Francisco Pavón - Las hermanas Coloradas

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Las hermanas coloradas gira en torno a dos curiosos personajes femeninos. Dos mujeres pelirrojas, sesentonas y solteras, hijas de un antiguo notario de Tomelloso y afincadas en Madrid, que reciben una misteriosa llamada telefónica, salen de su domicilio precipitadamente. Ambas desaparecen en un taxi. Este es el leit motiv que despierta a Manuel González, alias Plintio, personaje central en muchas novelas de García Pavón. Este padre de familia y avezado investigador debe hacerse cargo del enigmático suceso. Sin embargo, no se enfrenta solo a este caso. Don lotario -un veterinario con mucho tiempo libre, a medio camino entre Sancho Panza y el simpático Watson- se convierte en su más fiel ayudante a lo largo de la novela. A través de encuentros y desencuentros con nuevos personajes, el jefe de la policía municipal de Tomelloso irá, poco a poco, atando cabos sueltos. Con una mirada social, Garda Pavón expone una historia que, por medio de un cuidado realismo, hace reflexionar al lector.

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Novillo, que no rompía a hablar, que parecía estar pensando por donde salir, por fin, como anuncio cordial, ofreció de su petaca a Plinio. Liaron ambos con la pausa debida, y ya entre lumbres, le dijo Novillo después de sentarse sobre la banqueta alta de la marquetera:

– Ya me ha contado Gertrudis la desaparición de las hijas de Peláez. No sabía una palabra. Usted dirá en qué puedo servirle.

– Sólo deseo que me cuente usted lo que sepa de ellas a ver si columbro alguna pista.

– No le puedo decir cosa que le dé pistas. Las conozco de toda la vida. Su padre, precisamente, me proporcionó ei destino que tengo en este Ministerio. Y son gente muy normal y buena.

Novillo hablaba todavía con un dejillo madrileño de sainete antañón.

Plinio, al oír lo del «destino en este Ministerio» volvió a echar un vistazo cauteloso al montón de chapas y tablerillos que había junto a él, al aserrín que todo lo cubría, a las manos encallecidas de Novillo, al cazo de la cola que se calentaba en el hornillo eléctrico y a un banco pequeño de carpintero.

– Lo comprendo… pero en la vida de todas las personas -dijo Plinio refiriéndose a las hermanas coloradas- hay un resquicio que puede explicar muchas cosas.

– Pues que me aspen, caballero, si yo he guipao ese resquicio… Además, natural, que a mí no me contaban todos sus negocios.

– ¿Qué tipo de relación tenía usted con ellas?

– Ya le dije, vieja amistad y algún trabajillo que otro que nos encargaban para ellas o para sus amistades. Ellas querían mucho a cuantos tratamos a sus padres… Querían y quieren, porque nada demasiado malo puede haberles ocurrido.

– ¿Usted sabe que las señoritas Peláez ocultaban una pistola que se llevaron en su última salida?

– ¿Cómo? -saltó la Gertrudis que no perdía ripio.

– ¿Eh, no lo sabía usted, Novillo? -continuó el guardia sin hacer caso a la asistenta.

– No señor, ni idea. ¿Por qué iba a saberlo?

– ¿Y dónde estaba esa pistola? -volvió a preguntar la Gertrudis con las manos en las caderas y aproximándose a Plinio.

– Parece mentira que no lo sepas. Debajo del colchón de una de las camas de tus señoritas.

– ¡Ángela María! -respiró la Gertrudis-. ¡Cómo lo iba yo a saber entonces! Yo en jamás de los jamases toqué sus camas. Ni sus camas ni sus cosas de comer. Ellas no dejaban que se acercase nadie a sus apaños de cuerpo y boca. ¡Menudas son! Limpias y relimpias hasta la asquerosidad.

– Bien, pues esa pistola no está en su sitio. Sólo queda la caja donde la guardaban.

– ¿Y quién sabía lo de la pistola? -tornó la asistenta con ojos astutos.

– Su primo José María Peláez -contestó Plinio de mala gana.

– Pues nada, ya digo, de las pistolas ni idea -se defendió Novillo.

– Pero usted que las conoce de tantos años, ¿no puede imaginarse qué causa podía echarlas a la calle a toda prisa y con una pistola en el bolso?

– Ese tipo de reacciones no le va a su buen natural… A ver si es que les pusieron un anónimo pidiéndoles dinero…

Plinio lo miró algo sorprendido.

– Sí -siguió el funcionario marquetero-, a lo mejor fueron a llevar la tela a donde les decía el anónimo, y zas, que las atraparon.

Plinio, reaccionó y movió la cabeza escéptico.

– No se ha notado falta de dinero en la casa ni en los bancos.

– Pero, señor mío -exclamó Novillo satisfecho de su perspicacia-, a esas cosas no se lleva parné; se llevan recortes de periódico en un sobre.

– ¿Las cree usted tan valientes como para ir a hacerles frente a los del anónimo?

– Pues oiga, no me extrañaría. ¿Y a ti, Palmita? -dijo mirando a la gorda tricotadora y secretaria, que oía embobada con la máquina en reposo.

– A mí tampoco, que nerviositas son muy nerviositas y echadas para adelante.

– Ni a mí -terció la Gertrudis-, que a veces son polvorilla pura.

– Ya oye usted -ratificó el marquetero bastante satisfecho-. Hay mayoría.

Plinio se pasó la mano por la barba y quedó mirando al vacío con los ojos entornados. Por fin meneó la cabeza y dijo:

– Cuando a uno le piden dinero por un anónimo y no lo quiere dar, avisa a la policía o dice a alguien donde va.

– ¿Y si quien lo pide es un sujeto, o puede ser un sujeto que a ellas no les interesa publicar? -abundó Novillo ya en plan sabuesísimo.

– ¿Por ejemplo? -le atacó Plinio mirándole a los ojos.

– Hombre… por ejemplo… yo no sé. Es un suponer. No es que apunte yo que ellas tienen un tapadillo. Usted comprenda.

– Es que la reacción que usted dice vale a base que me indique la persona o personas que podían provocarla.

– Yo, que quiere usted, muy amigo muy amigo, pero sus últimos secretos, si es que los tienen, ni idea. Comprenda.

– Bien -remitió Plinio-. Yo lo que deseaba, amigo Novillo, es conocerle y estar en contacto con usted. Le ruego que haga memoria a ver si le surge algún recuerdo que pueda dar una miaja de luz… Vendré a verle alguna que otra vez.

Novillo se pasó la mano por la nuca, miró con fijeza al Jefe y añadió:

– Yo tendré mucho gusto en ver al señor cuando lo desee… Pero en otra parte. Me llama usted a uno de estos dos teléfonos, y voy donde diga. Se lo agradeceré mucho, de verdad. -Y le escribió un papel.

– Está bien -dijo Plinio echando una mirada comprensiva a la marquetera- si lo necesito le telefonearé a uno de estos teléfonos… con tres llamadas.

– El de abajo es el de mi casa.

– Vamos Gertrudis.

Dio Plinio la mano a Novillo y guiados por la astuta asistenta volvieron al laberinto.

– No sabe usted cómo se han puesto los dos conmigo por haberle traído aquí. Aunque les he dicho que usted era policía y que me había obligado, por pocas me muerden… Claro, no quieren que nadie les descubra el chollo -dijo la Gertrudis mientras llevaba a Plinio por aquel dédalo ministerial.

– ¿Y llevan así mucho tiempo?

– Desde mucho antes de la guerra, oí decir a las señoritas.

– ¿Y él, está casao?

– Es viudo. Pero para mí, y que Dios me perdone, que siempre estuvo liao con la Palmira, que lleva en la oficina tanto tiempo como él.

– ¡Qué mundo, Dios mío! -comentó Plinio cuando ya llegaban a parte frecuentada.

Plinio dijo a la Gertrudis que volviera a la limpieza del piso y estuviese atenta por si daban algún recado, que él iría después. Y cuando desapareció la mujer por la boca del metro, echó a andar a lo lobo, calle adelante, recreándose en su propia desgana, en su nostalgia del pueblo. Nostalgia infantil que en el fondo le daba risa. Al mismo tiempo se sentía excitado. Claro que era como una excitación histórica, no referida a hembras actuales, sino a otras que llevaba en el imaginero desde los años de su mocedad. Mozas vendimiadoras y de cuneta. Entre cales lumbreras… en «Quitamiedos»…

Una siesta lejana en el Atajadero. Callejones oscuros de su época de soldado.

Las mujeres salían de las tiendas, tan orondas, tan ausentes de lo absoluto, de la verdadera murga que es la vida. Siempre pegadas a su hoja de morera, con sus ideas pequeñitas sonándoles en la cabeza, como las perras en una alcancía de barro.

Y vio una cafetería muy lujosa, grandísima y solitaria. Entró sin pensarlo. Se apoyó en la barra y pidió un cortado. Una musiquilla de fondo parecía anunciar que de allí a poco iba a ver baile o cosa así. Le gustó aquella paz. Sólo estaban las gentes que servían vestidas de amarillo verdoso.

Le pareció que ya llevaba meses en Madrid. Que fue en otra estación del año el viaje en el coche de línea, junto a doña María de los Remedios, la del climaterio, la del vello rubio sobre el labio golosón. Junto a Caracolillo Puro, el de las desavenencias del sexo y el sombrero cordobés.

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