Algo muy diferente sustituyó aquí al murmullo de las callejas árabes; los espacios eran más abiertos y tranquilos, casi bucólicos, y no se veía ni un alma, sólo se oía el arrullo alegre de los pájaros y el rumor plácido de los árboles con las copas sacudidas por el viento. El visitante identificó la calle Shonei Halakhot y buscó el número de la puerta. Junto al timbre brillaba una placa dorada, escrita en hebreo y con el título en inglés por debajo, en letras más pequeñas: «The Kabbalah Jewish Quarter Center». Pulsó el botón negro y oyó un eléctrico «t» zumbando en el interior. Unos pasos se acercaban y la puerta se abrió; un chico joven, con gafas redondas y barba rala muy fina, lo miró interrogante.
– Boker tov -saludó el muchacho, dando los buenos días en hebreo y preguntando en qué podía ser útil-. Ma uchal laasot lemaancha?
– Shalom -respondió Tomás y consultó la libreta de notas, en busca de la frase que había escrito en el hotel indicando que no sabía hablar en hebreo-. Pues…, einene yode'a ivrit. -Miró al joven judío intentando comprobar si lo había entendido-. Do you speak English?
– Ani lo mevin anglit -repuso el chico, meneando la cabeza.
Era evidente que no entendía inglés. El portugués lo miró con intensidad, cavilando sobre cómo resolver el problema.
– Pues…, Solomon…, eehh -titubeó intentando preguntar por el rabino con quien había quedado en encontrarse-. ¿Rabi Solomon Ben-Porat?
– Ah, ken -asintió el israelí, abriendo la puerta e invitándolo a entrar-. Be'vakasha!
El joven anfitrión lo condujo a una salita pequeña, decorada con sobriedad, soltó un breve «slach li», haciéndole una seña para que esperase, se inclinó en una suave reverencia y desapareció por el pasillo. Tomás se sentó en un sofá oscuro y observó la sala. Los muebles eran de madera oscura y las paredes estaban repletas de cuadros pintados con caracteres hebraicos; se trataba seguramente de citas del Antiguo Testamento; se cernía en el aire cierto tufo a alcanfor y a papel viejo, mezclado con el olor ácido de la cera y del barniz. Un ventanuco daba a la calle, pero los cortinajes sólo dejaban pasar alguna luz difusa, suficiente para hacer brillar los granitos de polvo que floraban en la sala.
Minutos después, oyó voces que se acercaban y un hombre corpulento, robusto a pesar de aparentar casi setenta años, apareció en la puerta de la salita. Iba vestido con un talit de algodón blanco, con listas moradas y flecos blancos y azul celeste que pendían de los bordes, traje que, por lo visto, no se había quitado desde la shacharit matinal; lucía una abundante barba gris, talmúdica, como si fuese Papá Noel o un rey asirio, y un solideo de terciopelo negro sobre la cabeza calva.
– Shalom aleichem -saludó el recién llegado, extendiendo la mano con elegancia-. Soy el rabino Solomon Ben-Porat -dijo en un inglés pausado, con un notorio acento hebreo-. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?
– Soy el profesor Tomás Noronha, de Lisboa.
– ¡Ah, profesor Noronha! -exclamó efusivamente. Se dieron un vigoroso apretón de manos. Tomás notó que el rabino tenía una mano carnosa pero firme, que estuvo a punto de comprimir la suya-. Na'im le'hakir otcha!
– ¿Cómo?
– Mucho gusto en conocerlo -repitió ahora en inglés-. ¿Ha tenido un buen viaje?
– Sí, estupendo.
El rabino le hizo una seña para que lo acompañase y lo llevó por el pasillo a otra sala, parloteando sobre la maravilla que eran los aviones hoy en día, fantásticos inventos que permitían viajar más deprisa que la paloma de Noé. Caminaba con alguna dificultad, balanceando su enorme cuerpo en una y otra dirección, y su andar era tan lento que el trayecto se hizo largo. Al fondo del pasillo, entró en lo que parecía ser una biblioteca con una gran mesa de roble en el centro; invitó a Tomás a sentarse en una de las sillas que había junto a la mesa y él mismo ocupó otra silla en el lado opuesto.
– Ésta es nuestra sala de reuniones -explicó, con la voz ronca y tronante, con un acento gutural, arrastrando las «r» con su inglés con dejo hebreo: la expresión «meeting room» sonó como «meeting rrroom» -. ¿Quiere tomar algo?
– No, gracias.
– ¿Ni agua?
– Bien…, agua podría ser.
El rabino miró la entrada de la sala.
– Chaim -gritó-. Ma'im.
A los pocos minutos apareció junto a la puerta otro hombre con una jarra de agua y dos vasos en una pequeña bandeja. Aparentaba tener unos treinta y pocos años. Era delgado, tenía una larga barba oscura y un pelo castaño rizado, con un solideo tejido en la cabeza. Entró en la sala y depositó la jarra y los vasos sobre la mesa.
– Este es Chaim Nassi -dijo el rabino, presentando al hombre. -Se rio-. El Rey de los judíos.
Tomás y Chaim intercambiaron shaloms y un apretón de manos.
– ¿Usted es profesor en Lisboa? -preguntó Chaim en inglés. -Sí.
– Ah… -exclamó. Se notaba que tenía ganas de añadir algo más, pero se contuvo-. Muy bien.
– Chaim es de origen portugués -explicó el rabino-. ¿No, Chaim?
– Sí -dijo bajando la cabeza con modestia.
– ¿Ah, sí? -se admiró Tomás-. ¿Judío portugués?
– Sí -confirmó Chaim-. Mi familia es sefardita.
– ¿Sabe lo que es un sefardita? -preguntó el rabino.
– No.
– Es un judío de la península Ibérica.
– Ah, sefardí.
– Sí. Sefardíes o sefarditas, es lo mismo. -Se encogió de hombros-. Los sefardíes fueron expulsados de la península Ibérica alrededor de 5250.
– ¿De 5250? -preguntó Tomás sin entender.
– Sí, 5250, año más, año menos. -Hizo una pausa y sus ojos se desorbitaron en una expresión comprensiva, como si hubiese sido iluminado en aquel instante: había entendido ahora la extrañeza del portugués-. Año judaico, claro.
– Ah, vale. Es que, según el calendario cristiano, ellos salieron a finales del siglo XV.
– Tal vez, pero nosotros hacemos siempre las cuentas según nuestro calendario. -Bebió un trago de agua-. Si no me equivoco, los sefardíes expulsados sumaban, en total, casi doscientas cincuenta mil personas. Abandonaron la península Ibérica y se dispersaron por el norte de África, por el Imperio otomano, por Suramérica, por Italia y por Holanda.
– Mire -interrumpió Tomás-. Espinosa era un judío portugués y su familia huyó a Holanda.
– Sí -asintió el rabino-. Los sefardíes eran muy cultos, tal vez de los judíos con más conocimientos que vivían en aquel entonces. Fueron los primeros en irse a vivir a Estados Unidos y aún hoy se consideran el linaje más prestigioso del judaísmo.
El historiador portugués apoyó el codo izquierdo en la mesa sosteniéndose la cara.
– ¿Sabe? La expulsión de los judíos fue una gran estupidez, posiblemente de los mayores disparates alguna vez cometidos en Portugal -exclamó con expresión melancólica-. Y no sólo debido a la cuestión humana. Su salida está directamente relacionada con el declive del país.
Solomon Ben-Porat pareció interesarse.
– ¿Ah, sí? ¿En qué sentido?
Tomás lo miró con atención.
– Dígame una cosa: en su opinión, ¿qué hace que una persona o un país sean ricos?
– Pues… el dinero, supongo. Quien tiene dinero es rico.
– Parece lógico -asintió el portugués-. Pero hace unos años se publicó en Portugal el libro de un profesor de Harvard, titulado La riqueza y la pobreza de las naciones, que definía la riqueza de un modo diferente. Por ejemplo, ¿será Arabia Saudí un país rico? Basándonos en su definición, sí, porque tiene mucho dinero. Pero, cuando los saudíes necesitan construir un puente, ¿qué hacen? Llaman a unos ingenieros alemanes. Cuando quieren comprar un coche, ¿adónde se dirigen? A Detroit, en Estados Unidos. Cuando pretenden usar un móvil, van a comprarlo a Finlandia. Y así sucesivamente. -Hizo un gesto en dirección al rabino, interpelándolo-. Ahora, dígame: ¿qué ocurrirá el día en que se acabe el petróleo?
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