Lorenzo Silva - Noviembre Sin Violetas

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Juan Galba se cree a salvo en su tranquilo empleo en un balneario. Hace ya una década que disolvió la sociedad criminal que formaba con su gran amigo, Pablo Echevarría, muerto en extrañas circunstancias. Pero un día se presenta en el balneario Claudia Artola, la viuda de éste. Lleva consigo unas cartas que obligarán a Juan a volver, muy a su pesar, a los manejos ilícitos. Por una lealtad no exenta de culpa, deberá proteger a Claudia de una implacable persecución y resolver un escabroso crimen. Pero lo que Juan no sospecha es que tras la sucesión de cadáveres y asesinos, se perfila una venganza perfectamente trabada.
Noviembre sin violetas parece, en una primera aproximación, una apasionante y vertiginosa novela policíaca. Sólo que en este caso el enigma encuentra al detective y no al revés, como suele ser habitual en este género. Desde esa inversión de los cánones, nada es lo que parece y los personajes casi nunca muestran su verdadero rostro. La novela es, en fin, una reflexión sobre la absolución que quizá merezca toda acción humana y sobre la condena que pesa, por el contrario, sobre sus consecuencias.

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De los quince años que siguieron, en Indochina y en Argelia, no sé demasiado. Kempe tuvo una mujer vietnamita y otra argelina, y las perdió a las dos. Cayó prisionero en Dien Bien Fu y sobrevivió al cautiverio en los campos del Vietminh. Un balazo durante una patrulla en Argel le privó del ojo derecho, aunque iba buscando su vida. A los cuarenta y dos años era suboficial legionario y había pasado más de la mitad de su existencia combatiendo en guerras injustas, siempre del lado del opresor. Venciendo la inercia de más de veinte años de uniforme, se licenció. Para aquella época casi había olvidado a la mujer pálida que tenía enterrada en los Alpes. Su memoria conservaba las coordenadas, pero su corazón no tenia fuerza para poseerla, o tal vez era que su cerebro habituado al horror había dejado de concebir la inusitada belleza que aquella criatura, salida de la fantasía de un vienés erotómano, representaba y prometía en el fulgor de sus ojos enigmáticos. Fuera cual fuese la razón de su incapacidad, el hecho es que se estableció en Marsella y nunca más regresó a Austria.

Cuando yo le conocí tenía cerca de ochenta años pero era un anciano imponente, que miraba implacablemente con su único ojo, desde su metro noventa de estatura, todo lo que se movía en una oscura taberna del puerto. Me llamó la atención el parche negro, el acento extraño, y valiéndome de su relativa pobreza conseguí hacerme amigo suyo pagándole el vodka que bebía con moderación pero sin piedad, de un solo trago desesperado. Alguna noche tomó más de lo acostumbrado y empezó a relatarme fragmentariamente su historia. El tipo me interesó cuando me contó su pasado legionario, y llegó de veras a atraerme cuando, una vez apartado aquel sedimento, llegó a su época de SS. Por aquel tiempo yo me había aficionado a meditar acerca del mal con singular empeño, de manera que aquel individuo me pareció poco menos que providencial

Al principio no quiso decirme su rango, pero no me costó llevarle al estado de ánimo en que lo confesó con orgullo. Entonces quise sonsacarle acerca de sus crímenes, a lo que ya no se mostró tan dispuesto. Me dominé para que no advirtiera mi decepción y me propuse ser paciente. Seguí pagándole la bebida y dándole conversación, hasta que otra noche, la última que le vi, mi paciencia encontró una recompensa inesperada. No me describió matanzas atroces, saqueos desenfrenados o sádicas ceremonias. Me refirió, como el máximo de sus crímenes, con el que debía de dar por satisfecho mi interés, la historia que he transcrito antes. Podrás imaginar mi sorpresa y mi emoción. Fueron tan grandes que ni siquiera se me ocurrió disimularlas. Le pedí abiertamente la localización exacta del lienzo de Klimt y él, sin pensarlo ni resistirse, me la dio. Si he de morir un día de éstos, sin que los dioses me hayan dejado tenerla, dijo, qué me importa que se la lleve el primero que pase.

Así fue, hermano, como yo me la llevé. El cilindro metálico estaba enterrado a gran profundidad, bajo el roble que él había mirado en 1945 antes de separarse para siempre de su amada. La labor de sellado, que había realizado el sargento ucraniano, había sido impecable. La tela estaba en perfecto estado de conservación, y cuando la extendí ante mis ojos, en la habitación de un hotel de Salzburgo, un escalofrío como nunca había sentido me recorrió el espinazo. Allí estaba, incuestionable, en todo el esplendor de su colorido, aquella inquietante Euterpe que sólo había conocido en antiguas fotografías en blanco y negro. Digo esplendor de su colorido aunque su piel era tan blanca y sus cabellos tan oscuros, porque no era lo mismo reconocer estas tonalidades en la impotencia de una limitada impresión fotográfica que verlas desplegarse en la infinita fuerza de un pincel guiado por un artista en estado de iluminación. Casi en ese mismo instante, en mi mente empezó a gestarse el plan que ahora que lees estas palabras está llegando a su final. Por fin disponía de algo lo bastante sublime como para arreglar las cosas entre nosotros, hermano.

Mi plan requiere que ahora no me extienda en sus detalles. Sólo te diré que no fue corto ni fácil de ultimar, que me exigió perversas alianzas y terribles sacrificios, además del que afrontaré en cuanto suelte esta pluma y guarde este papel. Puedes imaginar el revuelo que organicé cuando, después de que nuestro viejo conocido el padre Francisco me certificara innecesariamente la autenticidad del lienzo, filtré a través de él la noticia de que existía y no había sido destruido como todos creíamos. Una vez que el revuelo fue lo suficientemente amplio, y después de ajustar los demás detalles, me di a conocer en los círculos oportunos como poseedor del cuadro. De eso hace pocas semanas, y ya estoy seguro de que van a matarme. Incluso sé quién lo hará, y sé cuándo y cómo, también gracias al cuadro, me ayudará a celebrar este juicio sobre nosotros que en el tiempo que rige para ti mientras mantenemos esta postrera conversación, tan distinto del que rige para mí mientras la preparo y sin embargo el mismo, estará a punto de concluir.

No queda espacio para más ni queda nada más. Tengo que irme de aquí y es indispensable que nadie localice este sitio. En el armario del cuarto pequeño, el que no tiene ventanas, encontrarás La música de Gustav Klimt. Que los dioses te dejen tenerla, como no le dejaron a Kempe. Y si no eres tú quien ha leído estas cuartillas, hermano, a mí tampoco me importará que se la lleve el primero que pase. Sólo deseo que algún día la alcance el fuego al que pertenecemos todos, incluso ella que escapó de Immendorf.

Begoña me observaba con contenida expectación. Aguardó a que terminara la última línea y devolviera las cuartillas al sobre y sólo entonces preguntó:

– ¿Malas noticias?

La miré como si no estuviera allí, como si sus palabras procedieran de una oquedad que se abría indebidamente en el muro terrible que las revelaciones de Pablo habían erigido en el centro de mi cerebro. Creía saber bastantes cosas acerca de ese muro, cosas que una hora antes no había sospechado o no había querido sospechar. Pero todavía había otras por descubrir, y entre ellas estaban ciertos detalles que importaban más que el sentido o el sinsentido de todo. De pronto Begoña me resultaba una distracción inadmisible. Y sin embargo, estaba allí y tenía que hacer algo con ella. Tratando de aparentar normalidad y calma, le informé:

– Voy a tener que salir, pero no puedes venir conmigo. Te quedarás aquí. Vamos a buscar un sitio cómodo al que pueda atarte.

13 .

La soledad del artífice

Dejé a Begoña atada a una butaca, amordazada y a oscuras, y llevando débilmente en mi memoria el rencor cansado de su última mirada bajé a la calle. Cuando arranqué ya sabía adonde iba y sospechaba lo que podía ser capaz de hacer. De entre todos mis adversarios, era de Lucrecia de quien esperaba las más completas explicaciones y a ella a quien suponía merecedora de la venganza que ilimitadamente alimentaba mi corazón. La abyecta emboscada que había preparado el demente moribundo que antes había sido mi amigo necesitaba del concurso de alguien de sutil inteligencia, y a esos efectos me costaba creer en la aptitud de un fatuo como Jáuregui. Sin duda era ella, Lucrecia, quien había desempeñado aquel papel. Pensando en ella podía hacer que mi sangre hirviera, porque ella estaba viva y me había infligido fríamente todos los daños particulares que me impulsaban. Casi agradecía al destino y a la tortuosa previsión de Pablo que ella existiera. A ella podía golpearla. Si sólo hubiera tenido el triste fantasma de Pablo, presuntuoso y patético, abstracto y desvanecido, no me habría quedado otra alternativa que dejar que mi rabia se consumiera y esterilizara en una resignada especie de tedio o tristeza.

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