José Santos - El códice 632

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Tomás Noroña, profesor de Historia de la Universidad Nova de Lisboa y perito en criptología y lenguas antiguas, es contratado para descifrar una cifra misteriosa.
Los conocimientos y la imaginación de Tomás lo llevarán a una espiral de intrigas, en dónde inesperadamente se topará que con un secreto guardado durante muchos siglos: la verdadera identidad de Cristóbal Colón.
Basada en documentos históricos genuinos, El códice 632 nos transporta a un viaje por el tiempo, una aventura repleta de enigmas y mitos, secretos encubiertos y pistas misteriosas, falsas apariencias y hechos silenciados, un auténtico juego de espejos donde la ilusión se disfraza de realidad, para disimular la verdad.

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Por encima de las galerías se encontraba el verdadero objetivo de Tomás. El profesor subió los escalones del edificio y se presentó en la Biblioteca Colombina. Después de identificarse y registrarse le permitieron el acceso al local. La biblioteca fue iniciada en el siglo XVI por Hernando Colón, el mismo que se encontraba sepultado en la catedral, delante de la puerta de la Asunción. El hijo español del descubridor de América reunió un total de doce mil volúmenes, incluidos libros y documentos que pertenecían a su padre. A su muerte, Hernando legó el precioso acervo a los dominicanos del monasterio de San Pablo, en Sevilla, y los manuscritos acabaron depositados en el edificio que circunda el patio de los Naranjos, en el lado izquierdo de la catedral.

Las obras de la Biblioteca Colombina se encontraban dispuestas en estanterías acristaladas, distribuidas en varias salas. Era en las vitrinas centrales donde estaban expuestas las joyas de la corona, los libros y documentos que pertenecieron al propio Colón. Provisto de una autorización especial, concedida en razón de la naturaleza del estudio y de las credenciales de la Universidad Nova de Lisboa y de la American History Foundation, que exhibió de inmediato, Tomás consiguió que le abriesen las estanterías y lo dejasen consultar las obras allí guardadas.

El historiador se pasó la tarde analizando los ejemplares que el Almirante poseyó y leyó quinientos años antes, comenzando por el Libro de los profetas, el documento que Colón citó profusamente en su diario y en sus cartas; por lo visto, el descubridor de América admiraba en especial al profeta Isaías, el más citado de todos. Recorrió también con los ojos la Imago Mundi, del cardenal Petrus d'Ailly, un texto sobre el mundo con notas al margen manuscritas por el propio descubridor; y la Historia natural, de Plinio, también llena de apuntes reveladores. Qué coincidencia, pensó el investigador, ese Plinio era posiblemente el mismo que había mencionado Constanza a propósito de las peonías. Tomás estudió con cuidado las anotaciones, la mayor parte de ellas en castellano y portugués, y sólo una en lo que parecía ser italiano. Concentró después su atención en las extrañas notas encontradas en la Historia rerum ubique gestarum, del papa Pío II, antes de volcarse en las restantes obras. Examinó el ejemplar de De consuetudinibus et conditionibus orientalium regionum, de Marco Polo, y también un libro de Plutarco, varias obras de Séneca y un volumen escrito por el judío ibérico Abraao Zacuto, el influyente consejero de don Juan II.

Salió de la Biblioteca Colombina al anochecer, con la búsqueda concluida y algunas fotocopias en la cartera. Giró a la izquierda, cogió la avenida de la Constitución hasta la puerta de Jerez, desde donde se dirigió hacia el río; siempre a pie, cruzó el Guadalquivir por el puente de San Telmo, desembocó en la plaza de Cuba y se internó en la calle del Betis, la pintoresca calle marginal donde se encontraba su hotel, El Puerto. Dejó las cosas en la habitación y, después de detenerse en la ventana para contemplar unos instantes el barrio histórico de donde había venido, con la Torre del Oro a la derecha, la blanca y amarilla plaza de toros de la Maestranza a la izquierda y la esbelta Giralda al fondo, se sentó en el borde de la cama y cogió el móvil. Llamó a Constanza, pero el teléfono de su mujer estaba desconectado. Dejó un recado en el buzón de voz y bajó a la calle.

Recorrió relajadamente la alegre calle del Betis, se sentó en una terraza a la orilla del río con una cerveza en la mano, con los ojos perdidos contemplando el movimiento lento de los barcos sobre el espejo oscuro del Guadalquivir. Del otro lado del río, en el paseo de Cristóbal Colón, era igualmente visible la agitación de la ciudad rebosante de vida. Pasó parte de la noche en aquella colorida calle tapeando, disfrutando del arte andaluz de ir de una tasca a otra para saborear las diferentes tapas, acompañadas de manzanilla, siempre a expensas de la fundación, claro. Se instaló después en otra terraza para leer un capítulo más de Vigiar e punir, en busca de pistas para el acertijo de Toscano, que se obstinaba en no dejarse descifrar; sin embargo, pronto, el brillo de las luces en el río, danzando a merced de la corriente, y el bullicio agitado de la ciudad lo disuadieron de seguir trabajando y decidió sumergirse en la alegre vida nocturna de Sevilla.

Bajo el cielo estrellado, la capital andaluza palpitaba con la cadencia vibrante del flamenco y de las sevillanas. Aquélla era la ciudad de Carmen y de don Juan, del baile y la corrida de toros, de los bohemios y de los juerguistas, y en ningún lugar era más visible que allí, en Triana, el barrio donde imperaban las tapas y los tablaos, las danzas sensuales y las noches calurosas. Abandonó la margen del río y fue a deambular por la calle de la Pureza, fascinado por sus ricas fachadas coloridas. Compró en una tienda de turistas una pequeña muñeca con un vestido rojo, lleno de lentejuelas, regalo para Margarida; para su mujer compró un vistoso álbum con reproducciones de los cuadros de El Greco. Con los regalos envueltos y guardados en una bolsa de plástico, junto con el libro de Foucault, recorrió Triana hasta que lo atrajo el fragor de un animado antro. Era un bullicioso tablao lleno de humo, donde el aire se agitaba con los acordes duros de la guitarra, la voz áspera del cantante en mangas de camisa y los golpes rápidos y profundos del zapateado y de las castañuelas que tocaban las «bailaoras», girando fervorosamente en el escenario, con los brazos extendidos, los gestos graciosos y la pose orgullosa, bailando al ritmo frenético del flamenco, de las palmas y de los soberbios olés arrancados a la multitud. Regresó agotado a El Puerto y se durmió segundos después de echarse en la cama, sin desvestirse del todo, con la bolsa de plástico, que guardaba los regalos y el libro de Michel Foucault, olvidada en el suelo.

Volvió por la mañana al barrio de Santa Cruz y se dirigió al Archivo General de Indias. El edificio color ladrillo, con una balaustrada en la terraza, tenía casi quinientos años y fue originalmente una lonja, el sitio donde los mercaderes hacían sus negocios. Pero desde el siglo XVIII se enviaron allí casi todos los documentos relacionados con el Nuevo Mundo. Se concentraban en el Archivo más de ochenta millones de páginas manuscritas y ocho mil mapas y dibujos, además de la correspondencia de Cortés, Cervantes, Felipe II y otros. A Tomás le interesaba uno de los «otros».

El investigador portugués se pasó toda la mañana consultando las cartas de Cristóbal Colón archivadas allí. Algunas eran inaccesibles, porque se las exhibía en un dispositivo giratorio, instalado para reducir los daños de la exposición a la luz. Tomás intentó persuadir a los responsables de que lo dejasen consultar directamente esos originales, pero ellos no cedieron, ni siquiera frente a las credenciales de la Universidad Nova de Lisboa y de la American History Foundation, alegando que no podían retirarlas ahora del expositor; le dijeron que hiciese una solicitud formal y le responderían al cabo de unos días. El investigador, por ello, tuvo que contentarse con los microfilmes y facsímiles de las cartas expuestas, de los que hizo copias. Pero su atención no sólo se limitó a la correspondencia de Colón sino también a la copia notarial de la minuta de la Institución de Mayorazgo, un crucial documento testamentario que también se encontraba depositado allí.

Terminó la investigación en el Archivo General de Indias a duras penas, en una auténtica lucha contra el tiempo: debía coger un avión a las tres de la tarde y aún quería comer algo. Tomó a toda prisa una deliciosa sopa cachorreña, con mucho pescado, almejas y cáscaras de naranja amarga, y unos fideos a la malagueña, regados con un montilla, en una tasca de la calle Romero Murube, antes de coger el taxi e ir a mata caballo a buscar las cosas al hotel, pagar la cuenta y salir finalmente en dirección al aeropuerto. Instalado en el asiento trasero del coche y aliviado por haber cumplido su maratón matinal, volvió a llamar al móvil de Constanza, pero de nuevo le respondió el buzón de voz.

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