– Le das besos en la boca, ¿no?
– ¡Margarida!
Se llevaron a casa la comida envuelta. Cenaron en la sala viendo televisión, con los dedos sucios del kétchup y la grasa de la comida rápida. Hacia las once de la noche fueron a acostarse, pero Tomás se vio en la obligación de leerle, por enésima vez, la historia de Cenicienta, ritual del que ella no podía prescindir.
– ¿Qué hiciste durante la semana? -le preguntó su padre cuando cerró el libro y Cenicienta ya vivía feliz con su príncipe en el palacio.
– Fui al colegio y a vé' al docto' Olivei'a.
– ¿Ah? ¿Y qué te ha dicho?
– Que tengo que hacé' más análisis.
– ¿De qué?
– De sangue.
– ¿De sangre? Eso es nuevo. ¿Por qué?
– Po'que estoy muy pálida.
Tomás la contempló. Realmente, tenía la piel muy blanca, de una blancura desvaída, poco saludable.
– Hmm -murmuró mientras la observaba-. ¿Y qué más ha dicho?
– Que tengo que hacé' dieta.
– Pero tú no estás gorda. Margarida se encogió de hombros.
– El ha dicho eso.
Tomás se volvió hacia la mesilla de noche y apagó la luz de la lámpara. Se acercó a su hija y la abrigó mejor.
– ¿Y mamá? -preguntó en la oscuridad-. ¿Cómo está?
– Está bien.
– ¿Sigue llorando?
– No.
– ¿No llora?
– No.
Tomás se quedó callado un momento, decepcionado.
– ¿Crees que ya no me quiere? -preguntó para ver si se enteraba de algo más. -No.
– No me quiere, ¿eh?
– No.
– ¿Por qué dices eso, hija?
– Po'que ella tiene aho'a un amigo nuevo. Tomás se incorporó en la cama, sobresaltado.
– ¿Cómo?
– Mamá tiene un amigo nuevo.
– ¿Un amigo? ¿Qué amigo?
– Se llama Ca'los y la abuela dice que es muy guapo. Es mucho mejó' pa'tido que tú.
Suaves.
Como los pasos de una bailarina deslizándose graciosamente por un escenario, como el arrullar de un bebé consolado junto al seno cálido y acogedor de su madre, comenzaron siendo suaves los movimientos de las hojas que se alzaban del suelo, revoloteando en saltos intermitentes hasta ponerse a remolinear, girando y girando sobre un eje invisible, sopladas por una brisa calurosa que poco a poco empezó a agitarse; la brisa se transformó así, de ese modo gradual, casi imperceptible, en un remolino de polvo, un torbellino de aire que arrastraba las hojas amarillas y rojizas por la calle, rodando en una extraña danza de vida, de un rumbo tan incierto que muy pronto el vórtice ventoso abandonó la acera e invadió la ajetreada calle que bordeaba las murallas de la ciudad vieja. Tomás evitó la columna de vientos giratorios, que, en forma de embudo, erraba sobre el asfalto, y aceleró el paso, cruzando la calle Sultán Suleyman junto a la Kikar Shaar Shkhem y mezclándose con la multitud. Piedras antiguas, milenarias, asomaban por los rincones, guardando memorias que, en aquella ciudad, estaban hechas de sangre y dolor, de esperanza, fe y sufrimiento. Piedras fuertes como metales y lisas como marfil.
Suaves.
El día había amanecido fresco y seco, aunque el sol se revelase inclemente e insoportable para quien se sometía a él sin protección en la cabeza. Una masa de gente surgía de todos lados y bajaba la vasta escalinata, convergiendo en la gran puerta en una aglomeración creciente, como hormigas golosas que afluyeran hacia una gota de miel, cada vez más y más, concentradas frente a la mirada atenta y vigilante de los hombres con uniformes verde oliva y casco, los soldados del Tsahal que paraban a un transeúnte aquí e interpelaban a otro allí, siempre para pedir los documentos y revisar las bolsas con los M-16 que se balanceaban en bandolera. Las armas parecían descuidadas, pero todos sabían que eso era pura apariencia. El movimiento en torno a la monumental puerta de Damasco era nervioso, compacto, con personas y más personas hormigueando en dirección a la gran entrada, rodeando los puestos ambulantes con frutas, verduras y panes dulces, murmurando palabras imperceptibles, insultando, dándose codazos las unas a las otras; y Tomás ahí en el medio, junto a los árabes que lo rodeaban con los olores a sudor de quienes habían venido de lejos a hacer compras al souk o a rezar a Alá en la gran mezquita de Al Aqsa. Apretado por la mole humana que lo arrastraba hacia la gran entrada norte de la ciudad vieja de Jerusalén, alzó la cabeza y vio, arriba, a dos soldados israelíes instalados en la cima de la puerta de Damasco, acechando a la multitud entre las almenas de la muralla, escrutando cada figura humana, una a una, en busca de señales que desencadenasen la alerta.
La corriente humana lo transportó por la gran puerta, pero el camino enseguida volvió a estrecharse, entrando en el caserío bajo del barrio musulmán. Tomás se sentía como si lo arrastrasen las aguas, incapaz de resistirse a su tremenda fuerza, siguiendo la marea en una actitud de abandono, dejándose llevar hacia una calle estrecha y bulliciosa; se veía allí una tienda de artesanía y, al lado, puestos con frutas: reconoció naranjas, plátanos y dátiles, e incluso frascos con almendras y aceitunas negras.
Enfrente se le abrían tres caminos; se dispersaba la multitud de modo que se volvía menos denso el flujo de gente que brotaba sin cesar por la puerta de Damasco. Buscó con la mirada el nombre de las calles; la de la derecha era la Souk Khan El-Zeit, donde se vislumbraban pequeñas panaderías, pastelerías y tiendas de comestibles, y la de la izquierda tenía un cartel que indicaba el hospicio Indiano y la puerta de las Flores. Consultó el mapa y tomó una decisión; le interesaba la del centro, por lo que siguió avanzando hacia el sur. Pasó por debajo de un edificio en arco sobre la calle y, en un ligero declive, se encontró con una nueva bifurcación. En la esquina se alzaba el complejo del hospicio Austríaco y la callejuela que desembocaba allí, por la izquierda, tenía en una pared, en hebreo, árabe y latín, un nombre que lo hizo detenerse.
Vía Dolorosa.
Tomás no era un hombre religioso, pero no pudo dejar de imaginar, en aquel instante, la figura de Jesús encorvada arrastrándose por aquella calle estrecha con una cruz a cuestas; el reo escoltado por legionarios romanos y con hilos de sangre que se le escurrían de la cabeza y goteaban en la piedra. La imagen era, en aquel sitio, un reflejo condicionado, casi un cliché; tantas veces había visto reproducciones de aquel recorrido fatídico que, una vez llegado allí, al enfrentarse con el nombre de la Vía Dolorosa en la pared de la calle, sus ojos fueron inundados por secuencias imaginadas de los hechos ocurridos dos mil años atrás.
El mapa le indicaba que tendría que atravesar toda la ciudad vieja por la larga callejuela que tenía por delante. Entró por la El-Wad, por donde momentáneamente zigzagueaba la Vía Dolorosa, pasó por el Yeshivat Torat Chaim y siguió avanzando, dejando atrás la calle que Cristo recorriera en sus últimas horas de vida. En la primera bifurcación a la izquierda, soldados del Tsahal, el ejército israelí, habían montado un puesto y controlaban el acceso al Bar Kuk, la estrecha calle que conducía al complejo sagrado de Haram El-Sharif y de la mezquita de Al Aqsa, impidiendo el paso a todos los no musulmanes; aparentemente, se celebraba allí una ceremonia religiosa islámica que nadie quería perturbar. Ceñida por los edificios que la bordeaban y cruzando sucesivos túneles y arcos, la El-Wad estaba protegida del sol; una brisa fresca la recorría de punta a punta, haciendo que Tomás se estremeciese de frío mientras hollaba su sombra a paso rápido, ignorando las múltiples tiendas de toda clase, aunque lanzase fugaces miradas curiosas a los locales con vasijas de cobre y bronce amontonadas a la entrada. Después de pasar por Hammam El-Ain se metió por la Rechov Hashalshelet en dirección al barrio armenio, al oeste, pero en la esquina del edificio Tashtamuriyya giró a la izquierda y entró en el barrio judío.
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