Francisco Pavón - Historias de Plinio

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“Plinio” no es miembro de la Benemérita, sino jefe de la policía local de Tomelloso. Los casos que resuelve casi siempre tienen una componente escandalosa: crímenes de criadas que aspiran a ocupar el lugar del ama, de padres que vengan el honor mancillado de sus hijas. Pero el talante y la técnica de “Plinio” son los de Sherlock Holmes o el padre Brown (más el segundo, a mi entender, que el primero).
Las dos historias que ocupan este librito ocurren, respectivamente, en carnaval y durante la vendimia, dando ocasión al autor para describir estos dos eventos, según transcurren en el Tomelloso de los años veinte. Pero las descripciones están magistralmente engarzadas a la narración, sin estorbarla. Queda por debajo, en cambio, la impresión de que el verdadero asunto de estas novelettes tan bien trabadas es la monotonía de la vida en los pueblos pequeños. Y una incurable nostalgia soterrada, esa “íntima tristeza reaccionaria” de la que hablaba el mejicano López Velarde en un memorable poema. En ese sentido, estas historias pertenecen al mismo género que La calle estrecha de Pla.

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– Cuando uno trata con gente de mala condición o con criminales profesionales, puede presionar en las indagaciones hasta la brutalidad si es preciso, pero en la casa de doña Carmen te tienes que limitar a unas preguntas casi de cumplido. Tiene uno el deber, además, de creerse lo que le dicen… No puedes hacer preguntas indiscretas… Se juega uno hasta el cargo. Don Onofre, aunque es tan suavecito, se molesta por nada y le basta dar un manivelazo al teléfono para que lo manden a uno a freír espárragos en veinticuatro horas…

– Entonces, tú, Manuel, crees que entre Onofre, Carmen y la Joaquinita está la cosa.

– No quiero decir eso exactamente. Lo que apunto es que, si yo tuviese libertad para preguntar a mi gusto, para indagar y meterme en todos los entresijos de esa casa, de las relaciones con sus criados, gañanes, familiares, etcétera, no le quepa a usted duda que sabría de Antonia algo más de lo que sé… Según las declaraciones de todos, Antonia era una mujer que estaba siempre trabajando. Que salía de casa dos veces al día: al mercado y a por la leche. Que no tiene familia. Que no se trataba con nadie. Que se pasaba días enteros sin hablar nada, porque era así. Que su única relación un poco cordial era con su señorita o hija de leche Carmen Calabria… Toda su vida, según las declaraciones, se redujo a eso. Y con eso me tengo que conformar… Una vida es mucho más complicada, aunque sea la de una criada setentona.

– Puede haber algo de verdad, como tú dices y que ellos ignoren.

– De acuerdo, don Lotario, pero lo que no pueden ignorar completamente es los accidentes más o menos graves que le hayan pasado a la Antonia durante los últimos años, por ejemplo: sus riñas con otros criados, sus desavenencias con otros miembros de la familia, su exacta relación con don Onofre… Piense usted que Antonia era la persona de confianza de doña Carmen, fue su aportación doméstica al matrimonio… No olvide usted, esto lo sabe todo el mundo y yo lo he comprobado esta tarde, que doña Carmen desde hace tiempo padece un especial desequilibrio nervioso…, sigue obsesionada con el recuerdo de su novio muerto, Pepe Germán… Esto, naturalmente, ha de desagradar a alguien…

– Pero ¿qué tiene que ver la Antonia en eso?

– ¡Ah, qué sé yo…!

Plinio volvió a quedar pensativo.

– Entonces, ¿cuál es tu plan, Manuel?

– Aparentar que se le da carpetazo al asunto, estar atentos a lo que pase en esa casa en lo sucesivo, y esperar. No veo otro camino.

En la puerta del salón apareció Maleza con el cuello de la pelliza subido hasta las orejas. Buscó con la vista a su jefe. Lo vio junto al veterinario y dirigió sus pasos hacia él.

– Buenas noches.

– ¿Qué hay?

– ¿Se paga un cafetito, jefe?

– Siéntate. ¿Qué pasa del mayordomo?

– Está en la cama hecho una piltrafa con el reuma desde hace no sé cuántos días.

– ¿Qué dice de la muerte de la Antonia?

– Casi nada. Que era una mujer de muy mal genio y que algún día le tenían que cascar.

– ¿No sospecha de nadie?

– Parece que no… Ahora, que ya conoce usted a Pedro, es muy reservón. Uña y carne de don Onofre. Yo creo que ése sabe más que Lepe.

– ¿De qué?

– De todo lo que ha pasado siempre en esa familia.

– Claro, lleva cuarenta años en la casa…

– Yo creo que ahí, desde que se casó don Onofre, hay dos bandos, ¿sabe usted?

– Sí, uno lo componen doña Carmen y Antonia…

– Quiquilicuatre, y el otro don Onofre y Pedro.

– ¿Y la Joaquinita? ¿Dónde la colocas?

– Pedro dice que es una muchacha muy lista.

– Sí, pero ¿con quién está?

– No ha dicho más. Pero lo más probable es que todavía no cuente…

– ¿No ha dicho nada de otros criados?

– No mucho, pero lo que he sacado en claro es que la tal Antonia se llevaba a matar con todos los criados y caseros de don Onofre, mientras que defendía con los dientes a todos los de la finca de doña Carmen.

– Por ahí debe de estar el busilis, Manuel -saltó don Lotario.

Maleza bebió café y se desabrochó la pelliza.

Plinio comenzó a rascarse el cogote y, de pronto, dijo, entornando los ojos:

– Oye, Maleza, ¿sabes lo que vais a hacer tú y el Jaro?

– Usted dirá.

– Os vais a hacer una lista de todos los criados de don Onofre y de doña Carmen, caseros, guardas. De todos y de los que han estado últimamente en la casa, y así que esté cabal, comenzaremos a tirarles de la lengua poquito a poco y con disimulo… Usted, don Lotario, por medio del herradero también puede ayudarnos.

– Está bueno -dijo Maleza.

Don Lotario se frotó las manos.

Las averiguaciones con los criados de la casa de doña Carmen, no condujeron a parte alguna. Para no despertar sospechas había que hacerlas de una manera discreta y esto les quitaba eficacia. Por otra parte, estos hombres que se pasaban la semana entera en el campo, tenían una idea la mar de confusa de los problemas domésticos de la casa del amo. Solamente salió en claro una noticia que de momento tampoco valía para nada. Unos caseros que hubo toda la vida en «La Chopera», finca de doña Carmen, después de un gran disgusto con don Onofre y los hombres de su confianza, habían sido despedidos hacía pocas semanas. Últimamente se habían trasladado a un pueblo de Valencia. Se sabía que doña Carmen y Antonia sufrieron mucho con este despido, ya que eran gentes muy vinculadas con la familia Calabria, y de trato muy asiduo, casi familiar. De todas formas Plinio se puso en relación con los parientes que había en Tomelloso de esta familia de caseros que marchó a Valencia. Su versión del despido también era confusa. Parece que se trataba de un simple problema de jurisdicciones surgido dentro de la finca entre los caseros y los nuevos criados de don Onofre que iban a trabajar a ella.

De todas formas, Plinio archivó estos datos en la memoria y el proyecto de una posible gestión directa con los caseros desterrados, si llegaba la ocasión.

II UNA MUERTE NATURAL

Cuando se cumplió un año de la muerte de la Antonia en el callejón de la Vaquería, Plinio pudo reconstruir satisfactoriamente los hechos que tuvieron lugar en la villa de Tomelloso el día quince de abril de aquel año.

El día quince de abril de aquel año… nevó. Nevó rabiosamente. «Esto no ha ocurrido nunca, no lo recuerdan los más viejos», decían los tomelloseros. Desde la amanecida hasta bien entrada la tarde nevó sin cesar. A la nieve le costaba trabajo cuajar, ésa es la verdad; sin embargo, cuando llegó la noche, todo el pueblo estaba completamente blanco… Y aquella tarde -esto lo supo todo el pueblo al día siguiente-, en la casa de la calle de la Luz, ocurrieron poco más o menos las cosas del siguiente modo:

Cuando Joaquinita entró a las diez de la mañana a llevarle el desayuno a doña Carmen, se la encontró con la frente apoyada en los cristales del balcón.

– Señorita, el desayuno.

– Hoy es día quince, Joaquinita.

– Sí, señorita.

– Hoy hace quince años… Pero fue un día hermoso. Tristemente hermoso. No lo olvidaré nunca.

– ¿De qué, señorita?

– Mis padres no me dejaron ir. Estuve todo el día en mi alcoba oyendo las campanas, llorando. Jamás hubo en el mundo mujer más triste, más desesperada… A las seis en punto de la tarde pasó el entierro por la plaza. Me empeñé en asomarme a las ventanas del desván. La pobre Antonia subió conmigo y me sujetaba de la cintura. Temía que me desmayase… Sus amigos lo llevaban en hombros. Otros llevaban cintas. El coche iba cargado de coronas… «Sus amigos no lo olvidan…» Estuvo parado el entierro unos minutos en la puerta del Juzgado, mientras le echaban el responso. Toda la plaza llena de gente… Había muerto Pepe Germán, el señorito más simpático y más guapo del pueblo. Desde la ventana veía la caja color caoba…, y a los curas…, y a sus hermanos de luto… Algunos se volvían a mirar hacia esta casa… Acabaron el responso. Sonó la música y la caja volvió a moverse sobre los hombros de sus amigos. La gente, rodeando el coche de las coronas, fue desapareciendo poco a poco por la calle del Campo… Antonia me tuvo que llevar a la cama casi desmayada.

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