Lorenzo Silva - Noviembre Sin Violetas

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Juan Galba se cree a salvo en su tranquilo empleo en un balneario. Hace ya una década que disolvió la sociedad criminal que formaba con su gran amigo, Pablo Echevarría, muerto en extrañas circunstancias. Pero un día se presenta en el balneario Claudia Artola, la viuda de éste. Lleva consigo unas cartas que obligarán a Juan a volver, muy a su pesar, a los manejos ilícitos. Por una lealtad no exenta de culpa, deberá proteger a Claudia de una implacable persecución y resolver un escabroso crimen. Pero lo que Juan no sospecha es que tras la sucesión de cadáveres y asesinos, se perfila una venganza perfectamente trabada.
Noviembre sin violetas parece, en una primera aproximación, una apasionante y vertiginosa novela policíaca. Sólo que en este caso el enigma encuentra al detective y no al revés, como suele ser habitual en este género. Desde esa inversión de los cánones, nada es lo que parece y los personajes casi nunca muestran su verdadero rostro. La novela es, en fin, una reflexión sobre la absolución que quizá merezca toda acción humana y sobre la condena que pesa, por el contrario, sobre sus consecuencias.

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Lucrecia había recobrado paulatinamente su presencia; el fulgor despótico de su mirada y los movimientos ásperos de las manos, el descuido de las piernas y la inquietud de su cuello. Ahora su cabeza permanecía adelantada, en actitud de conquista. Hablaba con seguridad y rapidez, sin ocuparse de traducir excesivamente sus pensamientos. Yo en parte la comprendía y en parte la adivinaba, sin demasiada certeza acerca del sentido último de sus palabras.

– ¿Cuál es esa convicción? -pregunté, fastidiado por tener que tirar de los hilos que ella iba soltando.

– Que sólo es libre quien ejercita a conciencia su maldad. Pablo había practicado dos corrupciones de este principio, que por imprecisas resultaban tan equivocadas como el amor al prójimo. Una era el ejercicio aleatorio del mal, al que dedicaba buena parte de su actividad cotidiana. La otra, la que había usado en su venganza contra Claudia y contra ti, era el ejercicio incompleto. La primera no le servía de nada porque no era dueño de sus resultados; la segunda, porque no era más que una renuncia disfrazada de acción.

– Me cuesta seguirte -protesté-. Necesitaría algún hecho. Algo que vea o toque.

– No puedo ser grosera sólo para complacerte. Conmigo Pablo aprendió a hacer el daño que deseaba hacer. No el que le salía al hacer otra cosa o al reprimir sus verdaderos impulsos. Le enseñé a disfrutar del dolor que yo le causaba y a causarme el dolor que podía hacerme disfrutar. Así supo que el dolor inteligente une a la víctima y al verdugo en el placer. Le hice bajar al infierno de los excesos conscientes, le ayudé a bañarse en el fuego y el fuego le limpió. Recuperó la pureza y se vació de sus anteriores humillaciones. Dejé que se hundiera en mí hasta olvidarla a ella, y cuando estuve bien segura le permití regresar al exterior para que pudiera destronarla.

Hablaba con demasiada soltura para estar improvisando. Mis hipótesis zozobraban ante su extraña firmeza, pero no podía dejar que se apoderase de la situación. Tenía que defender, aunque fuera a la desesperada, la interpretación que había traído conmigo. Puse mi más convincente gesto de lástima y, secamente, objeté:

– Pero él tenía sus propias ideas.

– ¿A qué te refieres?

– Cuéntame cómo fue que Claudia cayó y que tú triunfaste, Lucrecia. Cuéntame por qué Pablo eligió una muerte apresurada en lugar de seguir disfrutando del dolor que os traíais a medias -y aunque desconfiaba de mis palabras, añadí-: Dime cómo fue que todas tus enseñanzas él las puso al servicio de una trampa en la que tú sólo eras una pieza más. ¿Por qué empleó sus últimas fuerzas en vengarse de nosotros y no quiso sobrevivir para ti?

Lucrecia me miró con estupor. Después rió y dijo nerviosamente:

– Debí prever que no entenderías nada. Pablo me entregó su vida. Yo le salvé y él me dio lo único que le quedaba. Por eso inventó lo del cuadro. Los dos juntos pensamos la trampa, en todos sus detalles. No era necesario que él muriera realmente, pero quiso ir hasta el final. No tenía que sobrevivir para mí. Sabía que yo nunca podría amarle.

– El cuadro no era una invención. Existe y lo dejó donde yo pudiera encontrarlo.

Lucrecia reiteró su risa, esta vez casi una carcajada. La gastó durante unos segundos y luego la cortó de golpe.

– Qué salida tan ingenua -juzgó fríamente.

– No necesito que me creas. Lo tengo abajo, en el coche. Sólo es un lienzo enrollado de metro y medio, pero vale más que todo lo que me has contado.

Sus pupilas se dilataron con un brillo malicioso.

– ¿Has desenrollado esa tela?

– No.

– Entonces no sabes si es La música de Klimt.

– Ni tú tampoco -aventuré, para probar sus cartas.

Bajó lentamente la cabeza, respiró, supo estar impasible.

– Tal vez no lo sepa -dijo-, pero sé otras cosas que me ayudan a suponerlo.

– ¿Por ejemplo?

– Yo soy la responsable de la última resurrección del cuadro.

– ¿De qué estás hablando?

– Pablo difundió hace un año que lo tenía. Le mataron, pero nadie lo encontró. Algunos alimentaron la obsesión, pero las obsesiones también se enfrían. Hace un par de meses, cumpliendo el encargo de Pablo, yo me ocupé de reavivar la hoguera. Sugerí a determinada persona que La música estaba en poder de Claudia.

– Así fue como lanzaste a Jáuregui contra ella.

– Lo único de lo que me costó convencer a ese estúpido fue de que yo no quería a mi hermana. Las mentiras se las tragó todas a la primera. En cuanto oyó hablar del cuadro se cegó. Ni siquiera discutió mi precio, que no era precisamente modesto.

– ¿También le convenciste de que fuera el más torpe de sus hombres quien vigilara a Claudia?

– De eso se encargó él solo. Yo me limité a decirle que no le hiciera daño. Mi único interés era que la siguieran. Claudia no era idiota y ya había recibido el aviso del fraile. No dudaba de que pusiera a quien pusiera tras ella se daría cuenta y correría a pedirte ayuda.

– Y también sabías lo que me pediría.

– Por eso el hombre de Jáuregui tenía órdenes de mantenerse a distancia sólo hasta que ella llegara a algún refugio secreto en la sierra.

– Siguiendo las instrucciones del fraile. ¿También él estaba al corriente?

– No había necesidad de que lo estuviera. Bastaba con que supiera repetirle a Claudia las instrucciones que Pablo había dejado para ella y con que estuviera atento para hacerlo si renacía la fiebre del cuadro. Que el padre se enterase de ese renacimiento con antelación, corría de mi cuenta.

– Comprendo que no te inquietaba que Claudia pudiera aceptar la fuga que Pablo le ofrecía en primera instancia, porque tú siempre la tendrías localizada y podrías darle el soplo a Jáuregui. Pero ¿por qué estabas tan segura de que ella haría exactamente lo que le había dicho el fraile para el caso de que la encontraran?

– Yo la conocía, Galba, al revés que tú. Le encantaba que se lo dieran todo hecho. Era perezosa y dispersa, y también sabía que estaría asustada. Había una posibilidad entre mil de que no lo cumpliera todo al pie de la letra. Además, tenía otra garantía: implicarte a ti. No esperaba que te quisiera, me bastaba con prever que tendría el capricho. Mi único temor era que fuera a buscarte antes de tiempo, sólo por jugar. Y en ese caso, no me habría sido difícil aprovechar de otro modo las circunstancias.

Lucrecia disfrutaba del instante moderando su orgullo, exhibiendo por momentos una suerte de fatiga por tener que entrar en el detalle de sus méritos. Ostentaba su triunfo sólo con las palabras, omitiendo los gestos y la sonrisa, como un artista simulando el tedio de haber producido una obra maestra.

– Y en cuanto yo quité de la circulación a aquel incauto -pensé en voz alta-, apareció Óscar. No entendía que trabajara para Jáuregui, pero lo que menos podía imaginar era que obedeciera tus órdenes.

– Jáuregui tampoco. La muerte de Claudia le desorientó, aparte de tener el efecto de ponerle más nervioso respecto al cuadro. Cuando apareciste me fue muy fácil convertirte en su objetivo. Le reproché que te hubiera dejado marchar y te inculpé del asesinato de mi hermana. Luego no tuve más que decirle que habías venido a verme y que temía que pudieras hacerme algo. Cuando me llamaste y me diste tu dirección esperé un par de horas y se la di a él. Noté que sospechabas de mí y quise proporcionarte motivos. También tenía ganas de ver cómo resolvías el problema, si es que lo resolvías. He de admitir que no lo hiciste mal. Pero Óscar seguía allí.

Sentí que la sangre me quemaba en las venas y que las piernas me flaqueaban. No estaba seguro de querer escuchar aquella parte de la verdad. Fue Lucrecia quien preguntó:

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