– La hermana Pilar, no es mala idea. Hablaré con la superiora.
– Yo procuraré recabar más datos sobre aquel convento quemado.
– ¿A las once de la mañana es buena hora para usted?
– Pediré permiso al prior; no creo que haya ningún inconveniente.
A la vuelta conducía yo y mi compañero, libre ya de éxtasis espirituales, tenía puesta en la radio una emisora deportiva a toda castaña. Varios comentaristas que charlaban entre ellos aludían a la Liga de fútbol llenándola de intrigas y pasiones hasta el punto de hacerla parecer la historia de Inglaterra en manos de Shakespeare. Yo había llegado a un notable grado de autoconcentración, de modo que no me molestaba en absoluto. Ni siquiera protesté por que el volumen estuviera demasiado alto. Había llegado a comprender que a todos los hombres, sin ninguna excepción, las noticias sobre deporte les resultaban imprescindibles. Me parecía bien, se trataba de una antigua tradición, inocua por otra parte. Además, tras aquella ceremonia funeraria tan alejada de la vida real, un baño de mundo cotidiano me sentaba bien. Pensé en mi marido y tuve la impresión de que hacía siglos que no lo veía. Si era cierto que el roce hace el cariño cualquier día de aquellos nuestro matrimonio se iría al carajo.
Primero dejé a Garzón que, medio zombi por el cansancio acumulado, se limitó a decir: «La veo en el convento». Después llegué a mi casa y encontré a Marcos cenando en la cocina.
– No te he preparado nada -confesó, y añadió luego con un leve deje de reproche-: Como no sabía nada de ti…
– He ido al entierro de la víctima. De la primera, porque como bien sabes, ya acumulamos dos.
– Yo tampoco he tenido un buen día.
– ¿Pasa algo con los niños?
– No, es el proyecto. Un socio del cliente ha impugnado una parte de los planos y hay que replantearla.
– ¿Y eso no es algo usual?
– Más o menos, pero me fastidia porque los motivos en los que se basa la impugnación son absurdos.
– ¡El absurdo está por todos lados! ¿Qué estás comiendo?
– Un poco de rosbif que había en la nevera. Por cierto, Jacinta ha dejado una nota diciendo que, como no hagamos pronto la compra por Internet, tendrá que cocinar tortas de harina.
Me dejé caer en una silla. No conseguía ordenar en mi mente todos los planos interpuestos que la realidad ofrece: en la misma época y casi el mismo lugar hay monjes que entierran a sus muertos entre cánticos, asesinos extraños que recurren a la historia para matar, policías que investigan, arquitectos que diseñan, asistentas que dejan notas y, por encima de todo, hay que comer, siempre hay que comer.
– Quiero meterme monja -bisbiseé.
– ¿Qué has dicho?
– Nada, una gilipollez. Ya lo haré yo.
– ¿Qué?
– Comprar por Internet. Mañana iré un rato más tarde a comisaría. Total…
Me miró y sonrió.
– Lo siento, te he hecho un recibimiento bastante malo, pero es que la vida a veces se pone turbia, ¿verdad?
– Más que un charco con ranas. Hoy en ese entierro he pensado que los sacrificios que impone ser fraile no tienen mérito en el fondo.
– ¿Lo piensas de verdad?
– Sí, en la capilla de Poblet había muchos monjes cantando. ¿Qué significa eso? Que tienes un montón de tíos que te hacen las veces de familia. ¿Un día te encuentras pocho y protestón? ¡Bueno, pues entre cuarenta hermanos siempre habrá alguno dispuesto a sacarte del mal trance! Mientras que en el matrimonio…
De pronto, Marcos se echó a reír.
– Para ti, todos los males de la creación están sintetizados en el matrimonio. Y sin embargo, ¡te has casado tres veces!
– Tres malos días los tiene cualquiera. Además…
– ¿Además…?
– Además si vuelves a meterte conmigo harás la compra tú en Internet.
– Te toca a ti.
– Me da igual.
Nos miramos, irónicos y cansados.
– Vámonos a dormir -propuso él. Y acepté. Dormir en soledad era uno de los pocos inconvenientes que le encontraba a la vida monástica.
La puñetera madre superiora no quería conceder su permiso para que la hermana Domitila acudiera de nuevo a comisaría. Le propuse que la acompañara la hermana Pilar como carabina, pero tampoco se avino.
– Incluso la hermana Domitila, con muy buen criterio, considera que debido a su juventud, no es conveniente que la novicia visite un lugar así.
Perdí la paciencia y elevé la voz.
– Madre Guillermina, ¿se da cuenta de que tengo la facultad de llamarla a declarar de modo oficial y no podría negar su consentimiento?
– Lo siento mucho, inspectora; pero da la casualidad de que usted no la llama para declarar en calidad de testigo ni nada por el estilo, sino para que, con sus conocimientos de historia, la ayude a desentrañar ciertos aspectos del caso.
¡Joder con la monja! Con toda seguridad había llegado a ser superiora por algo. De modo inopinado vislumbré la solución ideal.
– ¿Y si la acompaña usted? Naturalmente no tendría que esperar en un pasillo, sino que podría estar presente en las deliberaciones.
Al otro lado del teléfono hubo un silencio prolongado. Oí una especie de pequeño bufido. Estaba exhalando el humo de un cigarrillo. Por fin dijo:
– ¿A qué hora?
– Dentro de un par de horas.
– Está bien -dejó caer desmayadamente como si se tratara de una auténtica concesión.
– Un taxi pasará a recogerlas, ¿le parece?
– Ya le he dicho que sí -exclamó fingiendo mal humor, y luego añadió con una resignación que sonó a pura falsedad-. Todo sea por colaborar con la policía. No quiero que nadie pueda afirmar que las corazonianas no hicimos todo lo posible en este trance.
Dos horas más tarde, me alegré de ver a las dos monjas contrastando vivamente con sus hábitos en el entorno policial. La madre Guillermina no podía evitar de ningún modo que su enorme curiosidad por el lugar no aflorara a sus ojos vivos e inteligentes. Mientras Garzón disponía la sala y recibía al monje, me ofrecí a llevarlas de visita por las instalaciones. La superiora ni siquiera se molestó en negarse y ambas me siguieron por despachos y archivos, mientras yo les daba explicaciones que intentaba dotar de cierto interés. Les dije:
– Si quieren, cuando acabemos, nos damos una vuelta por la policía científica. Incluso podríamos hacer algo mejor: usted, hermana Domitila, empieza a trabajar con el hermano y el subinspector, mientras la madre Guillermina y yo hacemos esa visita.
En los ojos de la superiora observé que no había nada en el mundo que hubiera podido hacerle más ilusión. Se le iluminó la cara, pero enseguida volvió a ensombrecerse.
– No sé si es correcto, inspectora.
– ¡Por supuesto que lo es!, puede que en el convento se encuentre todo reglamentado, pero ahora no está usted allí.
– Se supone que el convento está donde haya una sola monja corazoniana.
– De acuerdo, ¿y por qué no llevar un poco de la paz del convento a la policía científica?
Se echó a reír. Entonces intercedió la hermana Domitila:
– Vaya usted, madre, es una buena información que después puede trasmitir a la comunidad.
Aceptó por fin, y se la veía feliz y contenta mientras caminábamos por la calle. Hacía un sol radiante, y sacó una pequeña funda de gafas de donde extrajo un anticuado par que se colocó.
– Con esas gafas de sol parece usted una actriz del Hollywood clásico -le dije. Se rió.
– Tiene usted ideas de casquero, como se decía en mi pueblo. Estas gafas llevan un montón de años en mis bolsillos, y deben durar hasta que me muera, que pido a Dios que no sea pronto.
– ¿No tiene usted derecho a comprarse nada?
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