José Santos - El códice 632

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Tomás Noroña, profesor de Historia de la Universidad Nova de Lisboa y perito en criptología y lenguas antiguas, es contratado para descifrar una cifra misteriosa.
Los conocimientos y la imaginación de Tomás lo llevarán a una espiral de intrigas, en dónde inesperadamente se topará que con un secreto guardado durante muchos siglos: la verdadera identidad de Cristóbal Colón.
Basada en documentos históricos genuinos, El códice 632 nos transporta a un viaje por el tiempo, una aventura repleta de enigmas y mitos, secretos encubiertos y pistas misteriosas, falsas apariencias y hechos silenciados, un auténtico juego de espejos donde la ilusión se disfraza de realidad, para disimular la verdad.

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– ¿Qué cuestiones?

– Yo qué sé. -Miró a su alrededor, como si en algún punto del café pudiera encontrar respuesta a la pregunta-. Me pregunto, por ejemplo, sobre los motivos que me llevan a poner en peligro mi vida familiar. ¿En nombre de qué? ¿Por qué lo hago? ¿Merece realmente la pena? A fin de cuentas, tengo problemas en mi vida que debo afrontar, no puedo estar escapándome de ellos. Por eso me parece que es mejor que primero resuelva esos problemas, mi vida. Tengo que darle a mi matrimonio una segunda oportunidad, se la debo dar a mi mujer y a mi hija. Si las cosas se dan bien, encantado. Si se dan mal, tendré que recomenzar de otra manera. Ahora, lo que no es justo, lo que no es honesto, es que esté engañándoos a las dos a la vez. Eso no.

– O sea que me dejas. ¿Es eso?

– No merece la pena que dramaticemos. Soy un hombre casado y tengo que cuidar de mi familia. Tú eres una muchacha joven, soltera y muy hermosa. Como tú misma has dicho, basta con que levantes un dedo y tienes a tu alrededor a los hombres que quieras. Por tanto, no vamos a complicar las cosas. Cada uno hace su vida y tan amigos.

La muchacha sacudió la cabeza, desalentada.

– No creo en lo que estoy escuchando.

Tomás la miró y pensó que, de ahora en adelante, sólo se repetiría. Ya había tomado su decisión y había dicho lo que tenía que decir. Después de un compás de espera, se levantó de la mesa y le tendió la mano a Lena. La sueca miró la mano, aún atónita y conmovida, y devolvió el saludo. El la retiró torpemente y se volvió hacia la salida.

– Nos vemos en la facultad -dijo a modo de despedida.

Lena lo siguió con los ojos.

– Gallo que canta por la mañana -le lanzó entre dientes- estará por la tarde en el pico del halcón.

Sin embargo, Tomás ya había salido de A Brasileira y subía por Rúa Garrett, a paso acelerado, en dirección al Largo Luís de Camões.

Capítulo 10

Las aguas tranquilas del Mediterráneo brillaban, cristalinas, bajo el reflejo dominante del sol matinal. El viejo faro de Porto Antico se alzaba entre el espejo azulado de la ensenada y los veleros blancos anclados en el muelle; la Lanterna permanecía firme a la entrada de la bahía, un centinela del tiempo con la misión de vigilar aquel rincón apacible del mar de la Liguria. Las escarpas abruptas de los Apeninos rodeaban la costa, protegiendo el pacífico caserío bajo que orlaba la falda de los montes.

El taxi giró a la derecha y se sumergió en el laberíntico interior de la ciudad antigua, zigzagueando por la maraña de las callejuelas estrechas y agitadas de Génova.

– La Piazza Acquaverde -anunció el taxista, siempre locuaz, cuando entraron en la plaza. Señaló con la mano, con un gesto amplio, una enorme estatua en el centro con una figura humana en el extremo-. Questo é Cristoforo Colombo.

Por momentos, el tráfico congestionado obligó al coche a detenerse. Tomás miró desde la ventanilla y vio a Colón en lo alto, con la cabellera larga y ondulante, vestido con un corto tabardo español y una capa larga y abierta; la mano izquierda se apoyaba en un ancla, mientras que la derecha acariciaba el hombro de una india arrodillada. Otras cuatro figuras permanecían sentadas más abajo, en los rincones, sobre pequeños pedestales; entre ellas había bajorrelieves encuadrados con lo que parecían ser escenas de la vida del navegante. En la base del monumento, entre múltiples coronas de flores colocadas sobre la piedra, la dedicatoria «A Cristoforo Colombo, La Patria».

El tráfico retomó la marcha y el taxi siguió el flujo, llevado por la ruidosa corriente de automóviles. El taxista, un hombre jovial que dijo llamarse Mateo, de apellido terminado en «ini» y origen calabrés, empezó a contar detalles de su atribulada vida en un italiano nervioso y precipitado. En medio de aquella cerrada metralla de palabras, disparada en tropel por entre abundantes gotas de saliva y profusos movimientos con las manos, Tomás entendió que el conductor era divorziato , que tenía due bambini y buscaba compañía para il letto matrimoniale, incluso porque le gustaba mucho avere la colazione in camera. De ahí pasó a lo que prefería cenare. Sus preferencias, por lo visto, eran la zuppa di lenticchie y, sobre todo, los spaghetti alla puttanesca, plato cuyo nombre llevó al cliente a fruncir el ceño y a preguntarse si habría escondido allí algún traicionero doble sentido.

Il Palazzo Ducale -proclamó Mateo minutos más tarde, en medio de una frase sobre las cualidades terapéuticas del vino rosso, mientras apuntaba a un bonito edificio antiguo en la Piazza Matteotti, con la fachada cargada de columnas jónicas y ventanas altas-. Le piace?

– Si -asintió Tomás sólo por ser amable, con una mirada indiferente.

El taxista se dedicó, acto seguido, y casi sin hacer una pausa, a las milagrosas propiedades del vino bianco secco y a las ventajas del menu fisso de una trattoria de su agrado, por la Piazza Campetto, un poco más atrás, al mismo riempo que ridiculizaba a los que sólo comían piatti vegetariani. El taxi se internò por la Salita Poliamoli y giró a la izquierda en Vico Tre Re Magi, altura en que Mateo confesó, muy consternado, sono allergico alle noci. A medida que el pequeño Fiat recorría la Via Ravecca, el conductor discurría con lujo de detalles acerca de los efectos alérgicos que las nueces le provocaban en la piel, incluidas las manchas rosse que, aparentemente, trataba con carta igienica mojada con acqua calda, hasta que, para gran alivio de Tomás, llegaron por fin a la Piazza Dante.

– Eccoti qua! -proclamó Mateo con gran solemnidad, deteniéndose delante del semáforo verde.

Presionado por un coro de bocinazos de automóviles que querían avanzar, Tomás pagó deprisa y el taxista, ajeno a las protestas, se despidió con un a più tardi que hizo sentir al cliente un escalofrío recorriéndole el cuerpo: ésa era una promesa que sonaba como una amenaza. El plan original del paseo abarcaba sólo un simple paso por la Piazza Dante para observar el local histórico que se encontraba allí, pero la incontinente hemorragia verbal del italiano llevó al portugués a alterar apresuradamente los planes y a transformar el paso en parada, un buen pretexto para verse libre de aquel taxi infernal; siempre admiró el simpático carácter expansivo de los italianos, pero la verdad es que aquel conductor se pasaba dos pueblos.

Dos torres semicilíndricas, hechas de piedra en estilo gótico y unidas por un puente, imponían su presencia sobre la plaza. Era la Porta Soprana, la entrada oriental de la parte vieja de la ciudad. En la cima de las torres medievales, y entre las almenas, se agitaban dos banderas blancas rasgadas por una cruz de San Jorge encarnada, el estandarte de la ciudad. La insignia cruxata comunis Janue era testimonio de tiempos gloriosos, cuando Génova imperaba en el Mediterráneo y su presencia bastaba para hacer retroceder al enemigo, hasta el punto de que se decía que los mismos ingleses adoptaron la bandera de la ciudad para poder navegar bajo su protección. En la Edad Media, la imponente Porta Soprana formó parte de las murallas defensivas de Génova; durante la Revolución francesa, allí estaba la guillotina y uno de los verdugos vivía en la cima de una de las torres, transformada en prisión; su más famoso recluso fue el veneciano Marco Polo, encerrado allí después de la batalla de Korcula. En la base, por debajo del puente entre las dos torres, la gran puerta oval daba acceso a un parque cuya principal atracción eran las ruinas de los claustros del antiguo convento de Sant'Andrea, pero la atención del visitante no se dirigió a esas ruinas, sino a otro punto justo al lado.

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