José Santos - El códice 632

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Tomás Noroña, profesor de Historia de la Universidad Nova de Lisboa y perito en criptología y lenguas antiguas, es contratado para descifrar una cifra misteriosa.
Los conocimientos y la imaginación de Tomás lo llevarán a una espiral de intrigas, en dónde inesperadamente se topará que con un secreto guardado durante muchos siglos: la verdadera identidad de Cristóbal Colón.
Basada en documentos históricos genuinos, El códice 632 nos transporta a un viaje por el tiempo, una aventura repleta de enigmas y mitos, secretos encubiertos y pistas misteriosas, falsas apariencias y hechos silenciados, un auténtico juego de espejos donde la ilusión se disfraza de realidad, para disimular la verdad.

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Fue ya sin el trémulo ardor de la anticipación que lo había agitado en los primeros encuentros como Tomás subió las escaleras del edificio de la Rúa Latino Coelho y se presentó frente a la puerta de su amante. Lena lo recibió con calor, pero ya sin aquella excitación de la novedad, a fin de cuentas las visitas del profesor se habían institucionalizado, se tornaron un hábito placentero de sus tardes lisboetas. Las primeras veces, el reencuentro los precipitaba prontamente en la fusión de los cuerpos; rebosaban ambos de tanto deseo y ansiaban de tal modo la liberación de esa turbulenta energía retenida en la cama que apenas se podían contener cuando se tocaban y luego consumían el fuego en una embriagadora explosión de los sentidos. Después del amor, sin embargo, Tomás comenzaba a ser invadido por una desagradable sensación hueca, de vacuidad, como si hubiese sido despojado de las ganas que minutos antes lo cegaban; aquel cuerpo terriblemente excitante de la sueca sele volvía indiferente de manera inesperada, no entendía incluso cómo había podido estar tan ávido hacía sólo unos instantes, y se instalaba entre ellos cierto embarazo. Por ello, comenzaron pronto a controlar aquella imparable ansia inicial y a realizar pequeñas experiencias con la rutina; en vez de satisfacer de inmediato el instinto animal que llevaban reprimido en los cuerpos, como una inquieta fiera sedienta de sangre pero acorralada en una jaula demasiado pequeña, comenzaron a prolongarlo, a mantener viva la tensión sexual, ampliándola, dilatándola, postergando lo inevitable hasta el límite, hasta el punto en que la liberación del deseo ya no podía ser contenida.

Esta vez, Lena se le apareció con un vestido blanco de seda, más o menos transparente en el pecho, dejando adivinar, como siempre, los gruesos pezones rosados, su botón turgente y las curvas voluptuosas de los senos, tan grandes que daban la impresión de estar casi rebosantes de leche. En una reacción casi animal, Tomás sintió el deseo de satisfacer instantáneamente sus ganas y le palpó el pecho harto como quien exprime un fruto suculento y espera que de él mane el zumo lechoso, pero la sueca lo apartó con una sonrisa cargada de picardía.

– Ahora no, glotón -lo amonestó-. Si te portas bien, mamá te dará después la papa. -Le apoyó el índice en la punta de la nariz, como quien hace una advertencia-. Pero sólo si te portas bien…

– Oh, déjame probar sólo un poquito…

– No -dijo y se fue por el pasillo, meneando el cuerpo para provocarlo; miró luego hacia atrás, llena de malicia y sonrió-. No puedes tenerlo todo a la vez. Como solemos decir en Suecia, nos acordamos del beso prometido, nos olvidamos de los besos recibidos.

Se instalaron en el sofá, junto al calefactor de la sala. Lena había preparado una infusión de tila, que humeaba en la tetera, y había puesto galletitas tradicionales suecas de jengibre en un plato junto a las tazas, sobre una bandeja; Tomas bebió la infusión y probó una de las galletas marrones.

– Está bueno -comentó con actitud aprobadora, disfrutando del sabor dulzón y algo picante del bizcocho de jengibre.

Lena se fijó en la bolsa de plástico.

– ¿Aún tienes ahí a Foucault?

El profesor se inclinó y sacó un libro de la bolsa.

– Sí -confirmó-. Pero ya no Les mots et les choses. -Mostró la cubierta del nuevo libro, titulado Vigiar e punir -. Esta es la traducción brasileña de Surveiller et punir. De hecho, en Portugal aún no han hecho ninguna edición de este libro. [5]

– Pero es lo mismo, ¿no?

– Claro.

– Y el otro, ¿ya lo has acabado?

– Sí.

– ¿Entonces?

Tomás se encogió de hombros, con una expresión de resignación.

– Ahí no había nada. -Apoyó el nuevo libro en el regazo y abrió la primera página, aún masticando el bizcocho-. Vamos a ver si aquí encuentro algo.

En esta cuestión era en la que se encontraba el gran punto en común entre ambos, como se dio cuenta Tomás. Además del sexo, claro. Podían no prestar atención a las mismas cosas, pero, en lo que se refería a la investigación sobre Toscano, compartían el mismo interés, y la sueca se revelaba de una enorme utilidad: hacía preguntas, se implicaba en el trabajo, lo ayudaba en las investigaciones, interrogaba a compañeros que cursaban filosofía, intentaba encontrar pistas que lo ayudasen a desvelar el enigma, había llegado hasta a llevar ensayos sobre Michel Foucault con la esperanza de atisbar algún vestigio inadvertido. Fue así, pues, como fue a parar a sus manos The Cambridge Companion to Foucault, de Gutting, así como The Foucault Reader, de Rabinow, y The Lives of Michel Foucault, de Macey. La dedicación de la amante era tal que incluso había decidido leer, por su cuenta, la Historia de la locura en la época clásica, traducción de la Historie de la folie a l'âge classique, siempre en busca de los guarismos 545 o de palabras que tuviesen algo que ver con el acertijo que lo atormentaba.

– Todos los locos son hermanos -comentó al abrir el libro al lado de Tomás.

– ¿Qué? -preguntó él, alzando los ojos de Vigiar e punir.

– Es otro refrán sueco -aclaró Lena y mostró el volumen de la Historia de la locura en la época clásica repitiendo la frase-. Todos los locos son hermanos.

Con el lápiz afilado bailando entre los dedos, Tomás centró de nuevo su atención en el libro y se abstrajo del mundo que tenía a su alrededor. Las páginas iniciales lo dejaron inmediatamente angustiado, pálido, llegando al punto de interrumpir la lectura con un rictus de náusea; nunca había leído nada tan violento, tan brutalmente gratuito.

– ¿Qué pasa? -quiso saber Lena, intrigada por aquella reacción.

– Esto es algo horroroso -dijo él revirando los ojos.

– ¿Qué?

– Esta historia al comienzo del libro.

– ¿Qué historia? -Lena se incorporó y miró la obra-. Cuéntame.

Tomás se rio y meneó la cabeza.

– No sé si la querrás escuchar…

– Claro que quiero -insistió la sueca, perentoria-. Anda, cuenta.

– Mira que no te va a gustar.

– Anda, déjate de tonterías. Cuenta.

El reabrió el libro sin apartar los ojos de su amante.

– Te he avisado, después no te quejes. -Bajó la mirada hacia las primeras palabras del texto-. «Este es un documento que describe la ejecución pública en París de Robert Damiens, un fanático que intentó asesinar a Luis XV en Versalles en 1757. La ejecución fue llevada a cabo por un grupo de verdugos dirigidos por un tal Samson y preveía que se le aplicase tormento en las tetillas, los brazos, los muslos y las pantorrillas. La mano derecha, sujetando el cuchillo del crimen, debería ser quemada con fuego de azufre y a las partes sometidas a tortura se les echaría plomo derretido, aceite hirviendo, brea caliente, cera y azufre derretidos a la vez; el cuerpo, finalmente, sería descuartizado por cuatro caballos. Este era el plan. Su ejecución acabaría siendo relatada en detalle por el jefe de policía, Bouton, quien lo presenció todo.» -Volvió a mirarla-. ¿Estás segura de que realmente quieres escuchar?

– No -respondió Lena quitándole el libro de las manos.

– ¿Qué haces? Necesito leerlo…

– Lo leerás después.

La muchacha se acercó al equipo de sonido y puso un CD; la voz de Bono inundó el apartamento con los sonidos melodiosos de Joshua Tree, creando una atmósfera sensual en el apartamento. Comenzaron intercambiando sonrisas cómplices, cada vez más provocadoras, hasta convertirse en miradas lascivas, de gula, lúbricas. Cuando acabaron la infusión y los bizcochos, Lena retiró la bandeja y, desabrochándose el cuello, le anunció que era la hora del postre. Se quitó el vestido de seda blanco y se inclinó, desnuda, sobre Tomás, con su piel nívea latiendo por anticipado, caliente de deseo, ávida de carne. El profesor cogió a la muchacha y se poseyeron ahí, sobre el sofá, al lado del calentador, Michel Foucault abierto en el suelo, tal vez revelando el secreto que Toscano se había esforzado por ocultar. El sexo fue tumultuoso, como solía ser entre los dos, hecho sin palabras, sólo sensaciones, con gritos y gemidos hasta la liberadora eclosión de fluidos; y, cuando el huracán se agotó en el vértigo voraz de los cuerpos hambrientos, ambos se dejaron estar tumbados en el sofá, exhaustos, vacíos, abandonados al estertor de los sentidos satisfechos, complacidos, embriagados por el meloso sopor del placer. Lena estiró perezosamente los brazos, se apoyó en uno de sus codos y se inclinó sobre Tomás, con los abundantes senos de pezones rozados pendientes sobre el pecho jadeante del hombre.

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