Francisco Pavón - El reinado de witiza

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El argumento arranca de un misterioso hecho acaecido en el cementerio municipal de Tomelloso. Antonio "El Faraón", popular comerciante de vinos del pueblo, había abierto recientemente un nicho de su propiedad para que se aireara de cara a la inminente toma de posesión del mismo por parte de su señora suegra (todo un detalle de amor filial y de afición a la limpieza, sin duda). Pues bien, un día el susodicho nicho amanece tabicado. El Faraón acude a denunciar ante los municipales el tan extraño como vergonzoso atentado contra su patrimonio. Desplazados al lugar el Jefe de la Policía, su ayudante oficioso y el médico forense se ordena al encargado del camposanto romper la pared para comprobar qué sorpresa aguarda dentro. Y en el hueco -tampoco voy a engañar a nadie- aparece lo que cabe esperar que aparezca al abrir un nicho: un cajón con su correspondiente muerto incorporado. Empieza entonces en Tomelloso el llamado "reinado de Witiza" en recuerdo de aquella frase con la que los manuales escolares de la época comenzaban a evocar la figura de aquel monarca visigodo: "Oscuro y tormentoso se presentaba el reinado de Witiza…" Pues oscura, muy oscura y bastante tormentosa se presenta también para Plinio la investigación sobre la identidad de un cadáver anónimo, sobre la causa de su muerte y sobre sus posibles asesinos y, especialmente, sobre las razones que llevaron a darle sepultura de aquella forma.

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– ¿Tú viste que lo entraban en una casa?

– Yo vi que lo bajaban de un camión parado en la puerta de una casa… Y lo vi al paso, porque yo iba en la camioneta del maestro Asensio.

– ¿Adonde?

– No sé cierto, porque aquellos días echamos muchos viajes repartiendo material.

– ¿Y cuándo fue, aproximadamente?

– Pues la semana pasada, cuando volví a trabajar, dos días antes de ir a cerrar la cerca estuve en eso.

– ¿Y estás seguro que era el mismo cajón?

– Hombre, seguro, seguro nunca se puede estar. Ya le digo a usted que íbamos de paso. Pero que los dos eran muy iguales de medidas, desde luego… Cajones asi no son corrientes.

Cuando llegó a este punto quedó callado. Juaneque y sus amigos miraban a Plinio. Éste, después de pensar un poco y con los pulgares de ambas manos engatillados en el cinto, dijo:

– Mira, Juaneque, es muy importante lo que acabas de decirme. Ahora bien, conviene que tú… y vosotros que lo habéis oído, os deis un punto en la boca.

– Por nosotros puede usted estar tranquilo – dijo el jovencillo avispado.

– Y tú, Juaneque, no tienes más remedio que hacer memoria. Recorre todas esas calles por donde anduvisteis aquellos días con la camioneta. Que te ayude el que la guiaba, a ver si me localizáis la casa donde descargaban el cajón, que no sabes cuánto te lo voy a agradecer.

– Muy bien. Yo lo que quiero es ayudarle.

– De acuerdo, pues manos a la obra.

– Esta noche tengo cine y no puedo, pero mañana que es domingo me pongo a la faena.

– Y vosotros, chitón.

– No, si vamos a ir con él – dijo el mócete.

– Como queráis, pero no vayáis entre todos a armaros un taco… Ni a llamar la atención.

– ¡Qué va! Ahora aviso a Julián, el que hacía de chófer, y mañana al avío. Con lo que saque le aviso.

– De acuerdo.

Plinio, después de despedir a Juaneque y a los suyos, pidió por teléfono autorización al Juez para que velaran el cadáver "esas señoras". Al regresar del teléfono dio instrucciones a Maleza para que se lo comunicase a ellas y dejase un guardia de servicio toda la noche en el Depósito.

Hechas estas diligencias, el médico se fue por su lado, los periodistas en busca del hotel y Plinio, el Faraón y don Lotario, antes de volver al pueblo, decidieron echar una parrafada al fresquito de la cueva de Braulio el filósofo.

Cuando una hora después, animados por el vino de Braulio, llegaron a la Plaza, nada más descender del coche ante la puerta del Ayuntamiento, el guardia de puertas se acercó a Plinio.

– Jefe, que llame en seguida a la Comisaría de Alcázar. El señor alcalde y el señor cura párroco también quieren verle.

– Vamos por partes, muchacho.

– Vamos…

– Primero. ¿Dónde está el alcalde?

– En su despacho.

– ¿Y el párroco?

– Allí – sentado -, paseando por la Glorieta… Está bastantico nervioso.

– Entonces, primero voy a ver al alcalde, como mandan las ordenanzas. Mientras, tú me pides la conferencia a Alcázar y me la pasas al despacho de don José. Y por último le dices al señor cura que ya estoy aquí. Que dentro de un rato, si no le importa, lo veré en mi despacho. No quiero curiosones.

– De acuerdo.

– Bueno, Manuel, yo voy a casa, que no he aparecido en todo el día – le dijo don Lotario con pocas ganas de marchar, pero obligado por las circunstancias -. Ya sabes. Si me necesitas, "che, me tocas al teléfono", como decía aquel argentino que conocimos el año pasado.

El señor alcalde, tras su mesa, leía el periódico de la provincia.

– ¿Da usted su permiso?

– ¿Qué hay, Manuel?

– ¿Me llamaba?

– Vaya follón que han armado esas señoras. Me he tenido que venir a la Alcaldía porque me llaman por teléfono de todos sitios… El gobernador, el delegado de Hacienda, el director general de no se qué y no sé cuántos. Siéntese, Manuel.

El Jefe se sentó en el sofá del tresillo que hay frente al famoso cuadro del hombre que hace gachas, pintado por el gran López Torres.

– ¿Quiere usted fumar? – el alcalde le ofreció un rubio.

– No, ya sabe usted que el rubio no me va.

– Como le he dicho, no dejan de llamarme en toda la tarde.

– ¿Y qué quieren?

– Que atendamos muy bien a esa señora; que es una mujer muy importante; y que no va a decir una cosa por otra. Y que si nos hace falta gente… ¿Usted me entiende, no es verdad? – le preguntó el alcalde con intención.

– Le entiendo muy bien.

– Yo, claro está, les he dicho que todo está en muy buenas manos y que las señoras no habían hecho más que llegar.

– Desde luego, esa señora, doña Ángela, importante o no, es de armas tomar. Si viera usted las dos guantás que le ha endilgao a su hermana la gorda.

– ¿Por qué?

– Porque a la pobre, que debe ser más infeliz que un cubo, se le ha ocurrido decir que el difunto no es el marido de doña Ángela.

– ¡No me diga!

– Sí, señor. Es todo un tío. De muy mala leche.

Muy mandona… Y para aguantarla hace falta un temple…

Sonó el teléfono.

– Otro – dijo el alcalde cogiendo el auricular-. Diga. No… Espere. Es para usted. La Comisaría de Alcázar.

Plinio tomó el auricular y escuchó con el cigarro en la camisura del labio.

– … Sí… sí… Ya… ya. No me diga. Al señor alcalde lo tienen frito… Claro, cada cosa tiene su tiempo y no podemos aventurarnos sin pruebas definitivas… Ya pensaba llamarle a usted ahora para que pidiesen a Valencia noticias de este caballero… Tome nota (y le dio el nombre y dirección del marido de doña Ángela, que apuntó en la Glorieta de Argamasilla)… Sí, ella dice que él faltaba hace algún tiempo de casa. De acuerdo… Perdone, pero me reservo la opinión para dentro de unas horas. Para mañana… Oiga, ¿de Valladolid han sabido algo? Insistan, por favor, a ver si dejamos esto listo cuanto antes… Hasta mañana.

– ¿Qué pasa? – dijo el alcalde.

– Lo mismo que usted. Han llamado de no sé cuántos sitios interesándose por doña Ángela.

– Entonces, ¿no está usted seguro de que el difunto sea ese señor?

– De seguro, nada.

– Y si no es, ¿por qué tanta reclamación?

– No sé… histerismo… o cuartos.

– ¿Cuartos?

– A pesar de estar divorciada – claro que el divorcio ya no existe; que en este país se casa uno hasta morirse, aunque la contraria sea un sargento como doña Ángela-, es ella la que administra parte del capital del marido. Porque el de los cuartos es él…

– Bueno, pero no va a pretender quedarse con el primer muerto que encuentre para heredar.

– Hombre, no; pero movida por sus deseos, puede haberse sugestionado. Es a lo que más me inclino… También puede caber, ya en plan cara, que como su marido ha desaparecido otra vez – estaba muy metido en política -, ella, ante el relativo parecido con el muerto en subasta pública, se haya dicho: ésta es la mía… Los de Tomelloso serán unos paletos, a ver qué pasa… En fin, estas son sospechas mías que se las digo a usted en plan completamente particular y digamos amistoso. El asunto está en estudio.

Seguidamente se entreabrió la puerta del despacho y alguien dijo:

– ¿Se puede?

Antes de que el alcalde dijera "sí", se coló el párroco. Saludó muy fino y excusó su entrada diciendo que no podía esperar más; que sus obligaciones, etc.

– Le buscaba, Manuel – dijo el párroco don Pío, hombre recio y decidido-, porque me han llamado del Obispado recomendándome a esa señora que ha venido a reclamar el cadáver.

El alcalde se echó a reír.

– ¿Por qué se ríe usted?

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