Alicia Bartlett - El silencio de los claustros

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La mejor Petra Delicado, en un caso histórico.
Un monje de Poblet experto en arte es asesinado cuando trabajaba en la restauración de una reliquia en un convento de clausura barcelonés. Petra Delicado y su ayudante Fermín, tras el desconcierto inicial, y lo que parece un asesino en serie, se documentan en el Monasterio de Poblet y sobre la pista de las reliquias. La investigación se encamina entonces hacia dos focos: los hechos de la Semana Trágica de 1909, con su ira desatada contra los intereses religiosos; y la oscura trayectoria de la poderosa familia benefactora del convento.
De sorpresa en sorpresa hasta la insospechada resolución del caso, esta incursión de Petra Delicado en los dominios del silencio, nos demuestra que nada suele ser lo que parece. Con ella, Alicia Giménez Bartlett pone a prueba su habilidad para las tramas inesperadas y para explorar los fondos turbios del alma humana.

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– Entonces, ¿qué sugieren ustedes que hagamos? -preguntó Garzón intentando poner las cosas en claro.

– Humildemente pienso que entre la hermana Domitila y yo deberíamos llevar a cabo dos labores de investigación histórica: por una parte, revisar todos los documentos que puedan hallarse en el convento de las corazonianas en los que existan alusiones a la quema de conventos de la Semana Trágica. Por otra, acudir a los archivos de la diócesis y buscar todo lo que haya sobre el convento de Sant Felip Neri y su trágico final. Y si la hermana Domitila no puede abandonar sus obligaciones en el convento, yo mismo haré solo el trabajo si me lo autoriza mi prior, de lo cual estoy convencido.

La mencionada hermana dio un salto en su asiento como si una avispa le hubiera clavado el aguijón.

– ¡De ninguna manera! Hay legajos en el convento que sólo yo sé dónde están. Además, no sería justo apartarme de la investigación ahora que parece centrada en un asunto concreto. -De pronto, se dio cuenta de que todos observábamos su reacción con cierta sorpresa y, rectificando sobre la marcha, miró a su superiora y después añadió en un tono mucho más dócil y comprensivo-: Naturalmente todo depende de que la madre Guillermina me conceda permiso, y de que ustedes consideren que mi colaboración puede ser valiosa.

– Por mi parte, creo que es muy necesario que usted nos eche una mano -dije con sinceridad. Entonces la madre superiora resolvió in situ .

– Claro que tiene mi permiso. Cualquier cosa que sirva para esta investigación contará siempre con el apoyo de las corazonianas.

Me quedé con las ganas de saber si entre toda aquella gente de iglesia las cosas eran tan desinteresadas como parecían, o si a cada uno de ellos los movían razones mucho más ancladas en los vicios humanos. Por ejemplo, podía ser que el hermano Magí hubiera intentado quitarse de en medio a la hermana Domitila con aquel ofrecimiento de trabajar en solitario. También era plausible que la propia hermana no quisiera de ningún modo que los méritos de la investigación quedaran ahora fuera de su persona. E incluso en el caso de la madre superiora, era posible que diera su aquiescencia por no verse privada de toda la suculenta información que las pesquisas históricas pudieran brindarle. Pero no deseaba ser malpensada y además me daban igual los motivos, lo cierto era que tendría a dos expertos de primera magnitud ejecutando una labor para la que la policía no se encontraba preparada.

Un taxi se llevó a toda la corte celestial de nuestras dependencias y nos quedamos solos Garzón y yo.

– ¿Qué le parece? -me preguntó. No pude sino encogerme de hombros.

– ¿Y qué quiere que le diga, Fermín? Es verdad que una venganza con tantos años de por medio me da la sensación de inverosímil, pero cuando echo una mirada a alguna gente extraña que puebla este país…

– Vamos a ver qué sale de todo este jaleo. ¿Qué hacemos usted y yo? No querrá que nos sumemos a las sesiones de historia.

– No, usted y yo tenemos que vérnoslas con Coronas y el portavoz mientras todo esto se aclara un poco.

– ¿Vérnoslas de qué manera?

– Hay que pedirle al psiquiatra que vuelva a actuar. Nunca habíamos tenido a la opinión pública tan calladita como los días en que él les daba el parte.

– Igual dice que con el poco caso que le hacemos no quiere ayudarnos de nuevo.

– Nos ayudará. Les dará pan y circo psiquiátrico a los ciudadanos. Dígale al comisario Coronas que necesitamos asesoría médica otra vez. A él también le parecerá estupendo. Voy a hablar con Sonia y Yolanda.

– A Sonia le dará otro ataque de nervios cuando le diga que tiene que seguir buscando locos.

– No importa, teniendo un psiquiatra a mano siempre podrá hacer algo por ella.

– Bien, de ese modo tenemos en marcha dos líneas de investigación, pero no me ha contestado: ¿qué hacemos usted y yo?

– Iniciar la tercera, por supuesto. Pero antes nos vamos a tomar la tarde libre.

– ¡No me diga!

– Lo que oye. Le he prometido a Marcos que me haré cargo de los niños.

– ¿Quiere que vaya con usted?

– No, gracias, Fermín. Declino su ofrecimiento en esta ocasión. No quiero que me robe todo el protagonismo frente a mis hijastros.

– Es usted peor que la monja Domitila. ¿Ha visto con qué apasionamiento se negaba a verse apeada del carro?

– Monjes o seglares, todos nos parecemos, créame.

Servirles de canguro a mis hijastros era una actividad que me convenía. Sin duda encontraría la manera de poner mi mente en blanco y descansar de las incidencias de un caso tan correoso. Estaba un poco harta de correr tras los acontecimientos sin que éstos generaran hipótesis aceptables sobre las que ponerse a trabajar en serio. Yo misma me había ofrecido a Marcos para quedarme con los chicos. La cita era a las cinco y llegaron los tres con máxima puntualidad.

– Hemos ido a buscar a Marina a su casa en un taxi -me informó Hugo.

– Luego hemos venido los tres solos -añadió la niña, contenta con la hazaña.

– Eso indica lo mayores que sois ya -respondí intentando halagarlos.

– Yo ya había ido solo en taxi otras veces -terció Teo, siempre superior.

Se quitaron los abrigos y empezaron a moverse por el salón en plan tranquilo, pero enseguida les hice saber que era su anfitriona de modo especial.

– Vuestro padre no llegará hasta las ocho y yo no iré a trabajar esta tarde, de modo que podéis disponer de mí. Si os parece bien, nos vamos al cine.

Este planteamiento les sorprendió. Se miraron entre ellos sin saber qué contestar. Por fin Teo tomó la palabra.

– ¿Y qué película iríamos a ver? Porque para ponernos de acuerdo entre nosotros siempre hay follón.

– ¿Qué tipo de follón?

– Marina quiere ver películas de dibujos o cursiladas de princesas.

– ¡No es verdad! -soltó la niña sin añadir ninguna explicación.

– Y a Hugo le gustan las americanas de béisbol o de pandillas de jóvenes que dicen horteradas.

– ¡Vaya, ya salió el listo! -protestó el encartado.

– ¿Y a ti, qué te gusta a ti?

– Las de miedo con fantasmas que revientan a la gente y le sacan las tripas -se apresuró a puntualizar Marina, vengativa.

– Las que más me gustan son las de crímenes, en realidad -respondió Teo.

– Todas son iguales, y al final siempre atrapan al asesino y no te lo crees ni de coña -finalizó Hugo.

– ¡Pues sí que estamos buenos! -resumí-. Ya que es tan difícil ponerse de acuerdo, voy a mirar la cartelera y la escogeré yo.

Por sus caras de pasmo colegí que no esperaban una conclusión tan tajante, pero nadie protestó. Busqué en el periódico y me incliné por una solución ecléctica.

– En el Capitol hacen un documental sobre los animales del Ártico. Como a mí me chiflan los animales iremos a verlo.

Seguramente pensaban que mi estilo despótico era consecuencia directa de mi profesión, y yo no me entretuve en desmentirlo. Sólo el díscolo Teo aventuró un comentario cínico que se parecía ligeramente a una protesta.

– Seguro que esos animales estarán todos en vías de extinción por el cambio climático y la culpa la tendremos nosotros que gastamos demasiada agua caliente en la ducha. Siempre es así.

Hice como si no lo hubiera oído y me preparé para salir de casa encabezando la expedición. Me sentía rarísima caminando por la calle con tres niños. Era una sensación nueva. A ratos pensaba que sería divertido encontrarme con algún conocido, y otros esa misma posibilidad me producía auténtico horror. Pero no encontré a nadie, como era de prever.

Entramos en la sala y en cuanto se hizo la oscuridad, fuimos trasportados por un universo de hielo donde el juego de la vida y la muerte, tan presente siempre en todo, se materializó ante nosotros en forma de animales que luchaban por la supervivencia. En algunos momentos duros de la vida natural, por ejemplo cuando un oso atacaba a un montón de pacíficas morsas, temí que la película no fuera adecuada para los niños. Luego recapacité sobre la ñoñería de ese pensamiento y me di cuenta de hasta qué punto es fácil volverse hiperprotector y retrógrado cuando se tienen hijos pequeños. Debía dar mil veces gracias al cielo por haberme librado de semejante responsabilidad. En cualquier caso, cuando salimos del cine, los niños se encontraban tan pimpantes, mientras yo tenía un mal cuerpo horroroso después de haber contemplado los excesos propios de la vida salvaje: lucha entre especies, hielos deshaciéndose y padres oso que agredían a sus propias crías para no tener competencia entre machos. Más valía no establecer comparaciones con el reino de los humanos, por lo que pudiera pasar.

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