José Santos - El códice 632

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Tomás Noroña, profesor de Historia de la Universidad Nova de Lisboa y perito en criptología y lenguas antiguas, es contratado para descifrar una cifra misteriosa.
Los conocimientos y la imaginación de Tomás lo llevarán a una espiral de intrigas, en dónde inesperadamente se topará que con un secreto guardado durante muchos siglos: la verdadera identidad de Cristóbal Colón.
Basada en documentos históricos genuinos, El códice 632 nos transporta a un viaje por el tiempo, una aventura repleta de enigmas y mitos, secretos encubiertos y pistas misteriosas, falsas apariencias y hechos silenciados, un auténtico juego de espejos donde la ilusión se disfraza de realidad, para disimular la verdad.

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– Holy cow !

– Es decir, el blasón de Colón remite directamente a los símbolos de León, Castilla y Portugal.

– Increíble…

– Lo que encaja con la declaración de Joan Lorosano.

– ¿Quién es ése?

– Joan Lorosano era un jurisconsulto español contemporáneo de Colón. -Consultó sus anotaciones-. Lorosano se refirió al Almirante como «alguien del que se dice que es lusitano».

– Hmm -murmuró Moliarti pensativo-. ¡«Se dice», comenta él! Pero ese tal Lorosano no está seguro…

– ¡Oiga, Nelson, no se haga el desentendido! Lo que está claro, lo relevante de esta afirmación es que el origen portugués de Colón era, por lo visto, fuente de comentarios.

– Pero ¿hay alguien en aquella época que afirmase tajantemente que Colón era portugués?

Tomás sonrió.

– Casualmente, sí. En el llamado «pleyto de la prioridad», dos testigos, Hernán Camacho y Alonso Belas, se refirieron a Colón como «el infante de Portugal».

– ¡Ah! -gimió el estadounidense, como si le hubiesen clavado un cuchillo en el pecho.

– Y aún hay algo más que quiero contarle -añadió Tomás, volviendo a consultar la libreta de notas-. En el momento culminante del conflicto entre historiadores españoles e italianos acerca del verdadero origen de Cristóbal Colón, uno de los españoles, el presidente de la Real Sociedad de Geografía, Ricardo Beltrán y Rózpide, escribió un texto que terminó con una frase críptica. Dijo: «el descubridor de América no nació en Génova y fue oriundo de algún lugar de la tierra hispana situado en la banda occidental de la Península entre los cabos Ortegal y San Vicente». -Miró a Moliarti a los ojos-. Esta es una observación extraordinaria, sobre todo considerando que la hizo un prestigioso académico español en un periodo de gran debate nacionalista español sobre el Almirante.

– Disculpe -dijo el estadounidense-, pero no llego a ver qué tiene eso de extraordinario…

– Nelson, el cabo Ortegal está en Galicia…

– Precisamente. Es natural que, en aquel periodo, un español defendiese el origen español de Colón.

– … y el cabo de San Vicente se encuentra en el extremo sur de Portugal.

Moliarti desorbitó los ojos. -Ah…

– Como ha observado, es perfectamente natural que, en un ambiente de gran debate nacionalista, un historiador español defendiese que Colón provenía de Galicia. Pero que mencionase explícitamente toda la costa portuguesa para explicar el origen del Almirante, en aquel contexto ya no me parece normal. -Alzó el índice-. A no ser que supiese algo que se resistía a revelar.

– ¿Y sabía algo?

Tomás sonrió y movió la cabeza afirmativamente.

– Por lo visto, algo sabía. Rózpide tenía un amigo portugués llamado Afonso de Dómelas, que era también amigo del célebre historiador Armando Cortesão. En el lecho de muerte, el investigador español reveló a su amigo portugués que entre los papeles de Joao da Nova, existentes en un archivo particular de Portugal, hay uno o varios documentos que aclaran por completo el origen de Cristóbal Colón. Dómelas le preguntó varias veces cuál era ese archivo particular. Rózpide le dijo que, dada la carga emocional con que se debatía en España la cuestión colombina, se arriesgaría a provocar un escándalo si le revelase dónde podría encontrar tal documento o documentos. Poco después, el historiador español murió, llevándose el secreto a la tumba.

Se volvió y reanudó la marcha, dirigiéndose a la catedral en miniatura que era la capilla, un misterioso lugar más que la Quinta da Regaleira encerraba dentro de sus muros, un nuevo capítulo en aquel libro extraordinario excavado en la piedra.

Con el corazón rebosante de esperanza, Tomás apareció el sábado siguiente ante el portal de la casa de Sao Joao do Estoril. Llevaba en los brazos un vistoso bouquet de cinias, unas blancas, otras rojas, otras amarillas, con sus pétalos anchos que, abiertos a la luz como si abrazasen el mundo, revelaban pequeños tubitos blanquecinos en el núcleo. Había leído en el libro de Constanza que las cinias significaban el pensamiento puesto en quien estaba ausente; que expresaban mensajes melodramáticos, del estilo «estoy de luto por tu ausencia» o, simplemente, «te echo de menos»; sentimientos que él consideró adecuados para la ocasión. Pero su suegra, que salió al portal a atenderlo, contempló las flores con desprecio y meneó la cabeza cuando él le preguntó si podía hablar con su mujer.

– Constanza no está en casa -le dijo con un tono seco.

– Ah -repuso Tomás decepcionado-. No puedo realmente hablar con ella, ¿no?

– Ya le he dicho que no está en casa -repitió la suegra con una actitud brusca, casi deletreando las palabras, como si le estuviese hablando a un niño.

– ¿Y Margarida?

– Está dentro. Voy a llamarla.

Antes de que doña Teresa se volviese para ir a buscar a su nieta, Tomás le extendió el ramo.

– ¿Puede, al menos, entregarle estas flores?

La suegra vaciló, lo miró de arriba abajo, como quien quiere decirle al otro que no abuse, y volvió a menear la cabeza, íntimamente satisfecha por poder negarle algo una vez más.

– Usted no es flor que se huela.

Margarida ya había almorzado, así que fueron directamente al sitio que quería visitar. El Jardín Zoológico. Pasaron la tarde deambulando por el parque y comiendo palomitas y algodones de azúcar. Las serpientes y otros reptiles hicieron que se enroscase en su padre para que la tuviese en brazos, igual que frente a las jaulas de las fieras; el espectáculo de los delfines, en cambio, fue diferente, y la niña no se cansaba de saltar y aplaudir sus habilidades en el agua. Tomás se descubrió pensando en qué diferente era el parque zoológico a la Quinta da Regaleira: uno se agitaba en un bullicio alegre; la otra se recogía bajo un aura tenebrosa y taciturna. Tan diferentes y tan semejantes, ambos parques temáticos, los dos creados por el mismo hombre, Carvalho Monteiro, el millonario que, algún día de principios del siglo xx, había reunido animales salvajes en Lisboa y misterios esotéricos en Sintra.

El cielo adquirió una tonalidad púrpura y dorada, era el sol que descendía para besar el horizonte. Sintiendo que el frío del crepúsculo invadía la sombra creciente y entraba en sus ropas, salieron del Jardín Zoológico y se refugiaron en el calor del coche. En el viaje a casa, pasaron por el centro comercial de Oeiras e hicieron las compras para abastecer el frigorífico. Margarita quiso un disco de dibujos animados y llenó el carrito de chocolates. «Es pa'a mis amigos», explicó. Tomás ya había renunciado a oponerse a estos ataques de generosidad, a su hija le encantaba comprar regalos para todo el mundo y hasta llegaba al extremo de dar algo suyo cuando a alguien le gustaba. Salieron del hipermercado y fueron a un restaurante de comida rápida, donde pidieron dos hamburguesas con patatas fritas y gaseosa.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó Margarida, observando desde la barra al chico ocupado en envolver la comida.

– ¿Eh? -se sorprendió el camarero, levantando la cabeza para mirar a aquella chica de aspecto extraño que le había dirigido la palabra junto a la caja registradora.

– ¿Cómo te llamas?

– Pedro -respondió, siempre dominado por la prisa en atender.

– ¿Estás casado?

El chico soltó una carcajada, divertido con la inesperada indiscreción de la niña.

– ¿Yo? No.

– ¿Tienes novia?

– Pues… sí.

– ¿Es bonita?

– Matgarida -interrumpió Tomás, que ya veía que el interrogatorio se salía de la raya y que el camarero se sonrojaba-. Deja al señor en paz, no ves que está trabajando.

La niña se calló un instante. Pero fue sólo un instante.

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