Lorenzo Silva - Noviembre Sin Violetas

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Juan Galba se cree a salvo en su tranquilo empleo en un balneario. Hace ya una década que disolvió la sociedad criminal que formaba con su gran amigo, Pablo Echevarría, muerto en extrañas circunstancias. Pero un día se presenta en el balneario Claudia Artola, la viuda de éste. Lleva consigo unas cartas que obligarán a Juan a volver, muy a su pesar, a los manejos ilícitos. Por una lealtad no exenta de culpa, deberá proteger a Claudia de una implacable persecución y resolver un escabroso crimen. Pero lo que Juan no sospecha es que tras la sucesión de cadáveres y asesinos, se perfila una venganza perfectamente trabada.
Noviembre sin violetas parece, en una primera aproximación, una apasionante y vertiginosa novela policíaca. Sólo que en este caso el enigma encuentra al detective y no al revés, como suele ser habitual en este género. Desde esa inversión de los cánones, nada es lo que parece y los personajes casi nunca muestran su verdadero rostro. La novela es, en fin, una reflexión sobre la absolución que quizá merezca toda acción humana y sobre la condena que pesa, por el contrario, sobre sus consecuencias.

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– Es un bonito sitio -observó ella.

– Ojalá.

– ¿No te lo parece?

– Sí. Quiero decir que ojalá fuera sólo eso. Un bonito sitio.

Begoña meditó durante un instante y después quiso averiguar el sentido de mis sombrías palabras. Mientras la veía venir comprendí que estaba cometiendo el error de despertar demasiado su curiosidad. Bastaba un razonamiento sencillo para alegar que eso era en cierto modo inevitable desde que la traía y la llevaba de un lado a otro con la persuasión de un arma. Pero quizá mi equivocación era provocar con demasiada frecuencia que esa curiosidad general se complicara con otras más específicas.

– ¿Por qué te duele tanto recordar? -preguntó, como si estuviéramos en un telefilme.

– ¿Por qué te extraña que me duela? -me revolví, sin amabilidad.

– Siempre pensé que me gustaría ser mayor, como tú, para acordarme de las cosas que ya no tenga, de las personas que se hayan ido, de los buenos momentos pasados.

– ¿Y qué es lo que te atrae de todo ese desastre?

– No es fácil decirlo. Imaginaba que tenía que ser como una especie de paz. La tranquilidad de no tenerlo todo por hacer.

– Todo está siempre por hacer. Y es mejor que sea así. No desees que eso cambie.

– ¿Y si lo deseo?

– Puede que un día te encuentres como yo, con todo deshecho. Y contándoselo a un adolescente que no entiende nada.

– Juan.

Me exasperaba que dijera mi nombre. Sentía ganas de sacar la pistola y metérsela en la boca para que perdiera aquella calma inquisidora y sentimental. Las ramas de los sauces que caían sobre el río me evocaban comprensiblemente a Claudia e incomprensiblemente a Inés. También podía tomar a aquella muchacha en mis brazos y creer que era otra y creer que yo tenía veinte años en el suave aroma de su cuello terso y bronceado. Intuía con tedio que si lo hacía ella no opondría resistencia. Begoña debía tener el aliento fresco, la lengua ágil. Todo era tan absurdo que acabé por decir tan sólo:

– Qué.

– ¿Vas a matarme de verdad?

– ¿Qué te hace pensar que te lo diría ahora, si así fuera?

– Creo que no quieres hacerme daño. Que preferirías hacer otra cosa conmigo. Mejor dicho, lo sé. Desde la primera noche. Una mujer puede ver esas cosas fácilmente.

– Tú no eres una mujer. Eres una niña, que es muy distinto.

– Atrévete a comprobarlo.

Aquello era insufrible. No podía ser culpable de tanto desatino. Era una cuestión de estricta mala suerte. Violento, gruñí:

– ¿Dejarás de mezclarlo todo si te prometo que te volaré los sesos?

Titubeó una décima de segundo, pero era una imbécil tozuda:

– Eso no cambiaría nada.

– No sé a qué ni con quién estás acostumbrada a jugar -comenté, con cansancio-. Pero esto no tiene nada que ver. Créeme.

Inasequible al desaliento, absolutamente descabellada, exclamó:

– Me gustaría ser la mujer que recuerdas.

Algo estalló dentro de mi pecho y me dolió como si me destensaran bruscamente las arterias que comunicaban mi corazón con el resto del cuerpo. Aquella inconsciente podía estar divirtiéndose conmigo o creer lo que había dicho, pero en ninguno de los dos supuestos sus palabras podían dejar de aturdirme. Me miraba fijamente, su voz era incitante como si hubiera tardado más de los veinte años que tenía en elaborarla. Y yo me sentía más débil y deforme que nunca junto a su cuerpo que se afirmaba con avidez ante el mío. Pero yo tenía casi cuarenta años y debía conseguir que imperara la razón. Sobreponiéndome a su belleza incuestionable, suponiendo a duras penas que valían más mi escepticismo de desencantado y mi pudor de herido, quise insultarla:

– Esa es la ocurrencia más ridícula de todas, las que has tenido hoy. Hay algo aquí que no le sienta bien a tu cabeza. Volvamos al hotel.

Ahogó el rencor bajo un brillo de acero que escapó de sus ojos y se dejó arrastrar hacia la salida de los jardines. Mientras caminábamos se levantó aire y empezó a nublarse. Cuando llegamos al coche ya se oían truenos. Tardamos unos diez minutos en estar de nuevo en el hotel. Recogimos la llave y subimos a la habitación. En el ascensor Begoña me observaba como si tuviera algo de que acusarme y lamentara callarse. Pero no despegó los labios, que mantenía sellados desde que la había conminado a regresar. Una vez en la habitación, ella entró en el cuarto de baño y yo me quedé mirando por la ventana. Comenzaba a llover. Triste final para un día de campo. En realidad, ningún domingo puede terminar bien, como todo el mundo sabe.

Begoña regresó al cabo de un cuarto de hora y se sentó sobre la cama. Yo estaba apoyado junto a la ventana, viendo todavía la lluvia. Su voz, ahora desabrida, me sacó de mi ensoñación:

– ¿Y puede saberse cuándo le vas a comunicar a mi padre el precio de mi rescate?

– No hay prisa -dije, abstraído.

– ¿Vamos a estar todo el tiempo aquí?

– Eso depende.

– ¿De qué?

– De lo que me apetezca, fundamentalmente. También de los contratiempos que surjan o me causes.

– Me parece que mi padre tiene razón. En lo que te dijo antes por teléfono.

– ¿A qué te refieres?

– No sabes dónde te has metido.

– Mira, niña. Tienes derecho a estar ofendida. Pero no esperes que yo me ofenda. Ocúpate de tus asuntos y déjame a mí los míos.

– Tus asuntos son ahora mis asuntos. Por desgracia. Te había creído más listo.

– Lamento haberte decepcionado. Que conste que no te prometí que te impresionaría.

Begoña estaba furiosa. Inocentemente, amenazó:

– Hasta ahora no he hecho nada. Pero en adelante puede que intente escaparme.

– Entonces puede que te pegue un tiro -deduje, sin énfasis.

– Ya veremos.

– Mejor que no lo veamos. No me malinterpretes, Begoña. Aprecio tus intenciones, pero debes comprender que no puedo hacer locuras. A mí nadie me protege. En el fondo, ésa es la diferencia fundamental entre tú y yo. No la edad, ni que yo tenga la pistola, sino esa red que hay debajo de tus volteretas y que no habría debajo de las mías. No nos peleemos. Pero tampoco cuentes con que te aliente a buscar lo que no existe.

Era una niña y entre otras muchas cosas lo corroboraba la facilidad con que variaba su humor. De pronto, sus ojos se pusieron casi dulces y soñó en voz alta:

– Sí existe. La diferencia entre tú y yo es que yo no me empeño en negarlo.

No respondí. No podía explicarle nada, así que había de resignarme a que no entendiera nada. Afuera llovía como si el cielo se estuviera viniendo abajo. Entorné los ojos. Tenía sueño o ganas de no estar allí. O ganas de no ser yo. Dejamos transcurrir un par de horas, somnolientos, callados. Begoña se tendió en la cama y yo me recosté en el sofá. Arrullados por la lluvia, descansamos el uno del otro y al menos a mí me hizo bien.

Para la hora de la cena había escampado. Salimos a la calle y aspiramos el olor a tierra mojada que llenaba la atmósfera enriquecida de oxígeno. Fuimos a cenar a un restaurante del pueblo y después paseamos bajo los soportales. No hablamos demasiado. Begoña me contó aspectos ordinarios de su vida, sin poner demasiado interés en ello. Yo, cediendo a algún impulso ilógico, le describí someramente Bloomsbury. En un momento de la noche, coincidimos en elogiar los paisajes de Madrid. Le dije que siempre que había estado lejos había añorado Madrid en noviembre. Cualquier rincón. La Plaza Mayor, el Parque del Oeste, el Palacio de Oriente. El Angel Caído desafiando el viento, en una mañana habitada sólo por gorriones friolentos y ancianos abrigados. No le conté nada de las violetas, pero volví a ver a Inés muerta sobre su cama de sábanas perfumadas. Con asombro, comprobé que la imagen, lejos de resultarme amarga, se impregnaba de aquella belleza detenida de la que también Aranjuez era una muestra. Por un momento, casi me sentí capaz de contemplar aquella belleza en paz, como pretendía Begoña. Pero sabía que se trataba de una ilusión y no me atreví a confiarme. En cada rincón de Aranjuez estaba Claudia y en ella la belleza siempre había sido turbulenta. En cuanto a Inés, mi torpeza la había arrojado a aquella turbulencia y semejante descuido tardaría en purgarlo. Para la belleza, en mi alma, sólo había remordimiento y peligro. En la medida en que aquella muchacha fuera bella debía cuidarse de mí, y había tratado de advertírselo de mil maneras. Pero aquel paseo nocturno, por lo que sospeché detrás de su frente mientras andaba despacio junto a ella, estaba inutilizando todos mis avisos. Bruscamente, decidí suspenderlo.

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