Lorenzo Silva - Noviembre Sin Violetas

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Juan Galba se cree a salvo en su tranquilo empleo en un balneario. Hace ya una década que disolvió la sociedad criminal que formaba con su gran amigo, Pablo Echevarría, muerto en extrañas circunstancias. Pero un día se presenta en el balneario Claudia Artola, la viuda de éste. Lleva consigo unas cartas que obligarán a Juan a volver, muy a su pesar, a los manejos ilícitos. Por una lealtad no exenta de culpa, deberá proteger a Claudia de una implacable persecución y resolver un escabroso crimen. Pero lo que Juan no sospecha es que tras la sucesión de cadáveres y asesinos, se perfila una venganza perfectamente trabada.
Noviembre sin violetas parece, en una primera aproximación, una apasionante y vertiginosa novela policíaca. Sólo que en este caso el enigma encuentra al detective y no al revés, como suele ser habitual en este género. Desde esa inversión de los cánones, nada es lo que parece y los personajes casi nunca muestran su verdadero rostro. La novela es, en fin, una reflexión sobre la absolución que quizá merezca toda acción humana y sobre la condena que pesa, por el contrario, sobre sus consecuencias.

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– Demasiado fácil, inspector. Si mis problemas pudiera arreglarlos la policía hace una semana que habría ido a buscarte. Tal vez podamos ayudarnos, pero no como propones.

– Ten cuidado, Galba. Hace cuatro días no sabía qué pensar, pero ahora me consta que estás solo. Lucrecia Artola es muy poco aliado para todo lo que tienes enfrente.

– Estás empeñado con lo de Lucrecia. Debe ser que la entiendes poco, por más que la hayas investigado.

– En serio. Conozco a la gente con la que te enfrentas. Son una mezcla explosiva. Parte de ellos son desalmados profesionales, que se han pasado a esto desde el tráfico de armas o de drogas, donde ya estaban demasiado acosados. El negocio del arte es tanto o más lucrativo y mucho más seguro. A veces no hay más que hacer un cómodo viaje a una iglesia de pueblo que no vigila nadie. La otra parte son histéricos peligrosos, que no saben en qué emplear su dinero ni su poder y se afanan en conseguir lo que nadie tiene, o mejor, lo que nadie puede tener. Tampoco pueden enseñarlo, pero les da lo mismo. Es para verlo colgado en su salón privado. Además, las obras que están en el mercado clandestino corren todavía menos riesgo de depreciarse que las que están en el mercado legal. Son magníficas como inversión, especialmente si se trata de dinero sucio.

– Veo que tienes una teoría completa. En estos días no abunda la gente con perspectiva acerca de su trabajo.

– Me dedico a esto desde que empecé en la policía. Y ya he visto dos o tres de éstas. Cuando los histéricos se encaprichan más de lo habitual de algo y los desalmados se aplican a buscarlo por todos los medios. Nunca acabamos con menos de cuatro muertos. Justo los que llevamos hasta ahora. Y nunca había visto nada que despertara el interés que despierta La música de Klimt. Es lo máximo. No sólo es ilegal poseerlo. Es inconcebible. Si sabes algo de él, o cualquiera cree que lo sabes, tu vida no vale mucho, Galba.

– De eso estoy convencido. Ha sido una conversación sumamente instructiva, Ramírez, pero debemos darla por finalizada.

– Piensa en mi oferta.

– No puedo aceptarla, pero quizá estemos en contacto. Nunca se sabe a quién termina necesitando uno.

– Si tengo ocasión te detendré, antes de que compliques más tu situación. Es de justicia que te lo advierta.

– Claro, Ramírez, eres un buen chico. Contaré con ello. Ahora te dejaré aquí encerrado. Sé que no puedo obligarte a nada, pero te lo pido como favor: dame cinco minutos antes de empezar a aporrear la puerta. Prefiero no tener que dejarte sin sentido y supongo que tú también lo prefieres. Y si me fastidias la huida llevo un arma y tendré que usarla.

– Descuida, tendrás los cinco minutos.

– Una última pregunta, inspector.

– Tú dirás.

– ¿Por qué te tomaste tanto interés en esta investigación? ¿Por La música?

– No. Aunque trabaje con enfermos todavía no estoy enfermo -y al llegar aquí se interrumpió, pero finalmente, sin pudor, dijo-: Fue por la chica.

– ¿Por cuál de ellas?

– Por Claudia. Quizá no debiera confesarlo, pero aunque estaba muerta y rígida nunca había visto una mujer tan fascinante. Me obsesiona averiguar por qué razón exacta terminaron con ella.

– Me temo que Óscar ya no podrá responder a tu pregunta.

– Nunca debió poder hacerlo. No creo que él lo supiera.

– No sé qué decirte. Buena suerte, Ramírez. Me llevo tu pistola.

Antes de salir se me ocurrió que había una sospecha que Ramírez podía ayudarme a descartar. No me la había planteado seriamente, por antiestética, pero no era imprudente tratar de asegurarse.

– Otra cosa, Ramírez. Ya que hablamos de cadáveres. ¿Viste el de Pablo Echevarría?

– Sí.

No disfracé mi pregunta:

– ¿Cabía alguna duda sobre su identidad?

– Ninguna. Sólo tenía seis balazos en el pecho. Los seis de su propia pistola, disparada a unos tres metros de distancia.

– Mejor. No quiero pelear con difuntos -mentí, sembrando el desconcierto en aquel ordenado cerebro.

Mientras le echaba el candado a la puerta imaginé con una desviada voluptuosidad la escena del inspector atónito ante la belleza desarticulada del desnudo cadáver de Claudia. Sentí una punta de nostalgia, o de admiración, o de amor, o tan sólo fue un estremecimiento, al pensar que incluso después de muerta ella había ganado la batalla de la seducción en el corazón inocente de aquel joven calvo empeñoso. Aquella sensación tuvo el efecto de desorientarme momentáneamente. Ya no sabía qué estaba defendiendo, si no era a ella, ni era la memoria de Pablo, ni era el recuerdo de nuestra juventud, refutado por la suma de traiciones cruzadas. Tal vez sólo me quedaba aquello que nunca había tenido, como le había ocurrido al suboficial legionario Kempe. En su caso se trataba de La música de Klimt. En el mío, del efímero perfume de violetas de Inés. Sólo por ella podía continuar, hasta descifrar y vengar por completo su muerte innecesaria.

De regreso hacia la calle Zamora empecé a gestar mi plan. Si por ahora tenía que renunciar a Lucrecia, había alguien, aunque no fuera demasiado importante, que estaba en mis manos en todo momento. Ya era hora de utilizar a la hija de Jáuregui, y tal vez en Ramírez había hallado lo que me faltaba para poder emplearla adecuadamente.

Begoña seguía atada y amordazada. Había intentado mover la butaca, pero sin demasiada energía. Al menos no estaba en el suelo, como le habría sucedido de haberse puesto a ello desesperadamente. La desamordacé y solté sus ligaduras. Sus muñecas tenían la marca de las cuerdas. De hecho, estaban casi moradas.

– Esta vez se te ha ido la mano -me recriminó.

– No te enfades, Begoña. Hoy volverás a ver a tu padre.

Contemplé con placer su gesto de incredulidad.

– ¿Qué es lo que has conseguido? -preguntó.

– Nada, todavía. Pero voy a conseguirlo. Ahora nos vamos de aquí.

– ¿Adónde?

– Nos vamos, simplemente.

Salimos y cerré la puerta. Con la cerradura forzada, cualquiera podía entrar, registrar los armarios y, dentro de uno de ellos, encontrar el lienzo enrollado que Pablo había escrito que era La música de Klimt. Lo había tenido en mis manos hacía tres horas, después de atar a Begoña, pero ni siquiera había pensado en desenrollarlo. Ni era imprescindible que se tratara del cuadro en cuestión, para los efectos que Pablo había pretendido y obtenido, ni me importaba demasiado lo que pudiera pasarle. Ya lo recogería luego, si tenía ocasión, pero no iba a arriesgar nada por él. Tampoco tenía demasiado claro que hubiera de llevármelo, acatando el sangriento legado de Pablo.

Llevé a Begoña a un polígono industrial del extrarradio. Estuvimos un rato callejeando por allí, mientras pensaba cuál sería el lugar mejor para tender la trampa. Una vez que encontré uno a propósito, un cruce despejado en cuyas inmediaciones había dos o tres edificios altos, busqué, a un par de kilómetros, una calle sin tránsito en la que hubiera una cabina telefónica.

– ¿Se puede saber qué estamos haciendo? -indagó Begoña, en cuanto detuve el coche y quité el contacto.

– Voy a devolverte a tu padre -repuse, fingiendo satisfacción-. Pero no puedo hacerlo de cualquier forma. Ya me ha demostrado un par de veces que a pesar de su pose no es un hombre pacífico. Tengo que tomar precauciones. No te preocupes. Tu pesadilla está a punto de terminar. No es algo que otros puedan decir.

– ¿Mi padre, por ejemplo?

Construí para ella la sonrisa que acababa de ganarse.

– Eres una chica lista. Pongamos que será menos malo para él si haces exactamente lo que yo te diga. Pero no puedo prometerte que voy a quererle a partir de ahora. Quédate aquí. Tengo que hacer una llamada.

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