– Eso es lo que decía Kant.
– Claro. Por ello muchos han considerado a Michel Foucault un nuevo Immanuel Kant.
– ¿No será, tal vez, un seguidor más? En resumidas cuentas, sólo retomó las ideas de Kant…
– Michel Foucault colocó esas ideas en un nuevo contexto -replicó Saraiva, preocupado por asegurarse de que su filósofo favorito no fuese visto como una especie de plagiario-. Voy a contarle una historia, mon cher. Cuando lo invitaron a dar clases en el Collège de France, le preguntaron cuál era el título de su asignatura. ¿Sabe qué respondió?
Tomás se encogió de hombros.
– No.
– Profesor de Historia de los Sistemas de Pensamiento. -Saraiva soltó una carcajada-. Deben de haberse quedado pasmados. -La risa se transformó en un suspiro de buen humor-. En el fondo, eso es lo que era, ¿no? Un historiador de los sistemas de pensamiento. Además, quedó claro en su obra siguiente, L'archéologie du savoir. Michel Foucault definió allí la verdad como una construcción, un producto del conocimiento de cada época, y extendió esa visión a otros conceptos. Por ejemplo, el concepto de autor de una obra literaria. Para él, un autor no es meramente alguien que escribe un libro, sino una construcción surgida a partir de un conjunto de factores, incluidos el lenguaje, las corrientes literarias del momento y varios otros elementos sociales e históricos. Es decir, el autor no es más que el producto de su material y de sus circunstancias.
Tomás hizo una mueca, no muy convencido.
– Eso es evidente, ¿no le parece? -preguntó-. Todos somos un producto de lo que hacemos y de las circunstancias en que lo hacemos. ¿Cuál es la novedad?
– Una vez más es el contexto, mon cher. Al diseccionar así el concepto, lo está deconstruyendo.
– Ah -exclamó Tomás, como si finalmente hubiese entendido. En realidad, sin embargo, no veía allí nada extraordinario, ni siquiera innovador, pero no quería contradecir a Saraiva ni enfriar su entusiasmo-. ¿Y qué más?
Con un ojo en Tomás y el otro en el horizonte, el profesor de filosofía hizo un largo resumen de la obra de Foucault, describiendo detalladamente el contenido de la Histoire de la folie a L’âge classique, de la Naissance de la clinique, de Surveiller et punir y de los tres volúmenes de la Historie de la sexualité. Fue una exposición entusiasta, que el historiador siguió con una mezcla de atención y cautela. Con atención porque pretendía captar elementos relevantes para el enigma; con cautela porque pensaba que los deconstructivistas tendían a sobrestimar la importancia de Foucault.
– Eso fue todo -concluyó Saraiva al final de su larga exposición-. Dos semanas después de entregar el manuscrito del tercer volumen de la Histoire de la sexualité, Michel Foucault tuvo un colapso y fue ingresado en el hospital. Tenía sida. Murió en el verano de 1984.
Tomás consultó sus notas, hojeándolas hacia delante y hacia atrás.
– Hmm -murmuró pensativo, con sus ojos fijos en las anotaciones-. No encuentro aquí ninguna pista.
– ¿Pista de qué?
– De un acertijo que estoy intentando descifrar.
– ¿Un acertijo sobre Michel Foucault?
Tomás se pasó la mano por la cara, frotándosela distraídamente.
– Sí -dijo.
Alzó los ojos hacia el vasto océano que tenía enfrente; las aguas relucían con un brillo dorado, centelleante, resplandeciendo como si tuviesen una luminosa alfombra de diamantes flotando en la superficie, ondulantes e inquietos, a merced de las olas. Ya estaba muy entrada la tarde y una bola de un amarillo rojizo se ponía a la derecha, más allá del manto de nubes; era el Sol, que se liberaba de la túnica gris que moldeaba el cielo y se sumergía en la distante línea del horizonte, proyectando aquel luminoso centelleo flamante sobre el mar.
– ¿Qué acertijo es ése?
Tomás miró vacilante a Saraiva. ¿Valdría la pena mostrarle el enigma? En rigor, ¿qué tenía que perder? Podía incluso ocurrir que el profesor de filosofía tuviese una idea. Volvió a hojear la libreta de notas y localizó la frase; levantó la libreta y se la mostró a Saraiva.
– ¿Lo ve?
Saraiva se inclinó y miró la línea con el ojo derecho, mientras el izquierdo se perdía en algún punto del mar. Frente a él se repetía la extraña pregunta:
¿CUÁL ECO DE FOUCAULT PENDIENTE A 545 ?
– Pero ¿qué diablos es esto? -se preguntó Saraiva-. ¿Cuál eco de Foucault? -Miró a Tomás-. Pero ¿qué eco es ése?
– No lo sé. Dígamelo usted.
El profesor de filosofía volvió a observar la frase escrita en la libreta de notas.
– Mon cher, no tengo la menor idea. ¿Será alguien que hace eco a Michel Foucault?
– Esa es una idea interesante -acotó Tomás pensativo y miró a Saraiva con un asomo de ansiedad-. ¿Sabe si hay alguien en quien se perciban ecos de Foucault?
– Sólo Immanuel Kant. Aunque, ciertamente, debería decirse que en Michel Foucault hay ecos de Immanuel Kant y no al contrario.
– Pero ¿no ha habido nadie que haya seguido a Foucault?
– Michel Foucault ha tenido muchos seguidores, mon cher.
– ¿Y alguno de esos seguidores pende a 545?
– No sé responderle porque no entiendo qué quiere decir eso. ¿Qué es eso de pender a 545, eh? ¿Y qué significa 545?
Tomás no apartó la vista de su interlocutor.
– ¿Nada de esto le suena familiar?
Saraiva se mordió el labio inferior.
– Nada, mon cher -dijo meneando la cabeza-. Nada de nada.
Tomás cerró la libreta de notas con gran vehemencia y suspiró.
– ¡Qué lata! -exclamó, golpeando frustrado la mesa con la palma de la mano-. Tenía esperanzas de encontrar algo. -Miró a su alrededor y alzó el brazo para llamar al camarero-. Oiga, por favor, la cuenta.
Saraiva tomó nota de la frase enigmática y guardó el papel en el bolsillo de la chaqueta.
– Voy a consultar los libros con cuidado -prometió-. Puede ser que descubra algo.
– Se lo agradezco.
El camarero se acercó e indicó el importe de la cuenta. Tomás pagó y los dos clientes se levantaron, era hora de marcharse.
– ¿Qué va a hacer ahora? -quiso saber Saraiva.
– Me voy a casa.
– No. Me refiero a su acertijo.
– Ah, sí. Voy a pasar por una librería y a comprar los libros de Foucault, a ver si encuentro una pista. La clave del acertijo debe de estar, probablemente, en algún detalle.
Salieron juntos del restaurante y se despidieron en el aparcamiento.
– Michel Foucault era un personaje curioso -comentó Saraiva antes de alejarse.
– ¿Por?
– Era un gran filósofo y un razonable historiador. Un hombre que proclamó que la verdad objetiva es inalcanzable, que sólo tenemos acceso a la verdad subjetiva, que la verdad es relativa y depende del modo en que vemos las cosas. ¿Sabe lo que dijo una vez sobre todo su trabajo en busca de la verdad?
– ¿Qué?
– Que a lo largo de su vida no hizo otra cosa que escribir ficciones.
El estremecimiento lascivo del trepidante secreto fue perdiendo gradualmente fulgor, como una prohibición que, de tanto ser transgredida, se transforma en un hábito discreto, reprobable, es cierto, pero tolerable como vicio. Al cabo de casi dos meses, la relación de Tomás con Lena se encarriló en la rutina de manera definitiva. El vendaval del deseo, que los había fustigado con vientos incontrolables de lujuria y voluptuosidad, que los había llevado a la cúspide del éxtasis irrefrenable, tanta energía consumió, y tan deprisa, que acabó por consumirse a sí mismo. La tempestad dejó de soplar tan fuerte, se volvió brisa y se mitigó con sorprendente rapidez; ahora era un simple céfiro cálido y dulce en la planicie amodorrada de lo cotidiano.
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