– Tienen una fundación.
– Sí, no somos las únicas que reciben un beneficio, pero creo que el resto de actividades están más ligadas a temas sociales. Es el signo de los tiempos, también.
– ¿Qué ideología tienen los Piñol?
– No lo sé, inspectora, la familia la componen muchos miembros, ni siquiera sé cuántos.
– Sí, pero ¿en general?
– Pues serían de derechas, supongo, aunque tampoco tanto, porque siempre han tenido cierta pátina nacionalista, una defensa de la identidad catalana.
– Madre Guillermina, hablemos de revoluciones y guerras.
Dio un respingo que implicó a todo su cuerpo. Se quitó las gafas, volvió a ponérselas. Pulsó el timbre que tenía sobre la mesa.
– ¡Jesús, inspectora, no me haga hablar de algo tan terrible! Yo nací en el 51 y no me acuerdo de nada. Dios me preservó de la terrible guerra fratricida, por lo que le doy las gracias aún.
– Sólo quiero saber qué sucedió con el convento durante la guerra civil, también si fue quemado durante la Semana Trágica. Eso sí debe saberlo.
Entró una monja con la bandeja del té. La dejó sobre la mesa. La superiora le preguntó:
– ¿Dónde está la hermana Domitila?
– En la biblioteca, estudiando con la hermana Pilar, que tiene un examen en la universidad dentro de dos días.
Se volvió hacia mí.
– No le importa que sea ella quien conteste, ¿verdad? Yo sé las cosas a grandes rasgos.
Asentí y la mandó llamar. Mientras llegaba sirvió el té, tiró el cigarrillo que estaba fumando.
– No es que me esconda de las hermanas mientras fumo, pero es más respetuoso no hacerlo a la descarada.
La hermana Domitila pidió permiso para entrar. Por su mirada comprendí que se sentía feliz de haber sido requerida. Me sonrió con su cara inteligente.
– ¿Hay alguna novedad? -se atrevió a preguntarme sin reparos.
– La testigo que vio a los hombres sacar el cuerpo del beato ha sido encontrada muerta, asesinada.
Las dos monjas reaccionaron igual, ahogando una exclamación imprecisa y doliente. La hermana Domitila se santiguó, su superiora la siguió en el gesto de piedad. Luego la madre Guillermina bajó la vista, mientras la hermana la clavaba en mí de modo inquisitivo.
– ¿Saben quién ha sido, inspectora?
– No, aún no.
– ¡Dios eterno! -dijo la priora-. ¿Qué ha pasado para que nos rodee tanta muerte?, ¿por qué a nosotras, por qué aquí?
Dejé un tiempo para que se recuperaran de la impresión. La madre estaba seriamente afectada. La hermana, haciendo gala de su condición de intelectual, parecía luchar contra su devoradora curiosidad. Pero no le permití que me friera a preguntas y fui yo quien volvió a plantearle las cuestiones que acababa de exponer hacía un rato. Pareció contenta de que confiáramos en ella como historiadora y demostró su innegable erudición.
– Durante la Semana Trágica nuestro convento no llegó a arder, pero fue profanado. Se robaron objetos preciosos de culto y alguna de las imágenes de santos apareció mutilada. Hay constancia de todo ello en la memoria interior del convento, que llevaba al día la monja que en la época se ocupaba de la biblioteca. Incluso existe una relación de las reparaciones que debieron hacerse y de cuánto costaron. Si le interesa el dato puedo consultar los documentos originales, que todavía no están informatizados.
– ¿Qué ocurrió con el beato?
– Nada que haya quedado registrado. Seguramente se le respetó. Por lo que puede leerse en otras crónicas, los grupos de incontrolados sentían cierto temor de los cuerpos incorruptos, sin duda por superstición. Eso motivó que no se les tocara.
– Comprendo. ¿Y durante la guerra civil?
– Durante el conflicto el convento no fue atacado, si bien sirvió como albergue de una guarnición de soldados republicanos y como consecuencia de ello hubo algunos destrozos, pero no existió expolio ni profanación.
Apunté lo que me decía con todo detalle. De repente la hermana habló titubeando:
– Inspectora, yo… bueno, su ayudante el subinspector me contó la teoría del hermano Magí sobre la frase escrita en el cartel del asesino y… bueno, por sus preguntas deduzco que le han dado más crédito que a la mía. Pero es que debo reconocer con toda humildad que es mucho más plausible, mucho mejor. Sin duda me equivoqué con mi hipótesis sobre los enterramientos.
– Es un poco pronto para saber si esas teorías nos serán útiles en la investigación; pero en cualquier caso esperamos contar siempre con sus valiosos conocimientos, hermana.
La cara se le iluminó. Siguiendo el patrón jerárquico, le dije a la madre que podía darle permiso para retirarse. Cuando nos quedamos solas la superiora encendió un cigarrillo ipso facto .
– Esta hermana vale su peso en oro, se lo aseguro. Es sabia, pero al mismo tiempo voluntariosa y humilde. No teniendo bastante con el trabajo regular que le he asignado y con tutelar a la hermana Pilar en sus estudios, a veces se ofrece para tareas de limpieza o para ayudar a la hermana portera con la intendencia. Para mí todas las monjas son iguales, pero sé reconocer los valores que puso Nuestro Señor en algunas de nosotras, y esta hermana Domitila es un orgullo para el convento, créame.
Sin hacer mucho caso de los halagos que profería con cierta dignidad maternal, le pregunté de pronto algo que ya sabía, pero que quería oírle decir una vez más.
– Oiga madre, ¿y toda esta historia del adecentamiento del beato de quién partió en realidad? ¿Cómo se le ocurrió un buen día organizar los trabajos?
– Fue una orden que vino de la superiora general. Esa orden, que incluía el inventario de tesoros y documentos, no afecta sólo a nuestro convento, sino a todos los de la orden.
– ¿Y dónde está la priora general?
– En nuestra casa madre. Sólo viene una vez cada año, y algunos años ni eso; pero todas las superioras tenemos que reportarle cada trimestre.
– ¿Sabía su benefactor que se estaban realizando esos trabajos?
– ¿El señor Piñol? Pues sí, se le informó porque a todos los que colaboran con nosotras les pedimos una derrama para pagar las investigaciones; lo que buenamente nos pudieran dar. Pero de verdad le aseguro que no entiendo por qué me pregunta por el señor Piñol. Y tampoco entiendo las preguntas sobre la Semana Trágica o la guerra civil. ¿Por qué no me lo cuenta todo, inspectora?
– No podría en este momento porque, sinceramente, no sé nada aún. Cuando tenga las ideas más claras le prometo que le contaré.
Me levanté y al tiempo que lo hacía, ella pulsó el timbre y dijo:
– Pero, inspectora, aún no puede irse. No se ha tomado el té. ¿Tan horrible lo encuentra?
Me excusé y tragué de un golpe un té ya frío y que, efectivamente, dejaba bastante que desear. Para entonces ya tenía a la hermana portera esperándome para custodiarme hasta la salida adonde sin perder ni un minuto más, me encaminé.
Había silencio absoluto cuando llegué a casa. Mientras vivía sola, después de una jornada de trabajo tan estresante como aquélla, solía servirme un whisky e intentar poner orden en todo cuanto había sucedido. Sin embargo, ahora sólo tenía ganas de acostarme para notar el cuerpo caliente de Marcos cerca de mí. Claro que si me metía en la cama con la cabeza llena de interrogantes en estado puro, probablemente mis ojos no se cerraran en una hora o dos. Decidí ir a la cocina, servirme un vaso de leche y acudir al ordenador para conectarme a Internet. Así lo hice y frente a la pantalla, siempre servicial, tecleé las palabras «quema de conventos en España». Me sorprendió la cantidad de «sitios» en los que se daba cuenta de esos acontecimientos. Navegué por ellos, sin un objetivo claro. Había páginas de libros de historia, trabajos universitarios, fragmentos de revistas… y extrañamente, un montón de foros de debate. ¿Foros de debate sobre un tema tan antiguo? Entré en varios de ellos y mi sorpresa no hizo sino crecer. Posturas radicales a favor y en contra de tales hechos históricos, daban lugar a réplicas y contrarréplicas cada vez más subidas de tono ideológico. Se leían cosas como:
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