– ¿Y quieres que te diga por qué no quise? -propuse.
– Haz como quieras.
– Tiene que ver con la mujer de la que me acordaba ayer, en los jardines.
Infaliblemente, Begoña volvió a prestarme atención. Administrándome, comencé a contarle partes inofensivas de la verdad:
– Aquella mujer era la hermana de Lucrecia. Tuve con ella una aventura indebida y los dos lo pagamos. De esto hace demasiados años. Yo la olvidé y ella también me olvidó. Pero la vida tiende a la imperfección, así que no hace mucho volvimos a encontrarnos. No pasó nada, en el sentido que tal vez estés imaginando, pero sí ocurrieron otras cosas. Ninguna agradable. Al final nos separamos y esa misma noche alguien la mató. De eso hace un mes, o menos. Así empezó esta historia. Fui a ver a Lucrecia sólo para hablar de su hermana. No puedo saber qué le ha contado a tu padre. Lo que sé es lo que pasó. Yo no saqué nada de Lucrecia y Lucrecia no sacó nada de mí. Créelo o no, pero no te precipites a juzgarme por lo que vaya diciendo por ahí alguien como ella.
Begoña estaba notoriamente impresionada.
– ¿Estás insinuando que mi padre tiene algo que ver con la muerte de la hermana de Lucrecia? -preguntó.
– No estoy seguro. Pero tú les has oído hablar. Quizá hayan mencionado el asunto.
– Ni siquiera sabía que Lucrecia tuviera una hermana.
– Tal vez tu padre engaña a Lucrecia. O Lucrecia a tu padre. O los dos estuvieron de acuerdo en matarla y no les gusta hablar de ello.
– A su propia hermana. No puedo creerlo.
– ¿Por qué no? Depende de lo que haya en juego. Y eso tú sí lo sabes, Begoña.
Me contempló con desconfianza. A continuación contestó:
– Yo no sé mucho. Y todavía no ha llegado el momento de compartirlo contigo. Tal vez nunca llegue.
– Tal vez. Acaba tu desayuno. Nos marchamos.
– ¿Adónde vamos a escondernos ahora?
– No vamos a escondernos. Vamos a atacar.
– Estás loco.
– No. Ahora ya sólo juego sobre seguro. No tengas miedo. Y sigue siendo una buena chica, como hasta ahora. No pienso arriesgar nada, ni siquiera por ti. Si me causas algún problema habrá una desgracia.
– Vuelves a amenazarme.
– No quiero que olvides en qué estás metida.
– No te esfuerces por eso.
Terminamos el desayuno y nos dirigimos al vestíbulo. Pagué la cuenta y pedí una guía de Madrid. El individuo de la recepción se mostró altivamente satisfecho de poder proporcionarme una muy reciente. La calle Zamora estaba cerca de Cuatro Caminos. Subiendo por Bravo Murillo, a mano izquierda. Agradecí al recepcionista su amabilidad y le devolví la guía. Superando mis previsiones, pareció captar la ironía de mi agradecimiento.
– Que tengan un buen viaje -deseó, sin ganas.
– Lo intentaremos -aseguré, mirándole recto a los ojos, para inquietarle. Era un lujo relativo, porque aquel tipo ya se había fijado lo bastante en mí.
Cinco minutos después, mientras salíamos a la autopista, tiré por la ventanilla el DNI de Restituto Arniches y borré al recepcionista de mis pensamientos. Begoña se había acurrucado en su sitio, con los pies sobre el salpicadero, y estaba obstinadamente pensativa. Todavía era temprano, sobre las nueve y media. La carretera iba despejada y todo habría podido ser agradable si hubiera tenido otro coche. En alguna pendiente descendente, pese a todo, conseguí rozar los ciento treinta, ante la perfecta indiferencia de Begoña.
Llegamos a Madrid sobre las diez, cuando empezaba a remitir el atasco del lunes. Fuimos directamente hacia el centro. Tuve algún problema para orientarme, entre los autobuses que se amontonaban vacíos al final de la hora punta y los taxistas homicidas que transportaban a los desocupados o a los que se habían dormido. Pero finalmente atravesamos bajo el paso elevado de Cuatro Caminos y poco después estábamos ante el número tres de la calle Zamora. Era una casa de cuatro pisos, la altura media por aquellos contornos. Ni era de reciente construcción ni estaba en ruinas. Tenía un aspecto oscuro y discreto. Pablo había sabido elegir, cualquiera que fuera el propósito para el que la había elegido. Me costó un rato aparcar, pero pude hacerlo a una distancia razonable de la casa. Antes de bajar del coche avisé a Begoña:
– Por aquí las calles son estrechas y me resultaría difícil perseguirte. Prefiero que mientras estemos por esta zona vayamos cogidos de la mano. Espero que no te dé vergüenza.
– Mientras no te la dé a ti.
– Tendré que aguantarme. No salgas hasta que yo te abra la puerta.
Llevando a Begoña de la mano, me encaminé hacia el número tres. Marchaba rápido, tirando inconscientemente de su brazo. Ella se dejaba arrastrar de visible mala gana.
– ¿Adónde me llevas con tanta prisa? -se quejó.
– No me interesa dejarme ver demasiado, y menos contigo.
– ¿Está lejos? Si hay que correr mucho más no sé si podré soportarlo.
– No sufras. Es esa casa de ahí.
Entramos en el portal. A nadie se le habría ocurrido otra cosa que mirar los buzones. Y en el correspondiente al Segundo A, cualquiera habría leído el nombre que yo leí: Pablo Echevarría. No podía ser más sencillo ni más limpio. Sólo había costado un poco descifrar la clave de acceso. Después de lograrlo no había que esforzarse. Subimos al segundo piso y la puerta, adecuadamente sumida en un recoveco bastante umbrío, demostró ser una nueva facilidad. La forcé en menos de un minuto, bajo la atenta mirada de Begoña.
El piso, como es natural, olía a cerrado y estaba lleno de polvo. No convenía abrir las ventanas, para no despertar la curiosidad de nadie, de manera que busqué el cuadro de la luz y coloqué la llave en la posición conveniente. Luego apreté el interruptor más cercano y la luz se hizo. Eso quería decir que alguien seguía pagando el recibo. O que la cuenta bancaria adonde lo enviaban aún tenía fondos. El piso estaba lleno de armarios viejos, un número desproporcionado de ellos en comparación con las dos o tres sillas y la solitaria cama que descubrí en uno de los cuartos más pequeños. No había fotografías en las repisas ni cuadros en las paredes. Sobre la única mesa, un reloj de plata ennegrecida permanecía detenido en las siete y cuarto. La esfera, en contraste con la sucia armazón, era de un blanco luminoso. Y tenía una peculiaridad: los números que representaban las horas estaban desordenados. Begoña se quedó observando aquel extravagante artefacto mientras yo concluía el inventario del mobiliario que se amontonaba en las diversas habitaciones. De nuevo alguien se había preocupado de que resultara casi inevitable dar el paso siguiente. Entre tantos enseres destartalados y polvorientos, al retirar una sábana apareció ante mí un reluciente escritorio de madera de raíz. Iba a abrir el único cajón que había entre sus diminutos departamentos cuando Begoña me interrumpió.
– ¿Es ésta tu casa? -siseó, con sorna.
– No -respondí, separándome instintivamente del escritorio.
– ¿Qué hemos venido a hacer aquí, entonces?
– Vengo a buscar una cosa.
– ¿Puedo preguntarte qué?
– No. Yo también tengo mis secretos.
– Claro. Oye, es bonito ese escritorio. ¿Qué hace en medio de todos estos trastos? ¿Y cómo está tan limpio?
Begoña se aproximó al escritorio y su mano se fue derecha al cajón. Lo sacó y vio lo que había en él al mismo tiempo que yo lo veía y sospechaba lo que significaba.
– Un sobre, cerrado -dijo, cogiéndolo-. Y hay algo dentro. ¿Algún mensaje secreto?
Aproveché mientras lo elevaba para agitarlo ante mis narices y se lo quité. Begoña bromeó:
– Dios santo, qué ansia. ¿De quién es, que te pone tan nervioso?
– De un amigo de tu padre.
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