José Santos - El códice 632

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Tomás Noroña, profesor de Historia de la Universidad Nova de Lisboa y perito en criptología y lenguas antiguas, es contratado para descifrar una cifra misteriosa.
Los conocimientos y la imaginación de Tomás lo llevarán a una espiral de intrigas, en dónde inesperadamente se topará que con un secreto guardado durante muchos siglos: la verdadera identidad de Cristóbal Colón.
Basada en documentos históricos genuinos, El códice 632 nos transporta a un viaje por el tiempo, una aventura repleta de enigmas y mitos, secretos encubiertos y pistas misteriosas, falsas apariencias y hechos silenciados, un auténtico juego de espejos donde la ilusión se disfraza de realidad, para disimular la verdad.

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Fueron difíciles los momentos que pasaron los dos en el pequeño apartamento. Cada rincón contenía un recuerdo, cada espacio una historia, cada objeto un instante. Pasaron muchas semanas rondando por el dormitorio de su hija, pasaban junto a la puerta sin atreverse a entrar en la habitación; se trataba de algo que se situaba más allá de sus fuerzas, se limitaban más bien a mirar aquella entrada y a temer lo que se encontraba más allá. Era como si allí se hubiese alzado una barrera infranqueable, el paso a un mundo perdido, un lugar mágico suspendido en el tiempo y cuyo encantamiento temían deshacer. La verdad es que no querían afrontar la realidad de la habitación desierta, ahora transformada en el símbolo de la hija desaparecida.

Cuando, finalmente, franquearon la puerta y se encontraron con las muñecas en la cama, los libros alineados en los estantes y las ropitas guardadas en los cajones, como si todo acabase de ser ordenado, se sintieron como viajeros en el tiempo, de vuelta a la montaña rusa de las emociones; en el aire aún se cernía algo indefinido, un aroma, una manera, un ambiente, algo intacto y dolorosamente cargado de la esencia juvenil de Margarida. Vencidos por la emoción, doblegados por el sufrimiento, huyeron deprisa de la habitación y volvieron a mantenerse alejados. Qué terrible era vivir de ese modo, en esa atmósfera plagada de nostalgia y ensombrecida por el penoso recuerdo de la niña. Sufrían cuando circulaban por la casa, sufrían cuando se alejaban de ella.

Al cabo de algunos meses, llegaron a la conclusión de que no podían seguir así. Los días se sucedían sin rumbo, la existencia se revelaba hueca, la vida parecía haber perdido todo sentido. Recobraron gradualmente la conciencia de que había que hacer algo, cambiar el rumbo de las cosas, detener la caída en el abismo. Un día, sentados en el sofá, en silencio, deprimidos hasta la locura, enfrentados con el callejón sin salida al que los habían llevado las circunstancias, tomaron una decisión. Iban a romper con el pasado. Pero para ello necesitaban un proyecto, una dirección, una luz que los orientase, y deprisa se dieron cuenta de que sólo había un camino, que el destino de la salvación pasaba por dos cosas.

Un nuevo hijo y una nueva casa.

Con el dinero entregado por la fundación, compraron una pequeña vivienda en Santo Amaro de Oeiras, cerca del mar, y se quedaron a la espera del niño que llegase para llenar el vacío de la casa. Lo más extraño es que descubrieron que ambos deseaban un hijo igual a Margarida, con los mismos defectos, incluso los genéticos, si fuese necesario, siempre que llegase con idénticas cualidades, aquella alegría y generosidad con que la niña discapacitada los había conquistado; querían un bebé como quien desea borrar un mal sueño, como si a través de él la hija perdida pudiese al fin regresar junto a los suyos.

La muerte de Margarida llevó a Tomás a reflexionar también sobre el sentido de su integridad profesional. Había vendido el honor a cambio de dinero para salvar a su hija, pero todo se dio después como si hubiese sido castigado por la vergonzosa concesión que se vio obligado a hacer, como si todo aquello no fuese más que una severa lección divina, una prueba de su seriedad, un simple desafío moral del que había salido desastrosamente derrotado. Esta conclusión lo condujo de nuevo a la investigación que había realizado para la fundación estadounidense. Inquieto, perturbado por la idea de que no había estado a la altura de sus deberes, estuvo cavilando largamente en el asunto. Se vio leyendo el contrato incontables veces, hacia delante y hacia atrás, estudiando cada cláusula con lupa, pesando las palabras, analizando las opciones, buscando resquicios, probando fragilidades. Llegó hasta a hablar con Daniel, un primo de Constanza que se había licenciado en Derecho, para evaluar el documento con más rigor.

La verdad es que Tomás no lograba soportar ahora la decisión que se vio forzado a tomar cuando firmó el contrato de confidencialidad a cambio del medio millón de dólares que supuestamente salvaría a Margarida. Lo cierto es que no la salvó y nadie le podía quitar ahora de la cabeza la idea de que la muerte de su hija había sido un castigo por el miserable negocio en que se había metido. El problema se convirtió, poco a poco, en una obsesión. Se les negó la luz a los descubrimientos, es cierto, pero los sentía vivos, disconformes, sublevados, a punto de estallar en su pecho, a rasgarle los huesos, a despedazar su carne y a irrumpir en el mundo en una erupción incandescente. Sin embargo, por más que buscaba formas de lanzar la verdad silenciada, de liberar su grito reprimido, la última cláusula del contrato paralizaba sus movimientos. La ruptura del sigilo le costaría un millón de dólares, dinero del que no disponía.

Había dos verdades que se veía obligado a callar. Una era la verdad objetiva, la verdad ontològica, la verdad histórica en sí, la verdad más allá de la cual todo era falso. El hecho de que el hombre que descubrió América se llamaba Colonna, de que era un hidalgo portugués con sangre en parte judía y en parte italiana, y de que había desempeñado una misión secreta al servicio de don Juan II. Esa verdad permanecía en la sombra desde hacía cinco siglos y parecía condenada a seguir así. La segunda era la verdad moral, la verdad subjetiva, la verdad de quien sólo se siente bien con la verdad, la verdad más allá de la cual todo era mentira. Este era el campo de la ética, de los principios que lo guiaban en la vida, de los valores que dan cuerpo a la honestidad, a la integridad, a la idea de que la verdad tiene que triunfar, cueste lo que cueste, que hay una relación intrínseca entre la verdad, la honestidad y la integridad. Amordazar esta verdad moral era lo que más le dolía; sentía la mentira como una puñalada asestada a todo lo que había creído; sufría el desmoronarse de la ética en torno a la cual había estructurado su vida. Lo que más lo atormentaba era, sin duda, esa traición a su conciencia, era ella el monstruo que lo martirizaba en las pesadillas más sombrías, la daga que llevaba clavada en el corazón, el cáncer que envenenaba sus entrañas, el ácido que corroía su alma y quebraba su voluntad de volver a creer en sí mismo.

Se sentía un vendido. Miserable, sucio, indigno. Por primera vez tomó conciencia de que la verdad tenía un precio, de que él mismo podía sacrificarla en nombre de otro valor. En cierto modo, se identificó con el dilema vivido quinientos años antes por don Juan II. Imaginó por momentos al Príncipe Perfecto sentado en las murallas del Castelo de Sao Jorge, junto a los olivos plantados frente al palacio real, con Lisboa a sus pies, y enfrentado con su propio dilema. Había tierras a occidente y el Asia a oriente. Le gustaría poseer las dos, pero sabía que sólo podría quedarse con una. ¿Cuál elegir? ¿Cuál sacrificar? También él se enfrentó a un dilema y se vio forzado a tomar una decisión. Y la tomó. Dio a los castellanos el descubrimiento del Nuevo Mundo para poder quedarse con Asia. Colón fue su contrato de confidencialidad, Asia su Margarida. Don Juan II tuvo que elegir y eligió; bien o mal, eligió. Fue eso, al fin y al cabo, lo que él mismo, Tomás, había hecho. Había elegido.

Sin embargo, no se resignaba.

Don Juan II sólo comprometió la verdad mientras la mentira le resultaba necesaria para quedarse con Asia. Su hombre de mayor confianza, Ruy de Pina, se encargó después de reparar los hechos cuando consideró que la verdad ya no ponía en peligro la supervivencia de la estrategia portuguesa; y, si no hubiese sido por la intervención de don Manuel, o de alguien en lugar de él, la Crónica de d. Joao II contaría otra historia. Pero Tomás no disponía de ningún Ruy de Pina que pudiese ayudarlo, no tenía a nadie que le escribiese un Códice 632 donde se insinuase la verdad por debajo de las raspaduras de la mentira. Se sentía atado, amarrado por los grilletes de la impostura, doblegado por el peso del compromiso que había aceptado, obediente al destino al que su opción lo había ligado irremediablemente. En resumidas cuentas, había vencido la mentira, yacía muerta la verdad.

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