– Solo lo que sea necesario, y estar a la moda no es necesario.
– La verdad es que, si empiezas a entrar en detalles, es obvio que llevan ustedes una vida llena de sacrificios.
Se quedó callada. Aquella mujer me caía bien. Hubiera podido en aquel momento soltarme una soflama sobre las personas más necesitadas o el amor de Dios, pero se limitó a callar, mientras seguía mirándolo todo con interés y una media sonrisa en los labios. De repente hubo algo que le llamó la atención: un joven ejecutivo que, aparentemente, hablaba solo mientras andaba a toda prisa. Me miró como buscando una explicación.
– Habla por el teléfono móvil, y lleva un artilugio insertado en su oído -le aclaré. Se volvió un poco para seguir observando.
– Eso no lo había visto aún. Produce una sensación de locura, ¿verdad?
– Hay veces en que a mí todo me produce una sensación de locura.
De pronto se quedó mirando el escaparate de una tienda de deportes. Me sorprendió. Se vio en la necesidad de explicarse:
– Esas mancuernas parecen de un material nuevo. Las que yo uso son metálicas.
Me sorprendió de nuevo y de nuevo me puso en antecedentes.
– Muchas monjas hacemos gimnasia; es una buena manera de cuidar nuestra salud. Nos ponemos bombachos y una camiseta, un pañuelo en la cabeza.
Sonreí, intentando que no se notara lo mucho que me chocaba aquella noticia, pero era muy lista y se percató.
– Le parece ridículo, ¿a que sí?
– No, en absoluto.
– Sí que se lo parece. Estoy segura de que enseguida ha pensado en una monja con bombachos hasta la rodilla como aquellos levantadores de pesos antiguos.
No pude evitar una carcajada.
– ¿Lo ve?
– No, sólo me hace gracia una cosa: a la gente le intriga saber cómo viven tanto los monjes como los policías, y nosotras no somos ninguna excepción. A usted le pica la curiosidad lo policial y a mí lo eclesiástico.
– Eso significa que ambos colectivos vivimos un poco al margen de la sociedad.
– Pues me alegro.
– ¿De vivir al margen?
– De que usted y yo tengamos un punto en común. Quizá nuestras vidas no son tan diferentes como parecen.
– Quizá no -respondió, y nos sonreímos.
La excursión a la policía científica resultó un éxito total. Dejé a la monja en manos de mis compañeros y más tarde la recogí. Se mostraba impresionada.
– Inspectora, nunca le agradeceré suficientemente esta asistencia. Todo me ha resultado novedoso; más que novedoso: apasionante. ¡Tantos medios técnicos, tanta sabiduría al servicio del orden!
Parecía excitada como una chiquilla.
– ¿Le apetece que tomemos algo en un bar antes de regresar a comisaría?
Como si le hubiera propuesto una actividad al borde de la decencia dudó un instante.
– No sé si resulta muy adecuado que una monja entre en un bar.
– Sólo se trata de un café.
Aceptó, y entramos en una ruidosa cafetería de la Vía Augusta llena de gente y animación. La madre Guillermina lo observaba todo con la ilusión y el asombro de un crío en una juguetería. Nos instalamos en la barra y pedí dos cafés. Muchos de los clientes nos miraban, ya no es tan corriente ver monjas por la calle como lo era en España años atrás. Pensé que las monjas de hábitos llamativos acabarían siendo una rareza antropológica. Afortunadamente mi compañera de farra no parecía enterarse de la atracción que despertaba. Se divertía como una loca, paladeando cada sorbito de café. En el convento se la veía segura de sí misma, dominando el medio y llena de un viejo saber que la convertía en un personaje digno y experimentado. Aquí, sin embargo, perdido cualquier resabio de la clausura, se aniñaba de un modo casi encantador.
– Fíjese en esos canapés -dijo señalando unos complicados montaditos que se exhibían en la barra-. Voy a pedirle a la hermana cocinera que nos prepare algo así los domingos.
Se rió, regocijada por su propia broma, quizá divertida al comparar aquellas delicatessen con la comida cuartelada que a buen seguro servían en el convento. Me reí yo también. La madre me caía cada vez mejor. En vez de lanzar críticas sobre las novedades ciudadanas que pudieran escandalizarla, se dedicaba a fijarse en las cosas placenteras y agradables.
El regreso a comisaría fue traumático para ambas. Me di cuenta de que yo también había disfrutado sirviéndole de guía en algo tan presuntamente fácil como la vida cotidiana. Pero ahora nos esperaban las deducciones históricas de nuestros expertos, que sin duda nos apartarían del aquí y el ahora irremediablemente.
En la sala de juntas, Garzón y los dos eclesiásticos habían trabajado al parecer de manera incansable. Por la mirada de mi subalterno pude comprender que el tiempo dedicado a las pesquisas históricas había resultado interesante. Nos sentamos a la mesa y el propio Garzón hizo de director de la reunión en su inefable estilo verbal.
– Aquí estos dos… colaboradores han estado sacando conclusiones y creen que la pata, perdón, el miembro del beato, ha aparecido en la plaza de Sant Felip Neri porque allí se encontraba el convento de los monjes de la orden de Sant Felip, que fue quemado por la masa durante la Semana Trágica. Después de ese hecho hubo una gran represión sobre los culpables e incluso un par de trabajadores fueron condenados a muerte. Consecuentemente, lo que los hermanos apuntan es que puede tratarse de una venganza de algún descendiente de los ajusticiados o represaliados. También descartan que el beato, bueno, la momia fuera de otra persona como habíamos llegado a sospechar, porque ahora a partir del pie pueden practicarse estudios de ADN, lo cual el asesino evitaría si quisiera mantener la personalidad del falso beato oculta. No sé si me he explicado bien; porque la verdad es que todo esto me parece un lío de mil demonios.
La madre superiora fue la primera en reaccionar.
– Pero vamos a ver, no lo entiendo, ¿por qué en caso de que fuera una venganza, iban a vengarse en la persona del hermano Cristóbal? ¿Y por qué roban la momia del convento de las corazonianas? ¿Nosotras qué tenemos que ver con la quema de un convento que no fue el nuestro?
– Pues ése es el punto -respondió vivamente el subinspector-. Nos faltan nexos de unión entre las piezas de la hipótesis. Hemos pensado que a lo mejor el asesino ha buscado una caja de resonancia para su acción sabiendo que los periódicos se lanzarían sobre este tema. Entonces, cuando le parezca que el nivel de expectación es máximo, dará a conocer el motivo de su acción en uno de esos carteles de letra gótica.
– No diga «uno de esos carteles»; de momento sólo ha escrito el primero.
– Es verdad -dijo tímidamente el hermano Magí-. Resulta extraño que en el lugar del asesinato de la testigo no haya dejado ninguno, tampoco junto al pie de la reliquia mancillada. Si quiere jugar a enigmas debía continuar con su sistema, ¿no?
– Sí, a mí también me parece raro -dijo Garzón.
– A lo mejor no es la misma persona -exclamó la madre Guillermina. La miré con gravedad.
– A usted que le gusta conocer métodos policiales debe saber que no se puede hacer el más mínimo comentario que no tenga su justificación detrás. ¿Por qué los asesinos no serían la misma persona?
Se quedó desconcertada y me miró con mal humor.
– Esperaba que fuesen ustedes quienes completaran una posible explicación.
– Quien mató al hermano Cristóbal mató también a la mendiga, madre. Y quienquiera que fuera, tiene en su poder la momia del beato. Eso es un axioma inamovible por el momento -sentencié.
– Un dogma de fe -bromeó el hermano Magí.
Toda aquella seguridad que exhibía yo frente a extraños no dejaba de ser una pátina de pintura que enmascaraba la realidad: no estaba segura de nada.
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