José Santos - El códice 632

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Tomás Noroña, profesor de Historia de la Universidad Nova de Lisboa y perito en criptología y lenguas antiguas, es contratado para descifrar una cifra misteriosa.
Los conocimientos y la imaginación de Tomás lo llevarán a una espiral de intrigas, en dónde inesperadamente se topará que con un secreto guardado durante muchos siglos: la verdadera identidad de Cristóbal Colón.
Basada en documentos históricos genuinos, El códice 632 nos transporta a un viaje por el tiempo, una aventura repleta de enigmas y mitos, secretos encubiertos y pistas misteriosas, falsas apariencias y hechos silenciados, un auténtico juego de espejos donde la ilusión se disfraza de realidad, para disimular la verdad.

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– Hej -saludó-. Disculpa por el retraso, he estado haciendo compras.

– No tiene importancia.

Tomás sabía que el Chiado era una tentación para muchas mujeres, con sus tiendas de marca y sus tiendas de moda que, abiertas por todo el barrio, atraían a clientes y otorgaban alegría a las calles empedradas y empinadas de aquella zona antigua de la ciudad.

– ¡Puf! -exclamó echándose el largo pelo rubio hacia atrás-. Estoy agotada y el día acaba de comenzar.

– ¿Has comprado muchas cosas?

Ella se inclinó y cogió una bolsa apoyada en la silla.

– Algunas -confirmó, abrió la bolsa y dejó asomar una prenda roja de encaje-. ¿Te gusta?

– ¿Qué es eso?

– Un sostén, tonto -explicó moviendo las cejas con expresión maliciosa-. Para volverte loco.

El jubilado del Benfica observó por encima del periódico, fijando ostensiblemente su mirada en la sueca. Lena le devolvió la mirada, como intimándolo a que no se metiese en lo que no le importaba, y el hombre encogió el cuello y se ocultó detrás de A Bola.

– ¿Así que te has pasado la mañana haciendo compras?

– Sí. Y fui también a aquel ascensor antiguo en la Rúa do Ouro.

– ¿El ascensor de Santa Justa?

– Ése. ¿Has ido alguna vez?

– No, nunca.

– No me cabe ninguna duda -dijo sonriendo-. La mirada del extraño ve más lejos en el país que la mirada de sus habitantes.

– ¿Eh?

– Es un refrán sueco. Significa que los extranjeros visitan más sitios en una tierra que las personas que viven en ella.

– Es una gran verdad -asintió Tomás.

Se acercó el camarero con uniforme blanco, siempre con su apariencia afanosa, y miró con actitud interrogativa a los dos clientes.

– ¿Tomas algo? -preguntó Tomás.

– No, ya he comido.

El profesor le hizo una señal negativa al camarero, que desapareció enseguida por el pasillo, ahora apiñado de gente, el trajín era inmenso y no había tiempo que perder. Tomás cogió la taza y bebió un poco.

– Esta infusión es una delicia.

Lena se inclinó sobre la mesa y buscó su mirada.

– ¿Qué ocurre? -preguntó con una expresión intrigada en sus ojos azules-. Hace dos días que no te veo y te noto muy misterioso, pareces estar en la Luna. ¿Qué tienes?

– Nada.

– Es el agobio del acertijo el que te está perturbando, ¿no?

– No.

– ¿Entonces?

Él se pasó la mano por el pelo, algo incómodo. Giró la cabeza con un gesto nervioso, observando de reojo todo el café, y acabó fijando los ojos en su amante.

– ¿Sabes? Creo que no he sido justo contigo.

Lena alzó las cejas, asombrada.

– ¿Ah, no? ¿Y entonces?

– El otro día me preguntaste si hacía el amor con mi mujer…

– ¿Y lo haces?

– No, no he vuelto a hacerlo desde que nosotros nos conocemos. Pero la cuestión, para ser honesto, es que no te puedo asegurar que nunca más lo haré.

Ella entrecerró los ojos, mirándolo con una expresión repentinamente severa. -Ah.

– ¿Entiendes? Vivimos en la misma casa, estamos casados, tarde o temprano algo puede pasar.

– ¿Y?

– Bien, entonces os estaré engañando a las dos, ¿no?

La sueca observó el café a su alrededor, pareció interesarse por algunos cuadros, pero, después de unos instantes recorriendo el bar con la vista, miró de nuevo a Tomás.

– A mí no me importa.

El profesor entreabrió la boca, pasmado.

– ¿No te importa?

– No, no me importa. Puedes estar al mismo tiempo con las dos, para mí no es un problema.

– Pero… -vaciló, confuso-. ¿No tienes problemas en que yo haga el amor contigo y con mi mujer al mismo tiempo?

– No -repitió ella, meneando la cabeza para enfatizar su posición-. No tengo ningún problema.

Tomás se recostó en la silla, sorprendido, aturdido. No sabía francamente qué decir, todo aquello era demasiado inesperado y poco convencional, nunca imaginó escuchar a una mujer, y para colmo una mujer como ella, decir que no tenía problemas en formar parte de lo que, para todos los efectos, sería un harén.

– Bien, pues… no sé si a mi mujer le sentará bien…

– ¿Tu mujer?

– Sí, mi mujer.

La sueca se encogió de hombros.

– Es evidente que nunca estará de acuerdo.

– Pues eso.

– Entonces no debes decirle nada, ¿no?

El profesor volvió a pasarse la mano por el pelo, nervioso.

– Pues…, sí…, ése también es un problema. Es que no puedo vivir así…

– ¿Cómo que no puedes vivir así? Has estado casi dos meses viviendo con dos mujeres y nunca te vi para nada preocupado por ello. ¿Qué bicho te ha picado ahora?

– Tengo dudas sobre lo que estamos haciendo.

Ahora le tocaba a Lena abrir la boca por el asombro.

– ¿Dudas? Pero ¿qué dudas? ¿Eres tonto o qué? Tienes una familia en tu casa que no sabe nada. Tienes una novia, disculpa la falta de modestia, que le gustaría tener a cualquier hombre y que no trae ningún problema. Aún más: una novia a la que no le importa que conserves la vida tan cómoda que llevas. ¿Cuál es, al fin y al cabo, tu problema? ¿Dónde está la duda?

– El problema, Lena, es que no sé si quiero seguir viviendo tan cómodamente.

La sueca desorbitó los ojos y abrió más la boca.

– No sabes si… -Frunció el entrecejo, intentando encontrar un sentido a lo que él decía-. Tomás, de verdad, ¿qué ocurre?

– Ocurre que no quiero seguir así.

– Entonces ¿qué quieres?

– Quiero acabar con esto.

Lena bajó los hombros y se apoyó en la silla, atónita. La boca se mantenía abierta, con una expresión incrédula en los ojos; observaba a Tomás con la actitud de quien cree estar ante un loco. -¿Quieres que nos separemos? -preguntó por fin, casi deletreando las palabras.

El profesor meneó afirmativamente la cabeza.

– Sí. Discúlpame.

– Pero ¿tú estás chiflado? Así que yo te estoy diciendo que no me importa nada que sigas con tu mujer, que no tendrás ningún problema, ¿y tú quieres que nos separemos? ¿Por qué?

– Porque no me veo bien en esta situación.

– Pero ¿por qué?

– Porque vivo en la mentira y quiero la verdad.

– ¡Vaya! -exclamó ella-. La chaqueta de la verdad está muchas veces forrada de mentiras.

– No me vengas con más refranes.

Lena se inclinó sobre la mesa y le sujetó las manos con fuerza.

– Dime qué puedo hacer para que te sientas mejor. ¿Quieres más espacio? ¿Quieres más sexo? ¿Qué quieres?

Tomás se sintió admirado por la forma en que la sueca se aferraba a su relación. Había imaginado que ella, al sentirse rechazada, abandonaría el café furiosa y el asunto quedaría zanjado. Pero no era eso, evidentemente, lo que estaba ocurriendo.

– ¿Sabes, Lena? No puedo andar con dos mujeres al mismo tiempo. No puedo, ya está. Me siento deshonesto. Me gustan las situaciones claras, transparentes, inequívocas, y lo que estamos viviendo es todo menos eso. Me gustas mucho, eres una chica formidable, pero también me gusta mi familia; mi mujer y mi hija son muy importantes para mí. Cuando me preguntaste, hace días, si hacía el amor con mi mujer, hubo algo dentro de mí que estalló, no sé explicar qué. En un momento estaba deslumbrado contigo, y en el instante siguiente, después de que hicieras esa pregunta, volví en mí y empecé a cuestionar nuestra relación. Fue como si hubieses pulsado sin querer un interruptor y la luz se hubiera encendido y yo hubiese empezado a ver claro donde antes sólo andaba a ciegas. Esa luz me despertó a la realidad, a una serie de preguntas que comencé a plantearme a mí mismo. En el fondo, fue como interpelar a mi conciencia sobre las cuestiones verdaderamente fundamentales.

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