. Yo, contagiada por el jolgorio y, muy a mi pesar, empecé a reírme también. En medio de aquel pandemónium en el que nadie sabía muy bien qué papel representar, sonó mi teléfono móvil. Era Yolanda. Me aparté para contestar.

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