Salí del coche y me metí en la cabina. Marqué el 091. Una rutinaria voz femenina respondió al otro lado de la línea.
– Buenas tardes. Quería hablar con el inspector Ramírez.
– ¿Es una emergencia?
– No, soy un amigo suyo.
– Entonces, ¿por qué llama a este número? Aquí no estamos para dar recados personales.
– Lo siento, he perdido su teléfono.
– ¿Ramírez ha dicho?
– Sí.
– Un momento.
Al cabo de cinco segundos la voz preguntó:
– ¿Eduardo Ramírez?
– Sí -creí recordar.
La voz me dictó siete cifras y advirtió:
– Y esta vez guárdelo bien.
– Gracias.
Marqué el nuevo número. Desde el coche, Begoña me observaba atentamente.
– ¿El inspector Ramírez, por favor?
– Un momento.
Reconocí la voz que contestó perezosamente:
– Ramírez.
– Tengo algo para ti, inspector.
– ¿Quién es?
– Galba.
– ¿Dónde estás?
– No me hagas perder tiempo. No voy a dejar que me localices. Limítate a escuchar. Si quieres cazar al que ordenó la muerte de Claudia Artola voy a entregártelo. También yo me entregaré. Espero que haya comprensión para mi caso.
– Descuida.
– Yo llegaré en un coche rojo pequeño, y él en un deportivo blanco. Dentro de cinco horas justas en el polígono de Fuencarral. Apunta la calle.
Le di las señas del cruce y agregué:
– Te doy tiempo para que despliegues por allí a tu gente. Que sean discretos. Organízalo bien, que me juego la vida.
– Galba, espera un momento.
– Ya lo sabes todo. No me falles, Ramírez, porque no tendrás otra oportunidad como ésta. Convence a quien tengas que convencer. Adiós.
Regresé junto a Begoña.
– ¿Ya está? -preguntó.
– Más o menos. ¿Tienes hambre?
– ¿Te parece que puedo tenerla?
– Yo sí la tengo, al menos. Vamos a buscar un bar.
Arranqué y fuimos a una especie de restaurante. Al principio tuve la tentación de entrar a comer tranquilamente. Pero tampoco había que excederse.
– ¿De qué quieres el bocadillo? -interrogué.
– De lo que haya -repuso, mirando a otro lado.
– No te muevas de aquí. Sería una tontería por tu parte, ahora que queda tan poco.
Compré dos bocadillos de jamón y dos cervezas. Durante toda la operación no le quité el ojo de encima a Begoña, pero no intentó nada. Al cabo de un par de minutos volví al coche y lo llevé otra vez junto a la cabina telefónica. Allí despachamos los bocadillos y las cervezas en silencio. Cuando hubimos terminado, sugerí:
– Ahora podemos echar una siesta. Tenemos tiempo.
Begoña me miró con curiosidad.
– ¿Qué ha pasado esta mañana? No te he visto tan confiado desde que empezó nuestra accidentada relación.
– No te dejes engañar. Soy un hombre sin ilusiones.
– Me gustabas más cuando me parecías indefenso.
– No se trata de gustarte.
– Es una lástima. Que siempre se imponga lo feo, quiero decir.
– Al menos no podrás decir que no he jugado limpio. Desde el principio supiste cómo eran las cosas.
– Qué me importa la limpieza. Habría preferido un engaño interesante.
– Lo siento, Begoña. En mi próxima vida moriré por ti. A ésta has llegado tarde.
La vi pensar y tuve miedo de sus pensamientos. La vi construyendo mentalmente la frase y tuve miedo de su voz.
– No te pido nada, ni siquiera que lo sientas -murmuró.
– No merece la pena, Begoña.
– Vamos, hombre devastado. Es lo menos que puedes hacer.
Sus ojos se habían puesto brillantes y su cuerpo se aproximaba, casi imperceptiblemente. Era demasiado hermosa para negarse a tomarla, aunque ahora pesaran en mi conciencia tantas cosas que la volvían pequeña y errónea. Begoña estaba acostumbrada, sin duda, a adivinar cuándo un hombre la deseaba. Pensé mezquinamente que no era indispensable descender hasta la arena en que ella podía humillarme, que podía salir ileso de aquel desacierto al que me estaba invitando. Olvidándome de quién era ella y de quién era yo llevé mi mano hasta su nuca. Aparté sus cabellos y toqué su piel tibia. Atraje hacia mí su cabeza y la besé con la desesperación que nunca había podido darle ningún adolescente. Begoña se entregó a aquella ceremonia simulada con toda la energía de su belleza hambrienta de significado. Yo sabía lo que estaba buscando y no me importó si creía o no que lo conseguía. Aquel abrazo era una manera como cualquier otra de pasar el tiempo que me quedaba antes de deshacerme de ella. Al fin y al cabo, una manera menos trabajosa que seguir hablando. Por eso, dejé que se consumiera su pasión extraviada y después la tuve quieta y caliente sobre mi pecho. Yo había sido tan joven como para haberme entregado como una fiera a las muchachas como aquélla, pero ahora, y la sensación no era del todo desagradable, comprobaba que podían aburrirme con una infinita suavidad. No era mi triunfo sobre ellas, sino una sosegada forma de redondear la derrota.
Durante la última hora estuve constantemente pendiente del reloj. Veía avanzar la manecilla como si fuera barriendo porciones de mi alma, disfrutando de aquella calma tensa que discurría hacia algo que por primera vez en tanto tiempo yo había dispuesto. Saboreé la soledad del artífice con la misma delectación torcida con que debía de haberla saboreado Pablo mientras tramaba su celada. Pero mi placer era doble, después de haber sido un juguete del capricho ajeno.
Al fin llegó el momento. Me quité cuidadosamente a Begoña de encima, salí del coche y entré en la cabina. Marqué el teléfono de Jáuregui. Una voz desconocida gruñó:
– Diga.
– Quiero hablar con Emilio Jáuregui.
– ¿Quién es?
– Soy su hija.
La voz tartamudeó una especie de reproche antes de enmudecer. A los pocos segundos, Jáuregui estaba al aparato.
– Escúchame, maldito cretino de mierda -empezó a rugir.
– Con calma, Emilio. Te va a dar una angina de pecho.
– Acabaré encontrándote, cabrón. No te va a reconocer ni tu puta madre, cuando termine contigo.
– Ella menos que nadie, por desgracia. No tengo tiempo para sostener un debate contigo, Jáuregui. Ni tú tampoco.
– ¿Qué hostias quieres, idiota? Dímelo y te lo daré. Después ya puedes esconderte bien, por la cuenta que te trae.
– Mis peticiones son modestas. Soy una persona muy sencilla. Tienes quince minutos para estar en esta calle. Toma nota.
Le di las señas que le había dado a Ramírez.
– Vendrás en el deportivo blanco de tu hija. Solo. Yo apareceré con ella en un coche rojo. Si algo no me gusta lo teñiré de rojo también por dentro. Con la sangre que haya en la cabeza de tu hija.
– Hijo de perra. ¿Cuánto quieres que lleve?
– Cinco duros. Cogidos con los dientes. Te quiero a ti, precioso. Date prisa. Ya sólo te quedan catorce minutos. Si no estás a esa hora la mataré. Sabes que me sobran razones.
Colgué. Estaba muy tranquilo. Después de haberlo planeado, después de ponerlo en marcha, todo sucedería por sí solo, al margen de mí. Volví al coche, con Begoña. Todavía estaba adormilada, aunque me había estado espiando mientras hablaba con su padre.
– ¿A quién has llamado?
– A un amigo. Me aseguraba de que tu padre ha cumplido su parte.
– No sabía que tuvieras amigos. Ahora le matarás, ¿no? ¿Cómo lo harás? ¿Usarás mi cuerpo como parapeto?
– Te equivocas, Begoña. Vas a ir tú sola. A menos que seas tú quien le mate, no le pasará nada.
– No te entiendo.
– Te devuelvo, simplemente. Por el momento me conformo con que tu padre me entregue algo que quiere casi tanto como te quiere a ti. Te cambio por un rehén más cómodo. Ya ajustaremos cuentas más tarde.
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