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José Santos: El códice 632

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José Santos El códice 632

El códice 632: краткое содержание, описание и аннотация

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Tomás Noroña, profesor de Historia de la Universidad Nova de Lisboa y perito en criptología y lenguas antiguas, es contratado para descifrar una cifra misteriosa. Los conocimientos y la imaginación de Tomás lo llevarán a una espiral de intrigas, en dónde inesperadamente se topará que con un secreto guardado durante muchos siglos: la verdadera identidad de Cristóbal Colón. Basada en documentos históricos genuinos, El códice 632 nos transporta a un viaje por el tiempo, una aventura repleta de enigmas y mitos, secretos encubiertos y pistas misteriosas, falsas apariencias y hechos silenciados, un auténtico juego de espejos donde la ilusión se disfraza de realidad, para disimular la verdad.

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– ¿Dónde está ella ahora?

– Le dijimos que se fuera, no sé por dónde anda ahora. Ni interesa.

Tomás respiró hondo, agobiado y asqueado de toda aquella historia.

– Qué juego más sucio, ¿eh? Realmente qué bajeza… Moliarti agachó la cabeza y siguió rellenando el cheque. -Sí -admitió-. No ha sido nuestro momento mejor, no. Pero ¿qué quiere? Es la vida.

Terminó de rellenar el cheque y se lo entregó a Tomás. Trazados con tinta azul, se veían los guarismos correspondientes. Medio millón de dólares. El precio del silencio.

Capítulo 18

La fachada neoclásica del Museo Británico desfiló a la izquierda, imponente, majestuosa, como si aquél fuese el más imperial de todos los museos. El espacioso taxi negro recorrió la estrecha y acogedora Great Russell Street y dobló la esquina en Montague, acercándose a su destino. Margarida, con la cara apoyada en la ventanilla y la nariz aplastada contra el cristal, formaba manchas empañadas; permanecía ajena a la enorme gorra azul que le cubría la cabeza y ocultaba su calvicie, era como si hubiese optado por ignorar lo que le estaba ocurriendo y prefiriera más bien el grandioso espectáculo del mundo; miraba con interés aquellas calles extrañas, que le parecían de un exotismo, frío y blanco, pero sentía que había algo de hospitalario en aquella ciudad, con sus espacios ordenados, la traza elegante de los edificios, los árboles bien cuidados con alfombras de hojas por el suelo, las personas de aspecto altivo que cruzaban las aceras envueltas en gabardinas color crema y que enarbolaban sombríos paraguas.

Del cielo caían gotas minúsculas cuando Tomás abrió la puerta del taxi y contempló el enorme edificio de enfrente. El Russell Square NHS Hospital for Children era un vasto complejo con más de cien años, lleno de enfermerías distribuidas por las cuatro plantas de sus varias alas. Margarida salió por sus pies y Constanza le dio la mano. Traspasaron la puerta de entrada y se dirigieron a la recepción, donde la empleada comprobó en el ordenador la reserva de registro de la niña. Tomás firmó el formulario titulado Undertaking to Pay y entregó un cheque para depósito por valor de cuarenta y cinco mil dólares, correspondiente a la previsión de costes del tratamiento.

– Si los gastos exceden esta previsión, tendrá que pagar luego la diferencia -advirtió la empleada con actitud muy profesional, como si trabajase en una agencia de seguros y todo aquello no fuese más que una simple transacción comercial-. ¿Está claro?

– Sí.

– Tres días después de acabado el tratamiento, recibirá una factura final que tendrá que saldar en el plazo de veintiocho días.

Comportándose ahora como una recepcionista de hotel, la inglesa le dio las direcciones, indicándoles la enfermería y la habitación donde se instalaría Margarida. Cogieron el ascensor y subieron a la segunda planta; salieron a un pequeño vestíbulo y vieron un cartel que apuntaba en tres direcciones; siguieron la que indicaba el Grail Ward, donde la niña sería ingresada. Tomás no pudo dejar de sonreír ante el nombre de la enfermería, que invocaba el Grial, el cáliz que recogió la sangre de Cristo y cuyo contenido daría vida eterna a quien lo bebiese; pensó que aquel nombre era perfecto para una unidad de enfermedades de la sangre dedicada a renovar la esperanza de vida. El Grail Ward era un pasillo tranquilo en el área de hematología con puertas que se abrían a ambos lados hacia habitaciones individuales. Se dirigieron a la enfermera de servicio y ella los guio hasta su destino. La habitación de Margarida tenía dos camas, una para la paciente y otra para su madre, separadas por una mesita con una lámpara y un búcaro de flores que mostraba abundantes pétalos púrpura sumergidos en el agua.

– ¿Qué es esto, mamá? -preguntó Margarida señalando las flores.

– Son violetas.

– Cuéntame la histo'ia -pidió la pequeña, acomodándose en la cama con actitud expectante.

Tomás dejó las maletas y Constanza se sentó al lado de su hija.

– Había una vez una hermosa niña llamada lo. Era tan guapa que el gran dios de los griegos, Zeus, se enamoró de ella. Pero a la mujer de Zeus, que se llamaba Hera, no le gustó nada este romance y, dominada por los celos, le preguntó a Zeus porqué razón estaba prestando tanta atención a aquella muchacha. Zeus dijo que todo era mentira y, para disimular, transformó a la hermosa lo en una becerra y le cedió un campo de deliciosas violetas color púrpura para pastar. Pero Hera no dejó de desconfiar y envió un animal para que la atormentase. Desesperada, lo se arrojó al mar, hoy conocido como mar Jónico, en homenaje a ío. Hera convenció a ío para que no volviese a ver nunca más a Zeus y, a cambio, la transformó nuevamente en una muchacha.

– Ah -murmuró Margarida-. ¿Y las flo'es qué quie'en decí?

– La palabra violeta viene de ío. Estas flores representan el amor inocente.

– ¿Po' qué?

– Porque ío era inocente. Ella no tenía la culpa de gustarle a Zeus, ¿no te parece?

– Hmm, hmm -confirmó la niña meneando la cabeza.

La enfermera, que había salido en busca de un formulario, regresó a la habitación para rellenar el cuestionario preliminar. Era una señora de mediana edad, con el cabello peinado hacia atrás y vestida con una bata blanca y azul claro. Su nombre era Margaret, pero pidió que la llamasen Maggy. La enfermera se acercó a la cabecera de la cama de Margarida e hizo preguntas sobre sus hábitos rutinarios, sobre lo que le gustaba comer y sobre su historia clínica; mandó a la niña que subiese a una balanza, registró el peso y midió su altura junto a la pared; le tomó también la temperatura, el pulso y el ritmo respiratorio, además de comprobar su tensión. La llevó después al cuarto de baño y no paró hasta que no le extrajo muestras de orina y heces, así como de su corrimiento nasal y su saliva, que llevó de inmediato al laboratorio para que las analizasen.

La pareja se quedó ordenando las cosas. Margarida había llevado poca ropa; sólo tres blusas, un par de pantalones, un suéter, una falda y dos pijamas, además de la ropa interior. Colocaron en el cuarto de baño los elementos necesarios para la higiene. Su muñeca favorita, una pelirroja que lloraba cuando se la inclinaba, ocupó un espacio en la cama. También distribuyeron la ropa de Constanza en los cajones; al fin y al cabo, ella dormiría dos noches en la cama de al lado, hasta el día de la operación.

Un hombre con una bata blanca, con la coronilla calva y una barriga que denunciaba su afición a la cerveza, entró en la habitación.

– Hello! -saludó tendiendo la mano-. Soy el doctor Stephen Penrose y me encargaré de operar a su hija.

Se saludaron y el médico efectuó de inmediato un nuevo examen a Margarida. Hizo más preguntas sobre su historia clínica y llamó a la enfermera para pedirle que le hiciese a la niña un mielograma; quería confirmar todos los datos que le habían enviado desde Lisboa. Maggy llevó a Margarida de la mano y Constanza se preparó para acompañarlas, pero el médico hizo una seña con la mano, pidiéndole que se quedase en la habitación.

– Pienso que éste es el momento adecuado para aclarar todas las dudas que aún puedan tener -explicó-. Supongo que conocen los detalles de la operación…

– No muy bien -admitió Tomás.

El médico se sentó en la cama de Margarida.

– Lo que vamos a hacer es sustituir la médula ósea enferma, eliminando todas las células que contiene e inyectándole células normales, de tal modo que se llegue a formar una nueva médula. Este es un trasplante alogénico, dado que las células normales provienen de un donante cuya compatibilidad está comprobada.

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