– Ya está, mi amor. Ya está.
– Hijo de puta -murmuró ella en medio de un gemido doloroso-. ¡Maldito cabrón!
– Disculpa, disculpa. Te juro que estoy arrepentido.
– ¿Cómo has podido hacerme esto…?
– Constanza, escucha. Hice algo de lo que ya me he arrepentido y que ya se ha acabado. No puedo deshacer lo que he hecho, pero puedo prometerte que nunca volveré a hacerlo y que te quiero mucho.
Ella dejó de llorar y pareció haber recuperado la compostura.
– ¡Vete a la mierda! ¿Has oído? ¡Vete a la mierda, maldito cabrón!
Tomás se sintió hundido; la situación asumía un cariz muy grave, los acontecimientos se precipitaban y amenazaban con quedar fuera de control.
– Oh, mi amor. Sé que he hecho mal, nunca me lo perdonaré.
– ¡Ni yo, ni yo, hijo de puta!
– Basta, serénate.
– Yo estoy serena, ¿has oído? -gritó ella, nuevamente alterada-. ¡Incluso muy serena!
– Basta, basta.
– Sólo te he llamado para informarte de que puedes venir a casa de mis padres el próximo sábado, a las tres de la tarde, a buscar a Marga riela. Y ella tiene que regresar el domingo a las cinco. ¿Has entendido? Quien te la entregará será mi madre, porque no te quiero ver la cara. ¿Has entendido, canalla?
Tomás se agitaba en la cama, frotándose el pelo con la mano libre, muy alarmado por el rumbo que habían tomado las cosas.
– Pero, mi amor…
Tres señales sonoras anunciaron el enmudecimiento del móvil: su mujer había colgado. Aturdido, Tomás se quedó sentado en la cama mirando el móvil, su mente hundida en un torbellino de ideas, de miedos, de angustias. Y, entre aquel caos que ahora le pesaba en el alma, aquel vendaval que amenazaba con transformar su vida, volvió a interrogarse sobre un punto que no había podido aclarar.
¿Cómo diablos se había enterado Constanza de todo?
Pasó los días siguientes intentando hablar de nuevo con su mujer, pero su suegra le dejó claro que ella no quería ni verlo. Cuando llegó el sábado, fue a Sao Joao do Estoril y se presentó en la casa de sus suegros a las tres menos diez. Doña Teresa, la madre de Constanza, lo recibió con una frialdad poco sorprendente dada la situación; lo dejó plantado en el portón, soportando la llovizna del final de la mañana, a la espera de que Margarida se preparase. La hija se mostró radiante cuando lo vio, más aún cuando le dio la muñeca con las lentejuelas.
Fueron a almorzar a una pizzería del Cascaishopping y decidieron pasar la tarde viendo una película. Margarida eligió Toy Story 2 y Tomás no tuvo más remedio que soportar estoicamente dos horas de Woody y Buzz Lightyear. Sólo por la noche, arrellanados en el sofá de la sala y con un libro de Anita en las manos, logró que su hija le contase algunas novedades.
– Mamá está muy enfadada contigo, papá -le confirmó Margarida-. No pa'a de llo'á', de llo'á', dice que e'es un canalla. -Frunció el ceño-. ¿Qué es un canalla, papá?
– Es alguien que se porta mal.
– ¿Y tú te po'taste mal?
Tomás suspiró, desalentado.
– Sí, hija.
– ¿Qué hiciste?
– Mira, no comí toda la papa.
– Ah -exclamó la pequeña, meditando sobre la gravedad de semejante crimen-. Estás castigado, ¿no?
– Sí, estoy castigado.
– Pob'ecito. Tienes que comé' todo.
– Pues sí. ¿Y qué más dice tu madre?
– Que e'es un ca'bón.
– ¿Un carbón?
– Sí, un ca'bón.
– Ah, un cabrón.
– Pues eso, un g'andísimo ca'bón. Y la abuela le ha dicho que vaya a hablá' con un abogado amigo suyo.
Tomás se incorporó de golpe, se enderezó y miró a su hija, alarmado.
– ¿Un abogado?
– Sí, dice la abuela que es muy bueno, que te va a 'ompé' la c'isma.
– ¿Ah, sí?
– Sí. ¿Qué es c'isma?
– No es nada, hija. ¿Y qué dice tu mamá?
– Que se lo va a pensá'.
Nada más pudo sonsacarle a Margarida. La entregó a la tarde siguiente, dejándola en el portón de la casa de Sâo João do Estoril; le dio un beso en la mejilla, ella rehusó el segundo, y la vio desaparecer tras la puerta de la casa de sus suegros. Durante varios días, y a pesar de las esperanzas que alentaba, no recibió noticias de su mujer.
En compensación, volvió a encontrar a Lena en el aula. El tema de esa mañana se centraba en las cuestiones relacionadas con el arte de los pergamineros y el trabajo de los copistas en los scriptoria, con un amplio análisis de algunas caligrafías dominantes, especialmente la carolingia y la uncial, además de los diferentes tipos de gótico, comenzando por el primitivo y pasando por el fraktur, por el textura, el rotunda, el cursivo y el bâtarde. La sueca se sentó, como era habitual, en el fondo de la sala, pero venía más provocadora que nunca. El vestido, muy ajustado al cuerpo y de un rojo chillón, se abría en un amplio escote en el que abultaban los macizos senos, comprimidos el uno contra el otro y dibujando un surco profundo; era difícil mirarla sin que los ojos bajasen a la altura de ese pecho opulento. No intercambiaron palabra, pero, en determinado momento, Tomás se sintió tentado de retomar la conversación en el punto en el que se había interrumpido; a fin de cuentas, las circunstancias habían cambiado profundamente desde la última vez que se vieron, en el Chiado; él ahora vivía solo y la joven sueca, apetitosa como siempre, seguía estando disponible. El profesor controló, no obstante, sus instintos, dominó la tentación que lo asaltaba en aquel momento de debilidad y dejó que las cosas siguieran como estaban.
Tomás pasó las noches solitarias leyendo a Michel Foucault, siempre empeñado en la desesperante tarea de encontrar una pista para el irritante acertijo de Toscano. Pero la mente deprisa abandonaba los temas de Vigiar e punir y se engolfaba en la confusión que dominaba su vida desde que Constanza se fuera de casa con su hija. Todas las horas de aislamiento en casa, pasadas como si fuese un ermitaño retirado del mundo, lo llevaron a repensar profundamente en la relación con su mujer y la opción de la escapada con la amante. Más que una aventura sexual, consideró, el adulterio fue tal vez un síntoma de la forma en que se aisló de Constanza, un aislamiento posiblemente resultante de la depresión provocada por el derrumbe de las elevadas expectativas que había alimentado para su futuro común. Fruto de esa desilusión, que, a pesar de racionalizada, nunca acabó de resolver emocionalmente, cargaba en su pecho un indecible resentimiento, una rebelión silenciosa, tal vez hasta esa desesperación de quien se ha visto arrojado a un callejón sin salida.
Echado en la cama o arrellanado en el sofá, siempre a la espera de una llamada que Constanza se resistía a hacer, Tomás volvió innúmeras veces al mismo pensamiento, en un esfuerzo de titánica introspección para reconstruir los pasos que, lenta pero inexorablemente, lo habían llevado a aquel desenlace. El devaneo con Lena, según lo veía ahora, no había sido otra cosa, en resumidas cuentas, que un mensaje oculto, un texto escrito en un código invisible sobre aquella rebelión latente que cargaba en el alma. En un viaje hacia el descubrimiento de sí mismo, exploró los continentes que seguían vírgenes en un rincón de su existencia, intentando oír las voces mudas que le gritaban desde las entrañas más remotas, en algún lugar entre las profundidades del inconsciente. El adulterio fue, entendió, el único sonido que lograron emitir, y era ese sonido el que ahora trataba de entender, escuchándolo como si fuese la más significativa narración emocional alguna vez escrita sobre su persona. ¿Y qué le decía aquel grito que repercutía en su mente y martillaba su conciencia?
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