Lorenzo Silva - Noviembre Sin Violetas

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Juan Galba se cree a salvo en su tranquilo empleo en un balneario. Hace ya una década que disolvió la sociedad criminal que formaba con su gran amigo, Pablo Echevarría, muerto en extrañas circunstancias. Pero un día se presenta en el balneario Claudia Artola, la viuda de éste. Lleva consigo unas cartas que obligarán a Juan a volver, muy a su pesar, a los manejos ilícitos. Por una lealtad no exenta de culpa, deberá proteger a Claudia de una implacable persecución y resolver un escabroso crimen. Pero lo que Juan no sospecha es que tras la sucesión de cadáveres y asesinos, se perfila una venganza perfectamente trabada.
Noviembre sin violetas parece, en una primera aproximación, una apasionante y vertiginosa novela policíaca. Sólo que en este caso el enigma encuentra al detective y no al revés, como suele ser habitual en este género. Desde esa inversión de los cánones, nada es lo que parece y los personajes casi nunca muestran su verdadero rostro. La novela es, en fin, una reflexión sobre la absolución que quizá merezca toda acción humana y sobre la condena que pesa, por el contrario, sobre sus consecuencias.

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– Por diversas razones. Para empezar, podías tener algún socio.

– Absurdo. Debíais haberlo descartado, por mis antecedentes y lo que sabíais de mi personalidad.

– Sabíamos de tu complicidad con Lucrecia.

– Eso es una falsa impresión.

– Lo dudo. En cualquier caso, las apariencias invitaban a creeros de acuerdo. Y ésa era la segunda razón para no tener prisa por detenerte.

– ¿Por qué? ¿Qué otras consecuencias sacabas de mi presunta complicidad con ella?

– Que no eras un asesino, al menos en la opinión de Lucrecia. No es probable que alguien encubra al asesino de su hermana.

– Ni imposible.

– Lucrecia no tenía ningún motivo para estar interesada en la muerte de Claudia. Tampoco hay que complicar demasiado las cosas de entrada. Si han de complicarse ya suelen hacerlo solas.

– Como técnica de economía policial puede servir, pero no para retrasar mi detención o al menos mi interrogatorio.

– Había algo más.

– Qué.

– El cuadro.

– ¿Qué cuadro?

– No intentes convencerme de que no lo sabes. Todos lo saben en el mundillo. La música, de Gustav Klimt. No el pequeño de 1895, sino el grande, pintado en 1898 y, según la historia oficial, quemado por los alemanes en la guerra. Tu amigo Echevarría murió por causa de ese cuadro. Por encontrarlo o por inventar que lo había encontrado. Desde hace un año hay mucha gente obsesionada con el mito del cuadro perdido. Personalmente, no descarto que fuera la causa de que asesinaran a Claudia Artola. A alguien se le debió ocurrir de repente que ella podía tener el cuadro, aunque era notorio que hacía años que ella y Echevarría no formaban un matrimonio feliz. O bien hubo algo más que una ocurrencia repentina.

– Perdona un segundo. Hace tanto que estoy fuera de esto que me cuesta asimilar. De modo que todo ha sucedido por un cuadro que no existe. Pero la policía también cree que existe, y hasta imagina que yo puedo saber dónde está.

– A estas alturas, y con todo lo que ha pasado, la policía no puede desechar nada. Un tipo se medio suicida despertando la peligrosa codicia de sus enemigos, un año después su mujer es estrangulada y para acabar de enredar el panorama un antiguo camarada que llevaba una vida de ermitaño desde hace una década se planta en Madrid y se encuentra varias veces con la hermana de la difunta. Demasiado jaleo para que no haya algo detrás. No soy propenso a creer en historias fantásticas, pero lo soy menos a admitir que una sucesión de hechos tan singulares sea sólo fruto de la casualidad.

– Así que esperabais que os condujera hasta el cuadro. ¿Y por qué no seguisteis esperando?

– En cuanto supe que ibas armado pensé que tal vez me hubiera equivocado en mis suposiciones. No podía esperar a averiguarlo cuando acribillaras a alguien. Además, si te cogía con un arma y munición tenía algo de que acusarte. Eso podía incitarte a colaborar.

Mientras escuchaba a aquel policía diligente y precipitado me maravillaba de la malvada precisión con que Pablo había calculado que yo no había de enterarme de la causa de su muerte antes de leer su mensaje escondido al final de un intrincado laberinto. Había asegurado que el padre Francisco no me diría nada, utilizando cualquier argucia, y había previsto que del resto de los iniciados sólo hablaría con Jáuregui y con Lucrecia, que tampoco me dirían nada o peor aún, me dirían lo que él quería que me dijesen. Me había puesto en las manos dados trucados, y jugando sólo con ellos había permanecido ignorante de algo que incluso aquel estudioso pero ingenuo muchacho sabía. Y ahora, una vez cumplido el juego en la manera en que el antojo de Pablo lo había dispuesto, me encontraba con la dudosa recompensa de que la situación se había invertido y era yo quien sabía de La música lo que los demás, seguramente Jáuregui y Lucrecia incluidos, no alcanzaban a soñar.

Desde aquel conocimiento solitario, sentí de pronto el deseo malsano de abusar de Ramírez.

– Reconozco, inspector, que has sido relativamente hábil. Pero detecto en tu actuación algunos errores de bulto. Primero: si estaba confabulado con Lucrecia, ¿por qué en lugar de callar acerca de mí ella dio mi nombre en cuanto la interrogaste, aunque se reservara mi apellido?

– Francamente, no lo sé. Pero esto no son matemáticas.

– Segundo: antes de apostar por mi inocencia en función de mi supuesta confianza con Lucrecia, ¿por qué no investigaste dónde estábamos los dos la noche en que mataron a Claudia?

– Lucrecia estaba en una cena con personal de su departamento. Nueve testigos. Coartada impecable.

– ¿Y yo? ¿No le preguntaste al director del balneario, durante aquella conversación telefónica?

– No. Y reconozco que eso fue una omisión imperdonable.

– Así que no tienes la menor idea de dónde estaba yo esa noche.

– No he dicho eso. Ayer volví a hablar con tu jefe, o ex jefe. Ya no esperaba que regresaras, por si te interesa saberlo. Le hice esa pregunta que se me olvidó hacer la primera vez. La noche en que asesinaron a Claudia no estabas en el balneario. Habías pedido otro extraño permiso con cargo a vacaciones acumuladas.

Me sorprendió la calma con que Ramírez dijo aquello, que era prácticamente una acusación. También me desconcertó verme cazado en mi propia trampa. Pero tuve la serenidad necesaria para preguntar:

– ¿Y cómo se te ocurrió llamar ayer a mi jefe?

– Por otro suceso singular. El último de la cadena hasta ahora. Ayer encontramos dos cadáveres en un piso de un barrio periférico. Ella se llamaba Inés Aranda. No tenía nada de particular, que sepamos, salvo que murió estrangulada, como Claudia Artola. El tipo era harina de otro costal. Óscar Larrosa, un célebre secuaz de Echevarría que llevaba un año aparentemente fuera de la circulación. Lo mataron con una pistola del nueve corto, una Astra muy antigua, un arma bastante rara. Como ésa con la que me estás apuntando. Fue como dejar el DNI, Galba. Por no faltar, no faltaban ni tus huellas dactilares. Estaban por todo el piso. Incluso te vio salir algún vecino, para rematar la faena.

Ramírez disfrutaba visiblemente. Era su momento y yo lo había procurado con ciega torpeza. Debía haber calculado que no les había sido difícil relacionarme con lo ocurrido en casa de Inés. Si habían logrado lo más difícil, nada les impedía descifrar lo que era obvio.

– Comprendo, inspector. De modo que me tenéis cogido. Todo está aclarado y todas las pruebas me señalan.

– No hay por qué ir tan deprisa.

– ¿Qué puede deteneros?

– Cuando hablé con el director del balneario, ayer por la mañana, todavía no teníamos los datos del estudio forense. Nos los dieron a mediodía. Claudia Artola e Inés Aranda fueron estranguladas por un individuo de manos muy grandes. Mucho más grandes que las tuyas. Curiosamente, las marcas concordaban perfectamente con las dimensiones de los dedos de Óscar Larrosa. Sólo se te imputa una muerte, Galba. Y tal vez tenías buenas razones para causarla. Tu situación no es tan grave, si cooperas y nos ayudas a despejar los puntos oscuros que nos quedan. Nadie va a llorar a Óscar Larrosa.

En su día me había extrañado que la policía me persiguiera. Ahora que comprobaba cuánto habían descubierto estaba prácticamente estupefacto. No atinaba a decidir si Pablo no había contado con esto o si también la posible intervención de la policía formaba parte de su juicio de Dios. En cualquier caso, yo no podía ponerme a luchar codo con codo con Ramírez. Nuestras razones para intervenir en aquella guerra eran demasiado dispares, y el fin que él perseguía no tenía mucho que ver con el que ahora me movía a mí, aunque no debía excluir que aquel policía pudiera servir a mis propósitos. Traté de transmitirle la idea:

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